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Lo que se Cifra en el Nombre
En realidad, el nombre es un significante (como perro, agua o luz) que sostiene la identidad
Lo que se Cifra en el Nombre

La democracia profundizó la laicización. En 1985, se impidió la discriminación en la filiación: desde entonces no hay legítimos, ilegítimos ni adoptados. En 2010, el matrimonio igualitario ajustó el manto de la ley el cuerpo de la realidad.

Nombres – Caras y Caretas – Mayo 2012

Lo que se Cifra en el Nombre
A lo largo de la historia, la filiación, como el matrimonio, se ha ido laicizando. A Dios gracias.

Si alguien nacía, digamos, un 3 de septiembre, corria el riesgo de que lo llamaran Sandalio O Basilisa, si era mujer. Antiguamente los nombres correspondían al santoral. Los recién nacidos, que se bautizaban lo antes posible porque morían como moscas, llevaban nombra de pila (precisamente por la pila bautismal) como Serapio o Atanasia. Era la Iglesia la que llevaba los registros.

Es cierto que había algunos excesos. El párroco de Rosario Rala- cuenta Julián Monzón en sus memorias- era don Juan de Rosas y Escobar, porteño, rosista y alcohólico. Una vez fue a casarse Juan Geriki, alemán para más datos, con la criolla Inés Duarte. Al asentar el matrimonio, el cura le preguntó cómo se llamaba.

-Juan Geriki

– ¡Que Giri, ni Giri!- le espetó el sacerdote. Aquí no se admiten apelativos de gringos. Esa jeringoza es para tu tierra. Te pondré Juan Enrique. Y así fue, la partida dice que Juan Enrique se casó con Inés.

También hubo abusos del santoral. Como aquel señor llamado Areopagita Rodríguez por San Dionisio, apodo que le venia del barrio de Atenas donde vivía. Al santo se le atribuye falsamente un tratado sobre los nombres de Dios, en el que proponía no hablar (no nombrar, puesto que hablar es en cierto modo nombrar) nada que no venga de las Escrituras. Theos era el nombre de Dios en griego. Distinto del hebreo Hashem, que significa justamente “el nombre”, un modo de no pronunciar el nombre de Dios.

Terrenalmente, el nombre es lo que nos designa únicos e irrepetibles en el mundo. Pero inscriptos en una serie. La serie del sexo, puesto que los nombres son sexuados. Y la serie del padre, ya que llevamos su apellido y el apellido de su padre.

Hasta cierto punto, porque los nombres también discriminan. Desde muy temprano se apartó a los hijos “naturales”. Los “hijos de la Naturaleza aunque no de la honestidad”, según la Santa Iglesia, estaban cuidadosamente clasificados los fornecios (que nacen del adulterio), los maneres (nacidos de “mujeres que están en la putería”), los espúreos (“habidos en barraganas fuera de la casa de los hombres”) y los incestuosos (nacidos de parientes  religiosos).

En 1884, con la creación del Registro Civil, el nombre se hizo laico. Pero la estigmatización de los hijos “naturales” (como si hubiera alguna que no lo fuera) se mantuvo. “Hijo de padre desconocido”, decía la inscripción en el papel (y en la piel) de los chicos cuyos progenitores no querían o no podían reconocerlos.

Y, si uno de ellos lo hacia, solo podían llevar su apellido, con frecuencia el materno.

A mediados del siglo XX, casi uno de cada tres recién nacidos era “natural”. El estigma tenia precio. Los “ilegítimos” solo heredaban la cuarta parte de lo que les tocaba a los hijos “legítimos”. Los “adulterinos” y los “incestuosos” no podían reclamar herencia alguna.

La democracia profundizó la laicización. En 1985, se impidió la discriminación en la filiación: desde entonces no hay legítimos, ilegítimos ni adoptados. En 2010, el matrimonio igualitario ajustó el manto de la ley el cuerpo de la realidad. Y admitió que los chicos llevaran no solo el apellido paterno, sino también el materno.

En 2012, la reforma del Código Civil va mas allá: en los casos en que haya reproducción asistida (donación de óvulos o espermatozoides, alquiler de vientre), lo que importa es la voluntad de procrear, no la filiación genética.

Antes de estos cambios formidables se habían aflojado el dogal que retenía a los nombres desde la dictadura. Ya no fue necesario preservar el “idioma nacional” (como su la legua estuviera dada de una vez para siempre). Ahora hay Malghen y Thiago y Kaila y Milo.

Hay quien dice que esto es un desmadre de nombres extravagantes. En todo caso, es mejor que una raya en el nombre del padre o un nombre accidental y cristiano.

En realidad, el nombre es un significante (como perro, agua o luz) que sostiene la identidad.

Detrás está el abismo insondable de cada uno. Decía Borges de su Jacinto Chiclana: “Sólo Dios puede saber/ la laya fiel de aquel hombre, / señores, yo estoy cantando/ lo que se cifra en el nombre”.
Caras y Caretas – Mayo 2012 – Por Ricardo Lesser

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