Al Pie de la Letra
Las plantas y/o árboles que se niegan a morir así porque sí y en el vilipendio del castigo provocado por el que las necesita y reniega de las mismas, la tierra y su hermana naturaleza, descreen de dioses y se consuelan en un reacomodamiento casi inexplicable.

Racimos de Pétalos
Las flores… Primero esa raíz que hizo crecer el tallo y después el ascensor hacia el sol en ese cuello largo de una especie de madera verde que multifurcó en venas cuyo fin reciclado dio los pétalos de los más inverosímiles colores. Amor, amores de flores. Y las llevé envueltas en un fino papel húmedo de lágrimas a ese velorio en el cual transpiré ojos en el espontáneo observar a ese ser querido, quieto entre cuatro paredes ajustadas en derredor de su cáscara infame de quietud.
Supe también del racimo sentimental de viejas usanzas reflejadas en nuestras pieles jóvenes sin arrugas postmodernas, porque cuando oxigené mi relajada situación de pareja, los pétalos de esas rosas hicieron brillar los ojos de ella que la sorprendieron en medio de esa avenida llena de espera mientras el fastidio la inundaba de cables pelados llenos de chispazos; y las flores, una vez más, acariciaron el corazón de los enamorados sin tangos ni poemas de Neruda.
La ironía supo tener su lugar en el irrisorio destemplar calenturas directas a ese golpe en el mentón de los que no se soportan y las flores diagnosticaron el decir de una hipocresía ineludible en el enfrentar una pseudo violencia sin horizontes claros de pacificación: -«Es una gran persona -suelen decir- hasta Satanás debe comer frijoles en su mesa con mantel» obviamente este tirar flores con pétalos muy poco volátiles al viento como hacer transitar esas palabras punzantes por otro circuito en un aparente camino viable cuyo cartel enfrentado no es otro que el círculo rojo del contramano.
Las flores siempre fueron las elegidas en las actitudes de los humanos mientras las abejas o los picaflores y algunos otros menos populares las revolotean y su polen salpican orgasmos fumigadores de felicidad en medio de un arcoíris de trescientos sesenta grados en el que nadie se distrae de su impronta.
El poder de las flores y el famoso “Flower Power” de aquella década hipona en donde todos se amaban a todos y las ropas mostraban el desparpajo de colores al instante y sin prejuicios de ninguna índole y la música resultaba ser en la práctica otra flor más del enjambre que abrazaba al que quería y al que no, al que necesitaba y al que no, y a las armas del oprobio y la muerte, las flores se animaban a castigar en su gran metáfora de un fruto colgando de un cañón mientras el humo de la pólvora se disipaba por el aroma de una simple margarita.
Las plantas y/o árboles que se niegan a morir así porque sí y en el vilipendio del castigo provocado por el que las necesita y reniega de las mismas, la tierra y su hermana naturaleza, descreen de dioses y se consuelan en un reacomodamiento casi inexplicable a pesar de ese castigo; hasta he escuchado por ahí voces de la incomodidad de ver marchitar porque marchar no pueden en la quietud de su arraigo al lugar de su nacimiento.
El romanticismo de las flores y su néctar perfumado que gracias al viento traspasan océanos y llegan trepadores de edificios y se filtran por hendijas y también células portadoras de pieles recubiertas de corazones mientras los ojos brillan y humedecen tallos visuales que llegan bien dentro del uno y del otro, tanto como para contrarrestar la infamia, la indiferencia hacia los que no tienen nada y sólo lo puesto que los envuelve en esa carne que se derrite en el almanaque del planeta que gira y gira y nadie sabe hasta dónde.
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