Tal vez recuerden que desde mi ventana veo tomar sol a Topi, el gato blanco del barrio. Visita con regularidad mi jardín y la puerta de mi cocina para reclamar su alimento.
Tan noble y buen gato con los humanos, no lo es tanto con sus congéneres. Pero hay otra cosa que me disgusta: tiene que cazar. Este mandato ancestral lo cumple al pie de la letra.
Es así como la muerte (perdón por la crudeza), la muerte también llega a mi patio. Su debilidad son las torcacitas, aunque a veces cae algún que otro hornero desprevenido.
Pero lo que vi ayer desde mi ventana superó todos los límites. Topi estaba recostado cual esfinge en el centro preciso del jardín, a su lado yacía un gran chimango. Estaba tendido boca arriba con sus alas desplegadas, inmóvil, con esa inmovilidad que perturba al más valiente.
Salgo de prisa en busca de ayuda para retirar el “cadáver” de mi vista. No me gustan los cadáveres, y menos los que tienen plumas. Es una extraña fobia que me acompaña desde la adolescencia…
A mi regreso, la escena había cambiado. El gato del barrio estaba “cazando” en la puerta de la cocina, como es su costumbre. El chimango… había desaparecido. Aunque un poco más tarde, cuando la noche estaba por ganar terreno, lo veo caminando muy firme en el fondo del jardín. Eso sí: volaba a escasa altura y con alguna dificultad.
Demás está decir que a Topi lo saqué de la escena. Le permití entrar a dormir en su sillón preferido luego de satisfacer su eterno apetito.
Por la mañana, el chimango picoteaba muy tranquilo cerca de los helechos. Más tranquila quedé yo cuando lo veo despegar hacia el muro más alto.
También me llamó la atención, y casi en la misma zona, una mancha blanca detrás de las plantas. Me acerco cautelosa, ¡y vaya sorpresa!, Topi -la mascota del barrio- sale a recibirme de lo más cariñoso…
Gato y chimango habían hecho las paces.
Por Susana Guillot – 01-10-20