Al Pie de la Letra
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Sireé
Pablo Diringuer relata a ESA EXTRAÑA INCORREGIBLE DE LOS OCHENTA
Sireé

New York City, boliche para gente… jovata pero con ganas de algo joven con el otro sexo.

Convocatoria a un… raro baile de disfraces; yo estaba descolgado de incitaciones al jolgorio, e imprevistamente alguien tiró alguna moneda al aire… y cayó en la palma de mi mano: Sólo dejaban entrar con un mínimo de estandartes embaucadores de disfraz.

Conseguí un raro sombrero dentro de ese plackard de antigüedades olvidado en esa habitación oxidada de trastos egipcios, en esa casa de revoltijos americanos de Villa Luzuriaga. Y me lo puse de prueba frente al espejo del ropero de mi abuela: era verdaderamente un absurdo, pero como me lo hube de colocar frente a la puerta misma del boliche, me importó sólo un átomo de ambigüedades.

Lo bueno antes de acceder al interior del lugar fue que, todos en esa puerta rociábamos una mezcla de desparpajo con cierto noséqué ambientador de oportunidades alrededor del desinhibo que tanto revoloteaba el lugar. Finalmente, levantaron el telón y ese embudo succionador nos absorbió como el mejor exponente de las aspiradoras yelmo. New York City, boliche para gente… jovata pero con ganas de algo joven con el otro sexo. Música de los ochenta y las gambas de ambos sexos que luchaban empecinadamente en arrastrar sangres frenadas por esos años anhelados de soltura descontrolada. Todos bailaban gracias a esas melodías que nos transportaban a esos besos primarios ensordecedores de unísonos transpirados e irrefrenables cuyas pieles se lustraban de amores instantáneos.

Ahí la encontré a ella que estaba también, con una especie de vincha con plumas y un vestido corto y medias caladas tipo época del swing.

Cuando le sugerí bailar, obviamente su disfraz desentonaba con esos ochenta tan bolicheros del soul en donde Aretha Franklin, Kool and the gang, James Brown; o Donna Summer inundaban el espectro. Ella –Sireé- bailaba muy bien todos los estilos de aquella época, y me dejaba en evidencia que, yo no era tan bueno como ella en la destreza del baile; es que, yo era más proclive en aquella época, a la música del rock and roll y frecuentaba por demás esos lugares en donde bandas contestatarias inundaban de rudos sonidos y a todo volumen de músicas despectivas del mundo que nos dominaba. En cambio esos otros –los bolicheros- resultaban ser  más complacientes con esos dueños del establishment que, en el fondo, todo lo manejaban.

Sireé y su vincha con plumas gozaba al calor del constante baile ochentoso y hasta me arrinconaba en esa pista de baile con la particularidad del saberme yo, un tipo jamás fumador, pero ella, la chica chesterfield, se las arreglaba para enrostrarme que sus pulmones resultaban ser en ese momento los dominadores seriales ante todos esos esqueletos que lubricaban como podían esas articulaciones movibles en el medio de esas pistas de baile.

Sireé tomaba aire entre baile y baile, pero sobre todo, tomaba líquido que, precisamente, no era exclusivamente agua; no, ella se las arreglaba para llenar vasos en esa barra que nada tenían que ver con lo cristalino acuoso; sus tragos siempre eran brebajes bien cargados de 40 grados alcohólicos que, de alguna manera, recargaban ese fino reciclar de sus ganas de descargar físicamente esa energía transportadora hacia esos años inolvidables para su persona.

Bailar, tomar alcoholes, volver a bailar; evacuar transpiraciones y pises… así parecía ser la base de su antojo en el accionar de Sireé durante toda esa noche en medio de esa multitud lujuriosa y divertida; ella estuvo gran parte del tiempo conmigo y cada tanto se saludaba con alguno que, evidentemente habría conocido en otras oportunidades. A eso de las tres y media de la madrugada, ella se fue a bailar con otro y yo me quedé patinando en medio de semejante marea humana hasta recalar en la barra misma; allí un nuevo trago marcó mi reloj interno de límites etílicos: uno más y la cabeza comenzaría a girar sobre sí misma. Ella hizo nuevamente su aparición por los alrededores del mostrador, se la veía feliz y con un nuevo vaso whiskero en sus manos, ella reía a flor de piel junto a ese pulcro y bien vestido hombre que con su disfraz de vampiro draculiano la tapaba con su capa y en la penumbra de los temas lentos lamía su transpiración contagiosa de sensaciones agazapadas. Finalmente desapareció de la escena y sus risas invasoras del espectro extrañaron el eco de mis oídos. La barra me siguió cobijando al lado de otra mujer no tan atractiva ni tan dicharachera, en esa hora 4,45 en donde el torrente del gentío descomprime a pasos agigantados esa electricidad movible de cuerpos llenos de éxtasis, y los gustos saturados de bebidas exultantes almacenan besos contagiosos cuyas lenguas dejan palabras por un rato para mutar en esas caricias mojadas y ásperas de amores continuadores de ganas de disfrutar.

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