Al Pie de la Letra
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Rostro Angelical
Relato de Pablo Diiringuer en un boliche como hay muchos, pero en este te cortan el rostro
Rostro Angelical

Las mesas estaban muy mezcladas entre sí, y cada espacio delimitado de intimidad, era por demás nada separado del que se tenía al lado; eso permitía intercambiar lo gestual de cualquiera con cualquiera amén de la palabra que todo lo imponía cuando así lo infiriese.

Rostro Angelical
Las luces de lugar, eran bastante bajas, hasta parecían frecuencias luminarias de velas a punto de fenecer. Estaba bueno ese espacio no tan chico lleno de mesas y música acorde a la onda palermitana que no resultaba ser italiana del pueblo europeo. Era otra onda, tenía más que ver con ese aire medio hipón, medio caretón del barrio hollyhoodense de la Ciudad de Buenos Aires que todo lo imponía, que todo lo profanaba a la hora de la referencia de gentes y lugares.

Yo estaba en un bar; pero no en un bar cualquiera cervecero y alcohólico de la urbe; no, allí la onda generalizada de los procreadores de situación más los de la tribuna iban a ello: hacerse desear por el otro. No estaba escrito en ningún lado pero a juzgar por el comportamiento de los habitué, tranquilamente podíase inferir que tales frecuentados del sitio eran muy permeables a los acontecimientos y situaciones propuestas desde la locura circunscrita inculcada por los dueños del lugar. Calle Gurruchaga dos mil y pico y ese perfecto lugar acorde a las circunstancias casi descontroladas del quererlo todo y conformarse con una parte.

Generalmente la música británica enfrascada en el rock, diseminaba los mejores temas de las también mejores bandas y allí convivían los de antaño con las últimas novedades. Pero todos lo sabían y disfrutaban a flor de labio cada una de sus letras empavonadas del aire capitalino y porteño.

En esas cuadraditas mesas bronceadas de marrón nocturno tragos de todo tipo desparramaban maníes, papas fritas y quesos como tinturas de un buen teñido necesitado como el agua misma.

Pero allí el agua no era más que un notable líquido transparente preso dentro de ignotas canillas ya sean éstas en el habitáculo piletero de las bachas o esos lavabos de baños humeantes de necesidades pueriles de juventud.

Ir con mi amigo Lems se había transformado en una situación casi necesaria cada uno de esos sábados en donde nada estaba claro en la previa del quehacer venidero del fin de semana; más sino se estaba de la mano de ninguna femenina que así lo propusiese tanto como la necesidad de un labio entrelazado de ambos sexos.

Las mesas estaban muy mezcladas entre sí, y cada espacio delimitado de intimidad, era por demás nada separado del que se tenía al lado; eso permitía intercambiar lo gestual de cualquiera con cualquiera amén de la palabra que todo lo imponía cuando así lo infiriese. Música, luces, mesas y gente, y allí en el medio del espectáculo sensitivo, ella; un hermosa chica devenida de ese bar que se las arreglaba para centralizar las miradas hasta de los más despistados visitantes del lugar. Ella era una morocha de pelo muy corto y ojos claros que relucían en la tenuidad lúgubre del ambiente; jamás pasaba desapercibida y su don espontáneo de amabilidad se intercalaba con su sensualidad provocada adrede casi tanto como cómplice de una franela casi pegajosa a flor de piel.

Sucedía que, ante tanta gente y griterío espontáneo de voces, la imagen de ella imponía ser un desvío casi obligado por lo menos de la vista hacia el paisaje que inmediatamente invadía el espectro: -¿Qué se van a servir? –decía- y su imagen resaltadora en el negro que la vestía, exhalaba además de la foto, esos perfumes franceses o qué sé yo de dónde más su aliento embadurnado de algún alcohol cómplice que todo lo mezclaba. La frutilla de su postre resultaba ser que, ante cada acercamiento a la mesa que fuese, ella se apoyaba en la misma con su codo como casi inclinándose, como si también su acercamiento a las orejas de todos necesitase saber y escuchar mejor el requerimiento del pedido. Parecía suceder que en ese acurrucamiento sobre la mesa, su culo se hinchase sobremanera con lo cual imposible no prestar atención a semejante posición de ella sobre la cercanía de lo ocurrido. Lems me decía que todo el tiempo lo hacía y que de nada serviría hacerse el bocho con su insolencia proclive a ratones eróticos y errantes productos de cualquier parroquiano. Hasta pensé en algún momento que la tenía conmigo; pero no, Lems se encargó de bajarme los decibeles al subsuelo cuando –en los hechos posteriores- comprobé que cada vez que lo hacía en su insinuación, no era más que una de tantas que solía hacer ante todo aquel que le pidiese algún trago.

Ella se llamaba –o le decían- “Labiú” y su impronta desprejuiciada y cómplice del clima del lugar, rebasaba grandilocuencia sobre todo a la hora del completar la noche que fuese de diversión y beneplácito ante gente que sólo quería pasarla bien. Y ella lo lograba en ese complemento sin retardos ni obligaciones postergadas de onda complaciente con el buen estar y sentir. Eran cinco meseras que atendían pero se las arreglaba para netamente sobresalir y ser el centro de todas; las otras cuatro si bien eran muy amables, los pedidos siempre estaban dirigidos hacia ella que se las ingeniaba para deslindarlos hacia las demás. Hasta parecía ser una encargada o algo así, pero no, era reglamentariamente una más aunque… se rumoreaba que salía con el dueño del lugar y en más de una ocasión él –el “jefe”- se las arreglaba para declamarlo a los cuatro vientos y demostrar ante todo el público que tenía declamada incidencia por sobre su persona. Ella –demás está decirlo- también resultaba ser cómplice de la situación y actuaba en consecuencia, esto era, cada vez que él le señalaba algo, ella lo franeleaba de palabra para terminar cumpliendo casi al unísono el requerimiento necesitado.

Con el tiempo, la relación entre ellos se agigantó y blanqueó ante todos; lo que hubo de ser implícito o solapado pasó a ser una cuestión más que clara y abierta ante la opinión de todos.

También las diferencias entre ellos eran más que notorias, y esa confianza existente de pareja pasó a mutar y alternar públicamente entre buenos momentos y otros que no lo eran para nada… bah, hasta podría sostenerse que a la luz pública resultaban ser por demás bastantes desagradables.

Se decía que él había estado ligado en algún momento del país a fuerzas policiales o militares o algo así; no se sabía, pero muchas veces las actitudes para con ella rozaban cierta similitud con lo imperativo, lo prepotente y lo desconsiderado. De tal manera, en unas de esas cuántas noches de albedrío y descontrol poblacional de gentío desbordante, los gritos de él hacia ella inundaban el ambiente y hasta parecían mezclarse con celos arraigados en el macho omnipotente hacia la hembra desprejuiciada de toda medida y provocativa de situaciones. Labiú, jamás perdió su onda consecuente de confianza en sí misma, tal era así, que siempre tomaba los pedidos apoyada en las mesas mostrando su culo como si nada y los ojos de la multitud nochera dilataban pupilas por los contornos curvilíneos y esbeltos de su figura esmaltada.

El amo y dueño del lugar pensó –tal vez- en comprender también, la posesión caprichosa y arbitrariamente de la persona de Labiú, cosa que inevitablemente habría de llevar a una situación límite entre ellos. Así fue que esa noche y en plena masividad de muchedumbre fiestera, él no se bancó una nueva repulsa de parte de ella ante otra casi despiadada crítica. El resultado fue nuevamente dos engranajes sin aceite y con chispas ocasionadoras del incendio: él no se aguantó sus crecientes celos y, con un vaso que previamente golpeó en el borde del mostrador, se lo terminó de romper en el rostro mismo de Labiú. El revuelo fue de lo más escandaloso y pronto se metieron personas de todo tipo a separar pero también a castigar la actitud del macho que quiso imponer su fuerza bruta por encima de la fuerza femenina de ella.

La sangre hubo de brotar y salpicar hacia todos lados y esa porcelana de Labiú, prontamente se vio desdibujada y rajada por hilos sanguíneos.

Esa noche fue para mí la última de mi frecuencia en ese lugar; volví a ir una impensada vez varios años después y ella seguía allí; ya no inmersa en el espectro de las multitudes con bandejas llevando tragos, no; ahora estaba detrás de la caja recaudadora de billetes, y su impronta seguía siendo angelical y provocativa; no importaba esa tremenda cicatriz que sobresalía en uno de sus pómulos, su suavidad e ironía provocativa gobernaban como siempre. Alguien me dijo que antes del violento hecho ella se había casado con él. Ahora él estaba preso y Labiú era dueña de todo, hasta de su sensual trato emancipador sin palabrotas ni gritos desmedidos entre todos sus acólitos que hasta se condolían por esa tremenda marca en el costado derecho de su rostro.

Por Pablo Diringuer

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