Al Pie de la Letra
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Relato de Pablo Diringuer
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La libre interpretación de las cosas; como todos éramos distintos, huellas digitales pegoteándonos hasta el cansancio en los tatuajes que teníamos como caras, nada resultaba ser coincidente entre unos y otros en los miles de millones que respirábamos sobre la tórrida superficie terrestre.

En la horizontalidad de la mirada; en la lejanía concentrada y perdida del vacío visual sólo éramos gotas de agua u hormigas negras o coloradas trabajando sobre el humus antes de introducirnos en los túneles de la oscuridad. En la cercanía del interés por sobre el otro; el individuo; todos, absolutamente todos nos curtíamos de ondas diferentes cuyos pulgares hacia arriba o hacia abajo nos fotografiaban y delataban el sinnúmero de lo distinto. Los juanes pérez estábamos inundados de arbitrarias y arbitrariedades inexplicables en un principio explicativo, mas luego, el avance genético científico desasnó la ignorancia  perezosa de conocimiento.

Esa poca distancia entre nosotros vapuleó los cristales y allí sí; esas cataratas enceguecedoras de la omnipotencia engreída, dio paso a la hospitalidad del tomar conciencia de las diferencias, del saber que, aunque sea un poro, transpiraría más o menos agua según su minúscula o no, dimensión crateriana. Ni mellizos; ni gemelos, ni trillizos ni cuatrillizos ni una mierda; todos distintos sin clones pintarrajeados en el interior de la superficie.

Por eso me enojaba un poco, casi bastante cuando en los primeros años del colegio secundario recibía por semejanza de letras el apodo de apellido de un bandolero cuasi famoso, surgido en los primeros años del siglo XX. Yo era «el de Chicago» y no había nada que hacer; no bastaba con hacerme el desentendido, no alcanzaba con la indiferencia de mi parte para dejarlo morir y que , al poco tiempo nadie se acordase de semejante hincha pelotez; yo vivía en un barrio del gran Buenos Aires y aquella ciudad gris, mascadora de chicles, no era para nada sinónimo de agradable de mi blanda personalidad.

Pero no había caso; cuanto más me lo proponía, peor resultaba; una gran fogata incineraba mis ingenuas intenciones de diluir mi descontento por un lado, y lo insidioso de la cargada general por el otro. Algún escaso compañero contemplativo, aquietaba las aguas de mi enojo pero sólo pequeños atisbos de lagunas nunca convencían a ese oleaje de evitar el irrumpir esa constancia de estallar en las orillas.

Hubo días engorrosos en predisposición a mi presencia en clase y, si bien, tal inclinación estaba influenciada también por la falta de dedicación al estudio, no dudé aplicar «la rata» con tal de no soportar el asedio de los más obsesivos a la hora de la cargada.

Así me ocurrió gran parte de ese primer año en ese colegio industrial que durante los primeros cinco o seis meses resultaron ser de algún modo torturantes. Sin embargo -y a pesar de los tiempos lógicos de cualquier adaptación- de aquella sensación molesta, señaladora constante de algo que no me gustaba para nada, hubo algo que, imprevistamente hízome cambiar de opinión y, -por qué no- de ánimo también; uno de los pocos compañeros que no me fallaron en la incipiente amistad me comentó que días atrás se había puesto a investigar en una enciclopedia que le habían regalado, todas esas décadas ya lejanas vividas y sufridas en el norte del continente americano, más precisamente en los Estados Unidos, de tal manera, surgió su espontaneidad de mencionarme a groso modo sus datos acopiados en su mente y que, prima facie, surgieron prácticamente a flor de piel; «Crisis económica del 30; Recesión; Falta de trabajo; Apogeo del Hampa; Ley Seca contra el Alcohol», etc. Pero hubo una que modificó mi estado anímico; una que, inesperadamente apareció en sus dichos arrancados del libro como si lo mejor de su lección hubiese levantado puntería hacia el final del examen. En sus últimas apreciaciones me mencionó al auge de la delincuencia, a muchas bandas de mafiosos o simples ladrones que azotaron en complicidad con policías y políticos el modo de vida tan complicado, inmerso en una gran crisis económica por aquellos años.

Y en el medio de semejante salvajismo y «salve quien puedismo» apareció un ignoto ladrón de bancos que, con el transcurrir de esos tiempos se había hecho muy famoso y, de alguna manera gozaba con la simpatía de gran parte de la población. El mismo se llamaba John Dillinger y, con su banda acompañante en los atracos, se había cansado de robar bancos, pero más que nada -según los dichos de mi compañero- después de los hechos, regalaba gran parte del botín a gente necesitada en esos años de gran recesión. De resultas, el común de la gente tomó partido rápidamente por él y, cada nuevo asalto disfrutaba solapadamente con una sonrisa como si hubiese sido la misma gente autora simbólica del hecho. Era como… un nuevo Robin Hood del siglo XX y no lo podían atrapar… Así fue hasta que… los diarios agotaron sus ediciones con sus fotos de portada; John Dillinger había pasado a la historia mientras su tinta corporal chorreaba charcos hasta los bordes mismos de las tapas. Ese día viernes de colegio, ya salido del mismo y camino a mi casa, mi compañero concluyó su relato de enciclopedia; ese fin de semana por mi barrio, tuve tiempo para las distracciones de siempre; los amigos del barrio, los despertares adolescentes, primeros cigarrillos o algún baile quinceañero… Pero no me había olvidado del personaje de Chicago, de su displicencia a la hora de robar un banco con ametralladoras y luego repartir parte de esos billetes verdes a gente que estaba en la lona. Sustancialmente me acordaba de éso… pero también de algo más y que tenía que ver estrictamente conmigo: ese día lunes siguiente en el colegio -como siempre- me volvieron a decir innumerables veces ¡Qué hacés Dillinger de Chicago! o ¡Ahí va el ladrón de bancos!; pero no me importó, me había empezado a sentir orgulloso de ese segundo apellido

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