Gestión Cultural
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¿Hacer Cultura? ¿Para qué?
Las Personas Hacen Cultura a Través de Pequeños Gestos
¿Hacer Cultura? ¿Para qué?

Todas las personas hacemos cultura; sólo que algunos haceres son más visibles que otros.

Cuestión de recursos, de capacidades, de prestigios y, por qué no, de poderes diferentes.

La mayoría de las personas hace cultura de un modo inconsciente y en el acto mismo del vivir cotidiano; otras de un modo deliberado, con objetivos precisos. Entre unas y otras todas las graduaciones son posibles para este hacer cotidiano, social e histórico que pretendemos englobar bajo el concepto genérico de hacer cultura.

«Lo cultural» está cada día más presente en la agenda pública, por lo menos en el plano discursivo. Casi no hay página de diario donde, por una u otra razón, no se mente «lo cultural» como origen de los más diversos fenómenos: desde los accidentes de tránsito hasta el calentamiento global parecen depender de un cierto sustrato humano al que llamamos cultura. Sobre el que se predican las más diversas formas de intervención pública o privada o, mejor aún, ambas a un tiempo.

Las personas hacen cultura a través de pequeños gestos. Decisiones mínimas que, a través de procesos complejos, a veces incognoscibles, devienen cultura.

Cuando alteramos la forma de preparar un alimento o incorporamos un producto nuevo a nuestra vida cotidiana estamos haciendo cultura en el sentido más amplio del término.

Cuando decidimos ir a ver un espectáculo musical y no otro; o no ver ninguno; estamos haciendo cultura.

Cuando algunas formas sexuales pasaron de ser prácticas prostibularias o clandestinas a una opción más dentro del juego amatorio de cualquier pareja estamos haciendo cultura.

Porque la cultura está hecha de esos pequeños gestos cotidianos que ejecutamos porque sí; porque nos placeen, porque acostumbramos. Son reiteraciones de un antiguo mapa mental que hemos heredado en su mayor parte; que hemos adquirido por la educación o, incluso, por el peso creciente de las industrias culturales.

Quizás, «el principio del placer» de Sigmund Freud o ese «interprete» memorioso y acomodaticio que, según las neurociencias, aloja nuestro cerebro para orientar nuestro vivir cotidiano.

Un repertorio cotidiano provisto por la cultura sobre el que vamos escribiendo cambios y permanencias según las movedizas condiciones de nuestros entornos físicos y simbólicos.

Claro que algunos de esos cambios son simples modas pasajeras sin otra consecuencia que su rápido reemplazo. Pero otros, tal vez los menos, perfilan nuevos modos de ser humanidad.

El gesto – cuya complejidad merece más que este breve texto – es el espacio más íntimo de ese hacer cultura; el lugar del libre albedrío mismo.

El gesto puede consistir, en un extremo, en hacer existir aquello que podría no existir. Y entonces ya estamos creando un mundo que resulte más habitable. Y aun así no ser conscientes del impacto cultural – integral – que puede tener nuestro gesto.

Todo gesto entraña un sentido que pude ser instrumental como cuando ensayamos un modo nuevo de hacer algo. O simbólico cuando significamos un afecto, un artefacto o una ilusión.

¿Cuándo fue, por ejemplo, que los varones argentinos empezamos a saludarnos con un beso en lugar del tradicional apretón de manos?

Gesto y sentido son inseparables. Y, como tales, embrión de cultura. Pequeñas decisiones cotidianas, voluntarias o no, instrumentales o significadas, que articuladas con comportamientos colectivos adquieren dimensión de cultura.

El gesto, aun cuando fuere casual o involuntario, siempre está situado entre un cierto horizonte simbólico que define lo que podemos imaginar hacer y un suelo o nicho ecológico concreto que presiona como límite y plataforma.

El gesto entendido como simple voluntad de estar ahí apunta siempre a un vivir digno o significado – con sentido – desde la cotidianeidad del vivir. Reflejo de cultura – estrategia de vida, decía Kusch.

El gesto es expresión del mero estar cuando remite a la simple necesidad de vivir. Su aparente pasividad encubre un comportamiento – casi – ritual como el de quien se persigna frente a la imagen de la virgen María entronizada a la entrada al tren subterráneo en, por ejemplo, la estación Constitución de Buenos Aires. Eso corresponde al pueblo que pasa y celebra porque vive.

En estos casos el gesto es un residuo del rito; una suerte de hermano menor que en lo cotidiano memora y reinstala la conciencia mítica reiterando un gesto ritual sin ser el rito en sí.

Otra cosa es entronizar la imagen de la virgen porque ahí ya hay un plan, una política. Un acto deliberado en suma, que se imagina, se proyecta y luego se ejecuta.

Hay ya una cierta vocación de poder o, cuando menos, de establecer algún tipo de vínculo con él.

La cultura aparece entonces con un sentido explícito que busca ser de una determinada manera y no de otra. Que proyecta una valoración del mundo y las formas de habitarlo.

Aunque a veces se enmascare detrás de elementos técnicos o del más refinado concepto de buenas prácticas las políticas culturales siempre instalan un sentido.

Las técnicas son necesarias, aún imprescindibles porque construyen capacidades, pero cuando se proponen como sustituto de una cultura devienen subterfugio. Porque hacer cultura supone, ya lo dijimos, instalar un sentido del vivir en comunidad.

Capaz, parafraseando de nuevo a Kusch, de fagocitar todo lo necesario para hacer cultura, incluso las técnicas, desde el propio sentido.

Un sentido que debemos hacer explícito para que sea honesto y promueva convivencia. Porque cuando se escamotea huele a dominio enmascarado. A poder que se oculta.

Todas las formas de poder – aún las más perversas – han proyectado una cultura. De allí la necesidad de exponer los mapas de la cultura y de aquello que solemos llamar lo cultural y sus construcciones implícitas de sentido.

Abrir el mapa significa preguntarse por los protagonismos y las valoraciones ¿El hacer de quién se privilegia? ¿Por qué un obrar es arte y otra artesanía? ¿Por qué los organismos culturales tienen el diseño que tienen? ¿Cómo se definen los presupuestos culturales?

Para promover mejores convivencias necesitamos explicitar, criticar, revisar, de-construir y reconstruir permanentemente el hacer cultura de cada comunidad. Y los mapas culturales que le dan sustento, justificación histórica. Hacemos según el mapa cultural desde donde actuamos; un guión implícito que gusta de ocultarse, volverse sentido común.

Como se dijo, las personas – y las organizaciones – hacemos cultura de un modo cotidiano y permanente si es que consideramos que cultura es todo lo hecho por la humanidad social e históricamente.

Donde lo social se articula de modos a veces misteriosos con lo individual ¿que hace que la creatividad de una persona, o un grupo de ellas, trascienda el tiempo y el espacio sino la persistencia social en valorarla aunque nunca nos pongamos de acuerdo en cómo ocurre esa valoración?

Históricamente porque cada obrar ocurre en un desesperado aquí y ahora donde formulamos, revisamos y cambiamos nuestras estrategias de vida.

Algunas personas e instituciones desarrollan ese hacer cultura como un hacer especializado y consciente: ejecutan políticas culturales para incidir en el devenir histórico de esas estrategias de vida.

Para concebir, planificar, ejecutar y evaluar esas políticas culturales han necesitado definir un término – cultura – que ha estado sometido a los vaivenes del poder de unas personas y sociedades sobre otras. Un poder que se legitima precisamente en un modo de entender y promover algunas formas de convivencia humana en desmedro de otras.

Desde este lugar es imposible hacer cultura sin sustentarse en un cierto modelo de cultura que, naturalmente, no es neutro en términos de derechos y obligaciones y que, con demasiada frecuencia, significan privilegios para unos y onerosas cargas para otros.

Desde la esclavitud y los varios apartheids que supimos construir hasta las exclusiones varias que aun hoy sufren nuestras sociedades, la condición humana se ha basado en distintos modos de hacer cultura que construyeron entre sí relaciones polifacéticas y complejas. Heterogéneas, cambiantes, complejas y conflictivas; nos recuerda siempre Santillán Güemes.

La experiencia humana construye una apropiación planetaria que – en un sentido amplio – podemos rastrear hasta el principio de los tiempos. Los viajes de Marco Polo o la circunvalación del planeta son puntos de inflexión en ese proceso.

La globalización – entendida en su especificidad económica y financiera – es un momento de ese proceso de más largo aliento. La pequeña y la gran historia en términos de Kusch.

Una globalización que está sostenida por la superposición de las más diversas matrices de poder que abarcan desde la vida religiosa de los pueblos hasta los sistemas de distribución de contenidos de todo tipo: socialización, entretenimiento, arte, educación, etcétera.

Sus resultados – los de la globalización – están a la vista; alcanza con leer las conclusiones del informe NUMA 2013 o, para ser más claros, sus advertencias sobre la crisis ecológica terminal que vive el planeta para entender que el actual orden global no sólo es injusto – que ya sería bastante – sino profundamente riesgoso para el sostén de la vida humana misma. Y sin embargo está sostenido por unos modos de hacer cultura que desplazaron, y siguen desplazando, a otros posibles.

No es este el lugar para un análisis pormenorizado de estas matrices de poder que intentan gobernar el mundo pero sí para decir que el hacer cultura no puede ser indiferente a sus tensiones, conflictos y oportunidades. Y de hecho, cuando así se pretende, resulta sospechoso por lo que calla.

Hay, por lo menos, tres aspectos críticos en cualquiera de los modos de hacer cultura sobre los que debiéramos llamar permanentemente la atención:

– la matriz energética de nuestras sociedades por ser la principal amenaza a nuestro nicho ecológico; su concentración en pocas manos; cómo se vincula con nuestros hábitos de consumo; de transporte; con nuestros modos de vivir, en suma.

– la matriz de distribución del ingreso en tanto representación, por un lado de la dignidad de la vida humana y por otro de la inviabilidad de un consumismo insostenible para la salud del planeta tanto como para la convivencia entre la opulencia de unos y las más absoluta marginación de las mayorías.

– la matriz cultural planetaria que no termina de suprimir todas las tendencias etnocéntricas incubadas durante la modernidad pero que tampoco debiera consagrar un relativismo cultural que, en su nombre, tolere las más flagrantes violaciones a los derechos humanos. La situación de la mujer en algunas sociedades es un claro ejemplo del límite imprescindible a la diversidad cultural.

Las tres – y sólo como extremos – se pueden sintetizar en una cuestión de la cual el hacer cultura no puede extrañarse a riesgo de volverse inhumano: la distribución del poder material y simbólico entre las personas y las naciones.

Por eso el hacer cultura siempre debe entrañar alguna distancia con el poder. Mínima a veces; hasta el más crudo enfrentamiento otras. Cuando esa distancia se pierde corre el riesgo de volverse simple propaganda oficialista sin que importe el color del oficialismo.

Poco importa que el oficialismo lo sea de un gobierno, de una ideología, de una corporación multinacional o de cualquier forma de concentración del poder.

De lo cual se deriva la cuestión paradigmática ¿Para qué hacer cultura? Para ser humanidad; la única especie animal que desarrolló conciencia de sí misma y, por tanto, necesita explicarla, significarla. Y proyectarla en el tiempo y el espacio de la gran historia sin perderse en los intersticios de las pequeñas historias de las elites, de cualquier naturaleza, incluso las llamadas elites culturales.

por Fernando de Sá Souza
que-gestionamos.blogspot.com

27 de Febrero de 2015

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