La gran mayoría de los árboles que pueblan la argentina no son oriundos de nuestras tierras.
Llegaron en general del viejo continente y en algunos casos, tuvieron introductores celebres.
Si el calificativo de “gringo” en nuestro continente es usualmente aplicado a lo de afuera, a lo que no es nativo, a lo que habla en otra lengua, el neologismo habilitaría la idea para asegurar que gran parte del aflora más habitual en nuestro país en realidad se aquerenció, y aceptó ciudadana con el paso de las generaciones.
Y esta interpretación no faltaría, en rigor, a la verdad, porque lo hoy forma parte natural- bueno es decirlo- no existía hasta el Siglo XIX.
El historiador e investigador argentino Carlos Antonio Moncaut- de extraordinaria erudición en todo lo relativo a establecimientos rurales, su desarrollo e incidencia histórica y también en la flora argentina- relata hechos tan apasionantes como novedosos , que permiten imaginar la transformación que se vivió nuestra región, y su paulatina forestación.
Al parecer, hasta 1815 o 1816, no era posible divisar en la región bonaerense álamos, según consta en un decreto conmemorativo del General José de San Martin, en ocasión de honrar la persona del estanciero Juan Cobo, quien fuera su introducción.
Se estima que los nogales y los paraísos llegaron también por esos tiempos. En cambio, la morera comienza en el año 1836 su historia en estas tierras.
Francisco Narciso Laprida (gobernador de San Juan y firmante del Acta de la Independencia, como presidente de las sesiones) paree haber sido quien trajo unos frascos con brotes de sauce llorón. Al que le siguieron el fresno, el plátano, la encina y el olmo.
Según el mencionado Moncaut, el abuelo de Juan Manuel de Rosas (Clemente López Osornio), fundó la estancia “Rincón de López” a orillas del rio Salado y, estando al frente del establecimiento Gervasio Rozas- muy amigo de Ambrosio Mitre (padre de Bartolomé), que había enviado a ese campo a su hijo para que curara algunos trastornos de salud- , fue informado por Anselmo Sáenz Valiente en una visita al lugar sobre la actividad de Bartolomé, sorprendido zanjeando y plantando árboles (olmos) en lo que era el parque la estancia: esto fue interpretado por Don Ambrosio como una pérdida de tiempo, por lo que ordenó a Bartolomé que regresara inmediatamente a Buenos Aires.
Existe un acta firmada por Charles Vereecke (belga de origen) en su Estancia de San Juan, en 1875, donde consta que fueron las propias manos de Domingo Faustino Sarmiento las que hicieron entrega de las primeras semillas de eucalipto, las que, según el famoso maestro, serían “el árbol de Buenos Aires, el marido de La Pampa, que vivió viuda y solitaria”.
El documento fue suscrito por otros importantes estancieros de la época: Martin Iraola, Manuel Guerrico, Leonardo Pereyra y otros.
Fue por entonces que comienzan a aparecer eucaliptos en otros establecimientos. Por ejemplo en San Felipe (de Pastor Senillosa), en Santa Rosa (de Carlos Casares), en La Armonía (de Cobo), en La Larga (de Julio Argentino Roca), y en otras muchas.
Tradiciones Argentinas – Colección Folklore Nuestra Música – 1998