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La Bolita
Bolita, Canica, Chaya, la Meca… o Como se la Llame en Otros Países Sigue Viva
La Bolita

“Y no me digan que el tiempo las destruyó porque el viento y la lluvia no son suficientes para destrozar una bolita…

“…Las canchas han sido arrasadas y hasta pavimentadas, los hoyos fueron rellenados, los jugadores se han visto tentados por otras disciplinas. Alguien está borrando todo vestigio del paso de las bolitas por esta tierra…”

Esta angustiosa afirmación la hace Manuel Mandeb en su monografía “Faltan bolitas”. Vale aclarar que El Pensador de Flores citado, es un personaje que habita las páginas de las “Crónicas del Ángel Gris” de Alejandro Dolina.

Pero cuando nos ponemos a bucear en la memoria, en ese territorio a veces tan “arrasado y pavimentado” como las canchas de aquel pensador, es inevitable que entre muchos recuerdos, buenos y de los otros, salgan rodando como de la nada, algunas bolitas. ¿Existe algún pibe en nuestro país que alguna vez no jugó a la bolita? Sospechamos que la respuesta es negativa, impensable. Por lo menos en Buenos Aires y el conurbano, donde la cultura compartida por la cercanía y el intenso intercambio, establece patrones comunes hasta en los juegos.

Los pibes en los años ‘50 y 60 estaban sometidos a unas misteriosas “modas” o “temporadas” que establecían en qué momento del año se jugaba con figuritas, bolitas o sólo a la pelota, ya que ésta última, reinaba todo el año. Como personajes kafkianos, los pequeños jugadores – clientes se sometían con resignación y alegría a ese mandato. Ya crecidos y un poco cascoteados por la vida, comprendieron que al menos en el caso de las figuritas, era una simple cuestión de mercado; ya que un pelotón de pequeñas editoriales e imprentas se movían detrás de esos ciclos deterministas.

Pero el pibe hasta cierta edad, es ajeno a esas tropelías de los adultos. Y cuando llegó a comprender que las bolitas que atesoraba el hermano mayor no se comían, sino que se usaban para jugar, de a poco fue ingresando a ese mundo complejo de destreza y reglas, regido por la bolita. Con mayor o menor suerte y habilidad, el niño en cuestión se familiariza con ese objeto.

Ante sus ojos desfilan la pequeña piojito; la lecherita, blanca y opaca atravesada por algún color caprichoso; las japonesas, transparentes con un filamento colorido en sus entrañas; alguna sobreviviente de “barro”, en realidad de portland revestida de cerámica; las de acero, algún rodamiento escapado de un taller metalmecánico, pesadas y atropelladoras como un panzer, no aceptadas en un juego convencional; y hasta unas espantosas de plástico que no servían ni para pagar una derrota. Y ¿en qué bolsillo no pesó inútilmente un bolón de vidrio? esa especie de globo terráqueo en miniatura que no jugaba, pero que en algunos barrios se usaban para canje por bolitas o pago.

Cuando el pibito alcanza edad para competir y se hace ducho en el conocimiento de las distintas variedades de bolitas y se foguea en la cancha, elige su “puntera”. Esa bolita a veces cascada, “cachuza” a fuerza de golpear piezas rivales, es la que infunde confianza a su dueño. La que puede darle un botín generoso además del prestigio, o hundirlo en la tristeza de la derrota, alivianando el bolsillo de su amo cuando debe pagar al ganador.

Las canchas ideales eran de tierra. Pero en las ciudades muchas veces había que arreglárselas con una vereda lisa o un patio de baldosas, donde con paciencia se encontraba un hoyo, o se lo hacía a espaldas del vecino. Los jugadores se alineaban en la “largada” buscando acertar al hoyo, ubicado en la “mita”, más o menos el centro de la cancha. Quien hace hoyo está habilitado para “quemar” (haciendo puntería) sobre el rival que elija. Éste pierde y debe pagar a su vencedor, retirándose de la partida.

También en el inicio del juego había variantes que se acordaban en el momento. Podía lanzarse la bolita apoyando los nudillos en el piso y, con ésta apoyada en el dedo índice y usando el pulgar como disparador, o con “cuarta”, utilizando la otra mano como apoyo.

Y así se iban tardes enteras. En la calle, la plaza o los patios y veredas. Se crecía sin darse cuenta hasta que uno descubre que “ya está grande” para seguir jugando. Y medio de apuro, se mete en otras competencias más duras y desleales que aquellas de la cancha de bolitas con los pibes del barrio. Tiempos de costumbres ingenuas, simples. Uno repartía su tiempo de juegos con el tinenti (o payana), las figuritas, balero, yoyó o las perennes escondidas, mancha o vigi – ladrón. Los más afortunados veían series en la televisión que daba sus primeros pasos en la Argentina. Reinando por sobre todos ellos, el fútbol eterno.

Para consuelo de los nostálgicos, todavía queda en pie una fábrica de bolitas que inició sus actividades en 1953; se trata de TINKA de Chiarlo y Reinero de Santa Fe. Y también existe una Asociación para Campeonatos de Bolitas Argentinos (ACBA) que suele arbitrar los campeonatos que sin discriminar pero dividiendo por edades, se realizan en algunos puntos de nuestro país.

Bolita, canica, chaya, la meca… o como se la llame en otros tantos países, la humilde esfera de vidrio rueda arrastrando sueños, librando una dura y desigual competencia con la tecnología del siglo XXI. Pero sin duda en algún lugar del planeta, hay un pibe que guarda una “punterita” en su bolsillo, como su único capital.

Referencias

La Decadencia de la Bolita

“Resulta difícil hablar sobre la desaparición del juego de la bolita sin entrar en espinosas controversias. Desde luego se trata de un asunto complejo y puede ser examinado según criterios muy diferentes.

Las personas sencillas afirman simplemente que se trata de una decisión de los chicos, arbitraria, inexplicable y por lo tanto indigna de ser discutida.

Los psicólogos, antropólogos, electrotécnicos y aun los contadores suelen llamar la atención sobre la influencia de otros entretenimientos de emoción más sostenida, como la televisión, el billar japonés, el cerebro mágico o las palabras cruzadas.

Los Refutadores de Leyendas niegan que haya existido jamás un juego semejante y se oponen con argumentos inexpungables al mito de la vieja niñez romántica.

Por el contrario, los Hombres Sensibles aseguran que la desaparición del juego de las bolitas es el resultado de una conjura universal.

Este punto de vista es muy interesante y vale la pena elucidarlo.

En su monografía Faltan Bolitas, el pensador de Flores, Manuel Mandeb, plantea un interrogante que nos deja perplejos. Veamos.

«… Este juego parece haber empezado a languidecer en 1960. Pero puede afirmarse que en ese momento ya hacía por lo menos cincuenta años que se jugaba. Entonces había veinte millones de habitantes en el país, y no era demasiado audaz afirmar que, en el medio siglo de su auge, el juego de la  bolita había sido practicado por diez millones de individuos en uno y otro momento de sus vidas. Ahora bien: cuantas bolitas poseía cada niño aficionado, como promedio? Digamos cincuenta. Multipliquemos: cincuenta por diez millones. Son quinientos millones de bolitas. Bien, volvamos al presente: ¿Alguno de ustedes ha visto una bolita en el último año? Seguramente no. Yo pregunto: ¿Dónde están los quinientos millones de bolitas? ¿Quién las tiene?

«Y no me digan que el tiempo las destruyo porque el viento y la lluvia no son suficientes para destrozar una bolita…

«…Las canchas han sido arrasadas y hasta pavimentadas, los hoyos fueron rellenados, los jugadores se han visto tentados por otras disciplinas.  Alguien está borrando todo vestigio del paso de las bolitas por esta tierra…»Inspirado quizás en el trabajo de Mandeb, este texto pretende asentar las reglas, la técnica y la estrategia de las bolitas. La tarea no es tan fácil como parece. A favor de la campaña desarrollada por los Refutadores de Leyendas y Los Amigos del Olvido, casi nadie recuerda los reglamentos.

Por lo demás, todos sabemos que en cada cuadra había matices en la interpretación de cada norma lúdica.

No obstante, luego de la publicación de esta nota, es probable que algún pequeño número de Pibes Sensibles se ponga a jugar, aunque más no sea a modo de desplante ante el Universo.”

Crónicas del Ángel Gris – Alejandro Dolina – Ediciones de la Urraca – 1987  

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