Al Pie de la Letra
Era el mediodía, nosotras volvíamos de la escuela caminando solas y felices, por vez primera habíamos logrado el ansiado permiso de nuestros padres para retornar a nuestras casas sin la compañía de un adulto.

Recuerdos Acerados
La tarde en que vi brillar la navaja supe que el mundo no era como yo lo creía, ni siquiera era manso o de colores. El mundo es lo que es, decía siempre mi abuela, y yo también se lo digo a mis nietos.
Confieso que aquel día en cuestión me vi más pálida que mi amiga Nelly, pude corroborarlo al verme reflejada en los anteojos que ella usaba por su miopía. Bah, en realidad no sé si fue así, siempre parece que el miedo de uno es mayor al de los demás. El caso es que la respiración se me cortó por un breve instante, sentí los ojos agigantados y mi boca se abrió en forma de O mayúscula, sin mi permiso. El asombro dio paso a todo lo tácito que cabía en mi cuerpo de niña de sexto grado: estaba tiesa, muda y atemorizada. Nelly se mimetizó con lo peor que yo sentía y por primera vez fuimos gemelas en el espanto.
Todavía hoy al narrar los hechos, pienso qué es lo que querría aquel hombre de anteojos oscuros, traje negro y corbata al tono, blandiendo un arma a contraluz del sol, y sobre todo mirándonos con una sonrisa soez. Soez e indeleble.
Los movimientos que hacía con la hoja afilada cortaban el aire, juro que lo cortó en tantos pedacitos como se pueda imaginar al más difícil de los rompecabezas. ¿Mil trozos? ¿cinco mil? Armar esa escena no es tarea fácil.
Era el mediodía, nosotras volvíamos de la escuela caminando solas y felices, por vez primera habíamos logrado el ansiado permiso de nuestros padres para retornar a nuestras casas sin la compañía de un adulto. Si se trata de recuerdos preferiría olvidar que era 8 de marzo, es más, elegiría el olvido para siempre, pero la memoria hace lo que le place cuando se desboca y es por esa razón que, aún hoy, me viene con nitidez la imagen de los dientes blancos de aquel sujeto. Me excedía la blancura de su dentadura en contraposición a su tez oscura, me excedían sus manos cuidadas con las uñas cortas y prolijas en contraste con su voz grave, ronca y descuidada, preguntándonos acerca de si le teníamos miedo y muchas otras palabras que no pienso repetir. No las pienso decir por feas, por impropias, por obscenas, por impúdicas y libidinosas, aunque tengo claro que las palabras no tienen la culpa.
Nelly había reaccionado a tamaño atropello y tomó la delantera y comenzó a correr como si fuera la mejor maratonista del mundo y yo no me quise quedar atrás. Corrimos una cuadra y media, sin siquiera darnos vuelta; ella entró a su casa y yo a la mía, éramos vecinas.
Cuando mi madre me vio transpirada y con las piernas mojadas por el pis me miró con signo interrogatorio. El miedo no es zonzo, pero la verdad a veces huye por miedo a la pérdida de la libertad, y le dije que me había hecho pis de tanto aguantar toda la mañana.
Ella sabía que no me gustaba ir al baño de la escuela, un poco por la angustia femenina de no saber qué era eso de ser “señorita” y el cuento de mi madre de que me daría cuenta al ir al baño, poca información y mala, y otro poco porque los baños escolares siempre huelen pis acumulado solo que el líquido que ella había derramado había sido de color rojo.
De más está decir que, aún hoy, cuando nos sentamos a tomar unos mates a la sombra de un viejo sauce compartimos el silencio de aquel 8 de marzo, no vaya a ser que de tanto hacer memoria y contar los hechos con más detalle, nos demos cuenta de que el hombre de traje negro todavía vive dentro nuestro, a expensas de tanto recordarlo.
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