La política en Hispanoamérica tuvo un carácter caudillesco desde sus orígenes. Es suficientemente ilustrativo el caso del marino Santiago de Liniers; héroe de La Reconquista y La Defensa de Buenos Aires contra los invasores ingleses en 1806 y 1807. El hombre desde un oscuro cargo militar ascendió por liderazgo, hasta la responsabilidad de virrey del Río de La Plata; impuesto por los defensores de la ciudad.
Más tarde con la Guerra de Independencia, florecieron nuevos conductores como Martín Miguel de Guemes, Gervasio Artigas, Francisco Ramírez y muchos otros. Las luchas entre unitarios y federales alumbraron el afianzamiento de otros caudillos cuya base de poder fue la inmensa popularidad de que gozaron, porque como sostenía el ensayista Arturo Jauretche, “El caudillo era el sindicato del gaucho.” Los tiempos fueron cambiando y a la lanza la reemplazó el voto. Pero la política no se democratizó, ya que proliferó el “voto cantado”, el sufragio de gente fallecida o directamente el impedimento de sufragar a los opositores de quienes controlaban la máquina electoral.
Los caudillos de vincha y lanza desaparecieron, pero otros líderes que en muchos casos pasaron por la Universidad fueron ocupando esos espacios. En la Ciudad de Buenos Aires los circuitos electorales se dividían por parroquias; ya que se votaba en las iglesias.
“De atrio más bien fue caudillo
si no me marra la cuenta
allá por los tiempos bravos
del ochocientos noventa.”
Dice Jorge Luis Borges del caudillo de Palermo Nicanor Paredes, en su célebre milonga.
Paredes, Jacinto Chiclana o Juan Moreira, eran gente de acción que arriaba votos y hombres para el caudillo de la parroquia o la localidad; casi siempre un “doctor.” Las lealtades al caudillo barrial tenían que ver con pequeños favores: la cama en un hospital, un empleo en el Municipio, la “vista gorda” para negocios clandestinos. Pero también el “doctor”despertaba simpatías si era hombre de coraje y además sus promesas tenían que ver con necesidades de la gente. Los asados, vino y empanadas a los que se agregaban cantores, carreras cuadreras y destreza criolla, completaban la fiesta electoral. Con la victoria yrigoyenista en 1916 se democratiza la vida política. Pero con la vuelta del fraude a partir de la Década Infame (1930-1943), el sufragio vuelve a ser una parodia y “la fiesta de la democracia” se refugia en los comités de barrio o en pueblitos que salen de su letargo con la llegada del “doctor” en campaña; entonces abundan los asados y los juegos: “¡Qué viva el Doctor…!” es el grito unánime de los seguidores del caudillo. Y la imagen del Doctor providencial recorriendo barrios y caseríos cuando hay elecciones, queda incorporada al folclore político argentino.
La frase entre socarrona y admirativa, todavía en el siglo XXI suele escucharse en algunos actos políticos.
¡Que Viva el Doctor!…
La profesión predominante en el Congreso de la Nación es la de abogado, que aventaja por más del doble a la profesión siguiente en ambas cámaras. Docente es el segundo título más ejercido.
No es un sentimiento exclusivo de los argentinos. Por el contrario, la predisposición contra los abogados es un fenómeno mundial, vaya uno a saber porqué razón. Pero algo habrán hecho -con el perdón de la frase- para cargar con semejante fama.
Mundial también debe ser la estadística que establece que la mayoría de los políticos proviene del campo del derecho. Es una presunción, que en el plano local se comprueba largamente. Comenzando por la primera magistratura, que desde la recuperación democrática fue ejercida exclusivamente por abogados, a saber: Ricardo Alfonsín, Carlos Menem, Fernando de la Rúa, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández de Kirchner.
Citamos a los que estuvieron más de un año al frente del Gobierno. De aquella trilogía que integró el breve interregno de presidentes que separó las gestiones de De la Rúa y Duhalde, dos fueron abogados, el actual senador Adolfo Rodríguez Saá y Eduardo Camaño, y uno que rompe el molde, el actual diputado nacional Ramón Puerta, ingeniero de profesión.
Si nos guiamos por estas estadísticas que establece que sólo los abogados llegan a Balcarce 50, corren con desventaja precandidatos como el ingeniero Julio Cobos, el ingeniero agrónomo Felipe Solá, el automovilista Carlos Reutemann y hasta Francisco de Narváez, que no tiene título. Como tampoco lo tiene el gobernador Mario Das Neves, que no pudo concluir la carrera de abogado por el golpe del 76.
Pero el tema que nos ocupa es la profesión original de nuestros diputados y senadores, donde también predominan los abogados. Según figura en la nueva edición del Directorio Legislativo, y haciendo la salvedad de que hay varios legisladores de ambas cámaras que no respondieron la requisitoria de datos -aunque no son tantos como para alterar la estadística- en la Cámara baja 69 legisladores ostentan el título de abogado. Porcentualmente no son tantos, poco más de un cuarto del Cuerpo, pero sí son la profesión predominante en Diputados. Comenzando por su titular, el doctor Eduardo Fellner, y es también el título que acreditan presidentes de bloques como el radical Oscar Aguad, el macrista Federico Pinedo, la cívica Elisa Carrió y Margarita Stolbizer del GEN: No es el caso del Frente para la Victoria, presidido por el ingeniero civil Agustín Rossi; el Peronismo Federal que conduce el ya mencionado ingeniero Solá; el socialismo, encabezado por la bioquímica Mónica Fein y Proyecto Sur, liderado por el cineasta Fernando “Pino” Solanas. El titular del bloque Nuevo Encuentro Popular y Solidario, el ex intendente Martín Sabbatella¸ es de los legisladores que no tienen título profesional.
Fragmento de la Nota ¡Viva el Doctor! – del parlamentario.com – 6 de agosto de 2010