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Batalla de Salta
Los realistas tuvieron 480 muertos y por el lado patriota dejaron la vida 103 hombres
Batalla de Salta

Después de la derrota y huida de Tucumán, Pío Tristán se atrincheró en la entrada de Salta, dominando el Portezuelo. Manuel Belgrano, guiado por baqueanos (el capitán Apolinario Saravia se ofreció a guiarlo por la quebrada de Cachapoyas), en una marcha accidentada y penosa, por la noche y bajo la lluvia, llevó al grueso de su ejército hacia el Norte, donde el 18 de febrero de 1813 se apostó en el campo de Castañares.

Saravia se disfrazó de pastor y con una recua de mulas fue hasta la ciudad para conocer la disposición de las fuerzas realistas. El 19 por la mañana, gracias a la inteligencia proporcionada por Saravia, Belgrano movió sus fuerzas dispuestas para preparar el ataque el día siguiente.

Al enterarse Tristán de la maniobra patriota, desplegó una compañía de fusileros en la falda del cerro San Bernardo, reforzó su flanco izquierdo y preparó los diez cañones que le quedaban (había perdido casi toda la artillería y el parque de pertrechos en Tucumán) para resistir el ataque.

A la mañana siguiente, 20 de febrero, marchó el ejército de Belgrano en orden de batalla, con la infantería al centro, un escuadrón de caballería en cada flanco y una poderosa reserva que puso al mando de Dorrego.

Cuadro al óleo de la Batalla de Salta, de Arístene Papi

Apenas iniciada la lucha, Eustoquio Díaz Vélez, comandante del ala derecha, recibió una herida de bala mientras recorría su vanguardia, lo que no fue obstáculo para que volviera a la acción. El primer choque fue rechazado, porque era muy difícil acceder a los tiradores del ejército realista apostados en el cerro por lo empinado del terreno.

Cerca del mediodía, Belgrano ordenó a Dorrego encarar con su reserva las posiciones del San Bernardo, mientras la artillería patriota lanzaba fuego graneado sobre el flanco realista.

Al mismo tiempo, el abogado militar encabezaba un ataque de la vanguardia de su caballería sobre las posiciones españolas que defendían la ciudad, mientras las compañías de infantería comandadas por Forest, Pico y Superí arrollaban las líneas enemigas, llegando hasta la ciudad y completando el cerco por el lado opuesto.

Las fuerzas españolas habían sido tomadas inesperadamente entre dos fuerzas, sus propias fortificaciones dificultaban sus movimientos y terminaron refugiándose en la Plaza Mayor, donde todavía había unas escaramuzas. Tristán mandó a tocar las campanas de la iglesia de la Merced, anunciando su rendición.

Pese a que podía exigir una rendición incondicional, Belgrano «despedazado su corazón al ver derramarse tanta sangre americana» aceptó la capitulación de Tristán, cuyos 2.786 hombres salieron del sitio con honores, entregaron dos mil fusiles, carabinas y espadas, los diez cañones y el resto del parque, juramentándose a no tomar las armas de nuevo contra las fuerzas argentinas.

Al proceder de esta manera, el jefe patriota esperaba ganarlos para la causa, pues la mayor parte de las fuerzas de Tristán eran americanas, como su jefe, natural de Arequipa. Éste, además, había sido condiscípulo de Belgrano en Salamanca, habían convivido en Madrid, y además habían compartido amores por la misma mujer en la capital española.

Los realistas tuvieron 480 muertos y por el lado patriota dejaron la vida 103 hombres. Fueron enterrados en una fosa común donde el gobernador Feliciano Chiclana mandó poner una cruz de madera con la inscripción «A los vencedores y a los vencidos». Allí hoy se erige el monumento al 20 de febrero, obra de Torcuato Tasso y Lola Mora.

Venancio Benavídez, uno de los líderes del grito de Asencio y que se había pasado a las filas españolas por discrepancias disciplinarias con Belgrano, cayó muerto de un tiro en la cabeza en los enfrentamientos habidos en la ciudad.

El juramento de los derrotados fue dispensado por Goyeneche, que los hizo relevar de su obligación por los obispos de Charcas y La Paz, quienes llamaban «herejes» a los rebeldes de Buenos Aires.

No obstante, la mayoría de los vencidos, Tristán incluido, cumplieron con su juramento al pie de la letra, y no sólo no volvieron a empuñar las armas contra los patriotas, sino que fueron propagandistas de la causa independentista.

Los perjuros fueron fusilados cuando cayeron en poder del Ejército del Norte, como ocurrió con los capturados en el famoso incidente de los tres sargentos de Tambo Nuevo.

El 20 de febrero de 1813, en la batalla de Salta, por primera vez un ejército patriota enarboló en combate la bandera nacional que había sido creada casi un año antes por Manuel Belgrano, precisamente el jefe triunfador.

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