“Chicos a tomar la leeeche…”. El grito de la madre o la abuela atronaba en la vereda como un clarín convocando la tropa a formación. Entonces el piberío se desparramaba casa por casa.
Mascullando bajito algún insulto, o gritando un “después la seguimos” sin destinatario fijo, cuando había que abandonar una carrera con los autitos cargados de plastilina, o suspender un encarnizado partido de bolitas. De todos modos, ir a tomar la leche generaba sentimientos ambiguos. Por una parte, la frustración del juego interrumpido. Por otra, la alegría de “llenar el buche” con el tazón de café con leche o mate cocido y pan con manteca, dulce de leche o galletitas. Los más afortunados acompañaban el brebaje con facturas o alguna repostería casera. En no muchos hogares, los pibes completaban el ritual mirando en el televisor que transmitía en blanco y negro, lo que había entre las cinco y seis de la tarde: las series estadounidenses Pájaros de acero, Rin Tin Tin, Lassie, Laramie o los criollazos Capitán Piluso y Coquito, entre los más celebrados.
En esos minutos que volaban como flechas, el goce iba dejando paso a la tristeza para aquellos que iban a la escuela en turno tarde, porque llegaba inexorable y fatal, la hora de los deberes. La “tarea para el hogar” disparaba toda clase de recordatorios a los ancestros de la maestra. Cuando pasaban los minutos y el cuaderno borrador seguía virgen, aparecía el apuro porque a las siete empezaba Titanes en el Ring, y no era cosa de perderse la pelea de Karadagián con La Momia o El Caballero Rojo versus El Ancho Peucelle.
Pero esa rutina que en el siglo XXI llamaríamos “estresante”, en ciertos días se alteraba cuando había algún cumpleaños, uno de los principales acontecimientos sociales. Y la fiestita tenía su folclore: alguna pelea, el coqueteo con las nenas, los sanguchitos, la torta e infaltable, el chocolate. Ese chocolate festivo que variaba según las posibilidades de la familia del anfitrión. Los más cotizados eran los chocolates “de verdad”; es decir, esa misteriosa alquimia en que estaban iniciadas las madres y las hermanas mayores, porque era muy raro ver un padre involucrado en esos menesteres. El prestigio del chocolate “de verdad” se debía a que lo elaboraban con auténtico chocolate. La clave, el Chocolate de Taza Aguila, entre los más prestigiosos. Porque existían otros “chocolates” no tan atractivos.
La cascarilla, la cocoa… cuyos sabores difieren enormemente del chocolate de taza. La diferencia no es sólo el sabor, también está el precio.
Corrían los años ‘60 y el piberío se tragaba la vida repartiéndose entre la escuela, la vereda, el potrero, el Balneario Municipal, los parques y plazas… Entonces los jarros con esos brebajes de dudosa materia prima que llamaban chocolate, y ante los cuales el chico piadosamente disimulaba su escepticismo, poblaron las fiestas escolares, los eventos del club del barrio o la sociedad de fomento y los cumpleaños en infinitos hogares. Ese olor característico que que escapaba por la ventana de alguna casa, adelantando la fiesta por venir.
Pero el chocolate casero tenía rivales de fuste: el inconfundible Toddy fue uno. Se presentaba en polvo, envasado en tarros de cartón. El Toddy en polvo solía servirse en lecherías y bares, batido con leche, azúcar y acompañado por vainillas. El ariete con el que Toddy doblegaba voluntades, fue la pequeña botellita de vidrio que para el pibe goloso o sediento, duraba menos que un suspiro. Con él competía Vascolet, de fórmula y sabor diferentes, pero igualmente demandado. En paralelo y haciéndose fuerte en las mesas hogareñas, aparecieron Nesquik, Zucoa y la Cindor; cuya botella de tamaño y sabor similar al Toddy, dividió aguas entre los pequeños consumidores.
Para los argentinos consumir chocolate en encuentros públicos para los 25 de Mayo o un de Julio, es casi un ritual. Y lo seguirá siendo cuando la pandemia covid – 19 sea sólo un mal recuerdo. Porque es un honroso y querible rito nacional.
Muchos de aquellos pibes que en los años ‘60 vibraban ansiosos al oler un chocolate caliente, seguramente cumpliendo la “colimba” en algún lejano destino de la Patria, sintieron una emoción nostalgiosa cuando pasaba el cucharón del ranchero, llenando el jarro con ese líquido oloroso y amigable, en algún Día de la Patria.