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El Inventor del Futuro
“La íntima convicción del eterno recomenzar de todas las cosas”
El Inventor del Futuro

Cuando la idea del progreso indefinido reinaba en Europa, la obra de un escritor se convertía en el gran símbolo de ese mundo optimista y lleno de certezas: Julio Verne. Sin embargo, en sus últimos textos, mucho menos conocidos que sus clásicos de literatura fantástica, dejo ver una aciaga mirada sobre el destino de la humanidad.

Como en la mayoría de las cosas, Paris no fue así desde un principio. A comienzos de 1852, bajo el imperio de Napoleón III, la ciudad fue rediseñada, cubriéndose de carreteras y redes ferroviarias, de nuevos parques y avenidas. Con la dirección del prefecto Georges Haussmann, se construyeron la Opera, los parques de Vincennes y Boulogne, la Escuela de Bellas Artes y el Arco del Triunfo.

También,  como en la enorme mayoría de los casos, para construir lo nuevo hay que destruir lo viejo. Haussmann no dudó y arrasó extensas zonas del Paris medieval, dando lugar a extensos y anchos boulevares. En una época en movimiento febril, las ciudades debían ser lugares que permitieran el paso. El mundo actual se había puesto en funcionamiento y París, que ansiaba ser su capital, se veía empujada había metas jamás soñadas.

En ese Paris, en enero de 1863, Julio Verne, que había nacido en Nantes 35 años antes, firmó un contrato con el editor Hetzel en el que se comprometía a entregar tres novelas al año. La colección se tituló “Viajes extraordinarios”. Poco tiempo después, se publicó la primera de las obras: Cinco semanas en globo.

La Vuelta al Mundo en 80 Días

El Mundo Capturado
En 1837, el ensayista ingles Thomas B. Macaulay elaboró una lista tan interminable como fervorosa acerca de las virtudes de la ciencia: “Prolongó la vida; mitigó el dolor; extinguió las enfermedades; dio nuevas seguridades al marino; suministro nuevas armas al guerrero; unió grandes ríos  y estuarios con puentes de forma desconocida para nuestros padres; iluminó la noche con el esplendor del día; extendió el alcance de la visión humana; aceleró el movimiento; anulo las distancias; permitió al hombre descender a las profundidades del mar; remontarse en el aire; penetrar con seguridad en los mefíticos recovecos de la tierra; recorrer países en vehículos que se mueven sin caballos; cruzar el océano en barcos que avanzan a diez nudos por hora contra el viento. Estos son solo una parte de sus frutos, y se trata de sus primeros frutos, pues la ciencia es una filosofía que nunca reposa, que nunca llega a su fin, que nunca es perfecta. Su ley es el progreso”.

Con el mismo entusiasmo, la literatura de Verne se constituyó en un catálogo prolífico de la capacidad científica del ser humano. En su obra prima la idea de inminencia. Todo puede suceder, aquí y ahora. Todo puede hacer el hombre, que ale a la caza de lo que le rodea, saltando tiempos y lugares. El doctor Otto Linderbrock, personaje central de Viaje al centro de la tierra, proclama: “¡El aire, el fuego y el agua aúnan sus esfuerzos para oponerse a mi paso! ¡Pues bien, ya se verá lo que puede mi voluntad! ¡No cederé, no retrocederé, no retrocederé ni un paso y veremos quién puede más, si el hombre o la naturaleza!”

La puntualidad, la calculabilidad y la exactitud impuestas por la creciente complejizacion de la vida moderna son claves en la caracterización de los personajes de Verne. Phileas Fogg, el hombre que da la vuelta al mundo en 80 días, es “una de aquellas personas matemáticamente exactas”.

Durante la travesía, en la que utiliza todos los medios de transporte, desde ferrocarriles y paquebotes hasta trineos y elefantes, el gentleman pone en evidencia sus “maravillosas cualidades de sangre fría y exactitud”.

A fines de la década de 1860, las novelas de Verne se multiplicaron con la misma rapidez que la cantidad de lectores, y en cada una de ellas hay ecos de ese optimismo tecnológico. Sus personajes declaran: “La tierra se ha empequeñecido, ya que se la recorre ahora en diez veces menos tiempo que hace cien años”. El mundo había sido capturado y era necesario expandir el imperio de la razón. “Iremos a la Luna para tomar posesión de ella en nombre de Estados Unidos.

Para colonizarla, cultivarla, civilizar a los selenitas y constituirlos en Republica”, exclama en De la Tierra a la Luna uno de los personajes que, en una muestra de que las capacidades predictivas de Verne eran falibles no se apellidaba Busch.

Viaje a la Zona Oscura
Entre 1870 y 1871, la ciudad de los grandes edificios y los anchos boulevares se convierte en el escenario de la guerra franco- prusiana y la intentona revolucionaria de la Comuna de París. Más de veinte mil comuneros mueren defendiendo la ciudad contra el ejército de la Alianza Nacional.

Verne se opone firmemente a la guerra. “Nunca he tenido ganas de sacudir a los prusianos y menos aún de ser sacudido por ellos, lo que muy bien pudiera suceder. Convengamos que todos los combatientes valen lo mismo”, declara.

Ya en De la Tierra a la Luna (1865), se había manifestado el antibelicismo del autor. Uno de los “astronautas”, Michel Ardan, le impide al secretario del Cañón Club, Maston, herido de guerra, viajar hacia la Luna. “No quiero llegar a la Luna mostrando que aquí, en la Tierra, han inventado algo que se llama la guerra, que destruye a los seres, que los priva de brazos y piernas, que los aniquila”, explica.

En 1870, Veinte mil leguas de viaje submarino se constituyen en una advertencia a la creciente violencia que observa el escritor. El editor Hetzel, por temor a la censura ejercía por el gobierno de Napoleón III, le propone que atempere el “odio implacable” en el que vive sostenido el protagonista de la novela, el capitán Nemo. Pero Verne se niega. “Comprendo que, a su entender, no sea demasiado educativo para los niños mostrarles el odio, pero es un hecho incuestionable que el odio existe no solamente entre individuos, sino también entre naciones”, le escribe a su editor.

Posteriormente, van surgiendo en su obra zonas más críticas y pesimistas, que se manifiestan con más fuerza en sus últimos relatos, como Robur el Conquistador o El Eterno Adán. En esos textos  que, en general, no han formado parte de las colecciones juveniles. Verne previene de los peligros que se pueden cometer en el afán de “progresar” en las ciencias.

En Robur, se libra un combate entre los partidarios de si un artefacto para elevarse debe ser “más ligero” y “más pesado” que el aire. En las últimas líneas, el personaje que le da nombre a la novela concluye: “Yo parto, pues, y llevo mi secreto conmigo. Pero no será perdido para la humanidad. Le pertenecerá el día en que esté bastante perfeccionado para sacar provecho de él y bastante estudiado para no abusar de él”. En la misma obra, el nuevo rey de Dahomey intenta sacrificar  sesenta mil hombres para honrar al soberano que reemplazará.

Pero el eterno Adán, relato póstumo publicado en 1910, donde Verne se revela sus dudas acerca de una concepción lineal del progreso humano. En la primera parte, un sabio zartog llamado Sofr, relata como la humanidad escapa de su estadio de “salvajismo” original y, “en la lucha ininterrumpida contra la naturaleza, llega a la amplitud de su victoria”.

Sin embargo un descubrimiento en las explotaciones mineras contradice esas teorías evolucionistas. Entre los restos encontrados en las capas subterráneas se hallan cráneos descubiertos de un tamaño mayor al de los hombres de su tiempo. Luego, Sofr descubre un extraño manuscrito, que tras superar muchas dificultades logra descifrar. En él, un habitante de  civilizaciones muy anteriores narra la visión del mundo de su tiempo, con avance científicos más avanzados al tiempo en el que vive zartog. La causa de la desaparición de la antigua civilización se debe a un cataclismo, que hace que los pocos sobrevivientes vivan en un estado de aislamiento, sin poder comunicar toda su sabiduría a sus descendientes. El zartog, tras leer el manuscrito, imagina el terrible drama que se desarrolla perpetuamente en el universo y adquiere “la íntima convicción del eterno recomenzar de todas las cosas”.

La relectura de la obra de Verne permite volver a situarnos en dos adolescencias. Si, por un lado, trae a la memoria el fin de  la propia infancia cuando los sueños de ser astronauta o un explorador comenzaban a achocar con la aparición de los complejos, también se recuperan los recuerdos colectivos de la adolescencia del mundo contemporáneo, de aquellos tiempos en los que comenzaron a surgir las voces de disonancia mientras primaba un optimismo hegemónico y avasallante.
Debate – 05-05- 05 – Por Manuel Barrientos

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