Al Pie de la Letra
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Una Botella Medio Vacía
Carlos Alberto Balbi: Cuenta una Leyenda en donde el mestizo se resistió porque los soldados no tenían para pagar
Una Botella Medio Vacía

A la mañana temprano había salido del fortín una partida que al mando del capitán Leiva buscaría la indiada que se había avistado en el horizonte.

Anduvieron varias, muchas leguas, para arriba y para abajo, por allá y por más allá. Los cascos de los caballos hollaron durante todo el día los pastos duros y bajos pero sin resultado alguno. Y cuando ya el sol iluminaba de refilón a los hombres y las sombras se alargaban, Leiva pensó que se habían alejado demasiado del fortín y que iba llegando la hora de vivaquear. El cabo Juárez conocía bien la zona y sabía que cruzando un arroyo, cuya posición se podía identificar desde lejos por tres ombúes, había buen ganado cimarrón para enlazar, degollar y calmar el hambre. Además sabía que llegando ahí verían, no lejos, el almacén de campo de un aventurero mestizo que se había adelantado a la línea de defensa del gobierno porque, se decía, negociaba con los indios. Al rato, desde las cabalgaduras  pudieron divisar la referencia señalada por los árboles. “No hay asado sin vino”, gritó el capitán Leiva, y la sentencia sirvió como voz de “aura” para que la comitiva militar galopara hasta los ombúes y luego orientara su carrera hacia la pulpería.

Fortín Esperanza

El mestizo se resistió porque los soldados no tenían dinero para pagar, pero como dieciocho fusiles podían más que una escopeta, los reclutados entraron al depósito y arrasaron con los botellones y odres de buen vino español. Luego, vadeando el arroyo, no tardó la caza en organizarse y rastrear el ganado que persiguieron y alcanzaron. Los diestros revolearon y arrojaron el lazo a dos vacas que habían separado del montón mediante maniobras de arreo, luego las cruzaron a los tirones por el arroyo y bajo los ombúes las carnearon.

El sol ya se iba poniendo /
La claridá se ahuyentaba /
y la noche se acercaba /
su negro poncho tendiendo.
Ya las estrellas brillantes /
una por una salían /
y los montes parecían /
batallones de gigantes
.(*)

Los animales traídos y matados, que conservaban el gesto fiero de sentirse acorralados, fueron ensartados, por partes, en las cruces de dos asadores de hierro que siempre alguno de los hombres llevaba atados a su montura. Las ardientes lenguas de fuego quemaron primero el pelo de las bestias que habían sido expuestas del lado del cuero. Éste se tostó tornándose quebradizo, y por las rajaduras que así se formaron chorreaba la sangre de las carnes aún crudas. Después, con lentitud, el calor hizo su trabajo transformándolas en apetitosa pulpa. Alguien cebaba mate mientras se cocinaban las reses, otro empinaba una botella de ginebra que había manoteado en la pulpería; éste masticaba naco, aquél armaba un cigarrillo, los demás allá comenzaron a romper el pico de los botellones de vino y bebían con fruición.

Ya de noche comenzó en toda su plenitud “el banquete”. La inestable luz del fuego movía las sombras que destacaban, por contraste, los rasgos y perfiles que habían tallado los cuantiosos días de soles ardientes, el frío de muchas madrugadas en la cumbre del mangrullo, el viento lacerante que en la pampa no se topaba con nada que lo detuviera o siquiera lo frenara, el escaso alimento, las enfermedades mal curadas, el trato despiadado e intolerante entre gente del fortín…

Había un gringuito cautivo /
que siempre hablaba del barco /
y lo ahogaron en un charco /
por causante de la peste /
tenía los ojos celestes /
como potrillito zarco.
(**)

Pocas eran las ocasiones de comer y beber en demasía. En el fortín toda escasez abundaba. Así que en esta oportunidad los facones tajeaban con la urgencia propia de largas hambrunas la apetecible pulpa vacuna, ensartaban el trozo y lo llevaban a ser mordido. Los cuellos rotos de las botellas iban a las bocas, no sólo para sosegar la sed de las gargantas sino también para domeñar el deseo de emborracharse el alma. Únicamente faltaban mujeres que calmaran otros apetitos de aquellos hombres golpeados por la vida.

Luego de largas horas con guitarreada, carne y alcohol la pelea sobrevino por el derecho a beber el último trago de una botella que ya casi estaba vacía. Una mirada torva se opuso duramente a otra ensombrecida por una palabra que fue interpretada como insolente. Las dos bocas se abrieron para lanzar imprecaciones cuyo tono de voz, cada vez más alzado, puso en alerta a los demás. La rueda de reclutas se armó en torno a los rivales pero sin intervenir. Una mano se apoyó en el pecho del cuerpo enfrentado, empujándolo. Y entonces los facones, que habían permanecido sin entrar en sus vainas, ahora trataban de tajear y ensartar pulpa humana. Por imperio de las circunstancias, las herramientas que habían llevado alimento a los hombres se transformaron en armas. Los movimientos del cuerpo y de los pies estaban desmañados por el alcohol, eran torpes, lentos, pero la ira parecía que se había apoderado del espíritu de los cuchillos, porque tal era la rapidez y certeza de sus movimientos, que los brazos aparentaban ser arrastrados por ellos. Tiraban puntazos y tiraban hachazos, dibujaban caprichosas fintas, se dirigían al torso, a la garganta, paraban la otra faca con ruido de acero, mas luego salían disparados a cortar, atravesar, iban hacia el antebrazo, hacia la axila… Había detonado la carga que desde hacía muchos años, quizá desde la infancia, llevaban consigo aquellos varones; carga de su propio temperamento y de su condición social, carga de arbitrariedades, de privaciones, de sinsabores, de atropello y avasallamiento de la persona por parte de la autoridad.

…………………………………………………..

Antes de que el sol comenzara a tender sus brazos al cielo apagando las estrellas, Leiva ordenó a unos soldados que abrieran la tierra para que los dos cuerpos fueran sepultados como Dios manda; y que “marquen el lugar con dos cruces de espinillo”, agregó. Luego de numerosas lluvias y vientos, de reiterados calores y fríos, las cruces brotaron y crecieron. Hasta hoy se las puede ver: sus ramas entreveradas y con recias púas que semejan hojas de temibles facones parecen dibujar el movimiento de aquellos brazos armados.

Cuenta una leyenda que crecieron así porque el odio y la furia de aquellos hombres persisten y por eso aun estando muertos, pelean.

Carlos Balbi

Referencias:
(*): Estanislao Del Campo, “Fausto”.
(**): José Hernández, “Martín Fierro”.

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