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Elite Comerciante y Pueblo Cosmopolita
Si algo distingue a Buenos Aires entre las ciudades hispanoamericanas, es su carácter cosmopolita
Elite Comerciante y Pueblo Cosmopolita

Si algo distingue a Buenos Aires entre las ciudades hispanoamericanas, es su carácter cosmopolita. Su sociedad fue conformada por sucesivas oleadas de extranjeros que, una tras otras, sedimentaron en estas costas y le confirieron su carácter aluvional. Este proceso se aceleró desde el último cuarto de siglo pasado cuando, atraídos por las enormes posibilidades de un país en expansión, llegaron vastos contingentes de italianos, españoles y tantos otros.

Pero en rigor, la historia había comenzado mucho tiempo antes.

Ingleses y Algunos Otros
Luego de 1810 se instaló en Buenos Aires un nutrido grupo de comerciantes extranjeros. Había entre ellos muchos franceses, y también norteamericanos y portugueses, pero sobre todo británicos, dueños de las cuarenta casas que controlaban lo más importante del comercio de importación y exportación. Además, los ingleses participaban en lucrativas empresas financieras- como el empréstito Baring- o se hicieron de tierras en la llanura bonaerense, suficientes como para que William MacCann pudiera recorrer a mediados del siglo toda la provincia pernoctando exclusivamente en estancias de sus compatriotas.

No fue fácil para la élite criolla recibir a estos victoriosos competidores, que los desplazaban hasta de sus viviendas. “Vastas mansiones, antes ocupadas por las primeras familias del país, están ahora en poder de comerciantes ingleses- anota en 1825 el anónimo testigo conocido como Un inglés-. Las salas, donde una vez hubo belleza, música y cantos, se hallan hoy ocupadas por mercancías y rumores de comercio”. Este distanciamiento estaba reforzado por la actitud de muchos extranjeros, sobre todo los ingleses, que tenían su club, la Sala de Extranjeros, “fundada por ingleses, para ingleses y a la inglesa”, donde “los hijos de extranjeros no tenían entrada”.

Esquina Porteña – Jean León Palliere – 1855

Las Formas de la Integración
No duró mucho el distanciamiento. Criollos y extranjeros descubrieron la posibilidad de negocios comunes, sobre todo cuando buena parte de la vieja élite, desplazada del comercio, encontró en la ganadería en nuevo e indisputado campo de acción. Algunos de ellos, como Manuel de Sarratea o Miguel de Riglos, que hablaban el ingles a la perfección, se asociaron con los Robertson, Brittain o Thwaites en especulaciones- empréstitos, bancos, minas, colonización- en las que relaciones comerciales eran tan importantes como las políticas.

Hubo también otros contactos. El grupo extranjero se integraba mayoritariamente de hombres jóvenes y pronto los casamientos con criollas estrecharon los lazos que ya anudaban las actividades comerciales. Antes de 1810 Mariquita Sánchez debió luchar a brazo partido para casarse con un “hereje” pero pronto las diferencias religiosas dejaron de constituir un problema insuperable. “La nueva generación se ha ido de un extremo a otro y es volteriana”, apunta el inglés, quien recordaba la indiferencia con que fue recibido un 1824 el legado papal, cuya presencia solo interesó a “un grupo de mujeres”. Los propios ingleses no demostraban un gran fanatismo y aceptaban, inclusive, los matrimonios según el rito escatológico. Surgieron así formulas de convivencia y tolerancia recíprocas; los ingleses pudieron tener su propia iglesia y cementerio, en terrenos donados por el gobierno, y en cambio aceptaron guardar ciertas formas frente al culto católico como, por ejemplo, hincarse ante el Vaticano.

El Saladero – Juan León Palliere

Una Historia Familiar
Es bien conocida la influencia que la comunidad extranjera tuvo sobre la élite local que, a su ejemplo, se europeizó y adoptó las formas de vida de sus prestigios huéspedes. Pero la influencia alcanzó también a la mitad inferior de aquella sociedad barroca, inferior de aquella sociedad barroca, escindida e integrada. En los suburbios populares, junto a los tradicionales grupos criollos, comenzaron a aparecer nutridas colectividades de extranjeros, atraídos por los altos salarios que ofrecía una ciudad donde la escasez de trabajadores era crónica. Así, en la década del cuarenta comenzaron a llegar a Buenos Aires inmigrantes gallegos, que viajaban “aprensados como sardinas”, vascos, “con su boina, su ancho pantalón, su andar especial, su aire satisfecho…” y también algunos irlandeses y los primeros genoveses. Trabajaron en los saladeros de la Boca y Barracas, aunque no faltaron, entre los primeros sirvientes o comerciantes y entre los segundos, labradores o cocheros.

Los sectores populares adquirieron así un aire cosmopolita. El chiripá y el poncho empezaron a convivir con el pantalón, la chaqueta y los botines, mientras que el la Boca el vestido mas usual era las “boinas blancas de los Pirineos, los corsages estrechos, las blusas que denuncian las formas vivas y elegantes”. A las guitarreadas y juegos de taba se agregaron allí los juegos de taba se agregaron allí los juegos de bochas, las canciones y los bailes vascos, mientras que, en el puerto, marineros de todas las naciones danzaban “en los burdeles al compás del violín a la flauta, causando asombro a las chicas criollas”.

Margarita Sánchez

Si algo los diferenciaba era su actitud hacía el trabajo y el ahorro. Un viajero se asombraba de que los vascos, – “familias tan laboriosas como económicas”- poseyeran alrededor de ocho millones de francos en ahorros, parte de los cuales colocaban en la ciudad al 5 por ciento de interés. Un día, sus ahorros les permitieron abandonar el rudo trabajo y emigrar a barrios más decentes; su lugar, sin embargo, fue prontamente ocupado por nuevos contingentes de inmigrantes, que iniciaban al mismo ciclo. Fue, por cierto, una historia familiar, la misma de la mayoría de nuestros abuelos. La sociedad criolla porteña no era, en definitiva, tan radicalmente distinta de la aluvional que la siguió.
Por Alberto Romero para Vigencia – Septiembre 1980

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