Pisando Fuerte
Pese al acelerado proceso de integración geográfica y social que vive la ciudad en los años cuarenta, acompañando las transformaciones que se registran a nivel nacional, el porteño del arrabal conserva muchos de sus rasgos tradicionales. Tal vez, como un lejano rasgo del hidalgo español heredado a través del gaucho, sigue admirando el coraje, la frugalidad, la habilidad en el baile y se ponía en guardia frente a lo nuevo, lo extraño; a pesar de que muchos de ellos, llevaban en sus venas sangre extranjera. Esa suma de valores y costumbres, plasmaron en letras de tango, de milonga o en poemas que humildes bardos de barrio recitaban en melancólicas ruedas de parroquianos en los almacenes suburbanos.
Evaristo Carriego fue uno de los primeros en llevar a la poesía a esos personajes inmortalizados luego por el tango: La costurerita que dio el mal paso; la obrera tísica; el malevo, el compadrito. Carlos De La Púa, años más tarde, expresa en riguroso lunfardo rimado, los aspectos más sórdidos del suburbio.
El porteño de aquellas décadas tiene pocas e intensas pasiones: los amigos, el fútbol, los “burros”, la “milonga”, el “escolazo”. La Segunda Guerra Mundial los divide como un partido entre River Plate y Boca Juniors. Aliadófilos y neutralistas, discuten acaloradamente en la mesa del café que por entonces, vive su hora más gloriosa, porque de hecho, es la segunda casa del porteño y en muchos casos, la primera. Esa escuela de todas las cosas, como lo definiera Discépolo, modela también el espíritu porteño de esa etapa.
Son años de noviazgos formales, de casamiento por rigurosa iglesia y registro civil, de trabajo estable, abundante y por lo general, bien pago. La neutralidad en el conflicto mundial dejó sus réditos y se nota en la calidad de vida del porteño. La terrible crisis de los años treinta, pasa a ser un mal recuerdo. Hombres y mujeres según sus posibilidades, gustan vestir con elegancia. La moda “Di Vito” impone a los caballeros los trajes de solapas anchas, saco cruzado y tela estampada de grandes cuadros. El consabido “Perramus” (sobretodo impermeable) y un buen sombrero completan la indumentaria. Si al conjunto se le agrega el fino bigote “anchoa” y al pelo una buena dosis de “gomina” o “brillantina”, según el gusto, ese porteño aunque viviera en un inquilinato de La Boca, bien podía ser confundido con un “cajetilla” o un galán de radioteatro.
Las chicas usan, siguiendo la misma moda, vestidos entallados con cintura de “avispa” y buenos escotes. Los jóvenes comienzan a fumar a escondidas de sus padres, los varones a los dieciocho años reciben las llaves de la casa, certificando su mayoría de edad y una buena cuota de independencia que todavía le está vedada a las mujeres. Un antiguo código no escrito decía que el joven debía iniciarse sexualmente con una prostituta o una relación ocasional, porque a la novia oficial no se le debe “hacer la porquería”; hay que resguardarla para el matrimonio, ya que no llegar virgen al casamiento, implicaba para la transgresora el riesgo de la deshonra; en particular si los esponsales no se concretaban. Las profundas transformaciones económicas introducen masivamente a las mujeres en el mundo del trabajo y en la universidad, se ve una presencia femenina muy superior a toda la época anterior; no obstante, muchas se aferran al modelo tradicional y permanecen como amas de casa, atendiendo al marido y a los hijos. Con la legalización del voto femenino, las mujeres acceden por primera vez a sus derechos políticos y muchas de ellas, se convierten en legisladoras, dirigentes sindicales y referentes sociales en los barrios.
Con el auge económico y el “boom” del consumo, florece una importante clase media y los trabajadores agremiados, merced a las nuevas leyes, comienzan a disfrutar el turismo social. Las vacaciones dejan de ser un sueño para millones de argentinos y los centros turísticos, ven surgir los hoteles sindicales que benefician a sus miles de afiliados y familia.
Pese a que el mundo del trabajo se va ordenando en todo el país debido a la ley y los controles que se ejercen sobre los empleadores, la ciudad sigue funcionando como un imán para miles de paisanos del Interior. Una multitud de compatriotas provincianos se instala en Buenos Aires y el Conurbano. Una franja de porteños, presuntamente pertenecientes a sectores medios, rechaza con desdén a esos nuevos inmigrantes; los llama “cabecitas negras” y “veinte y veinte”; con referencia a los veinte centavos que supuestamente el provinciano gastaba en un vaso de vino y los otros veinte destinados a escuchar una zamba o chacarera de su tierra en las victrolas automáticas que abundaban en los bares. Pese a la discriminación, que exhibe uno de los peores rasgos de cierta franja de población urbana, los recién llegados como había sucedido con los gringos décadas atrás, hechan raíces y nuevas generaciones de porteños, mezcla de todas las cruzas, confirman que Buenos Aires continúa transformándose; en sus edificios, sus calles y su gente.
El Tiempo Joven
Los años cincuenta y sesenta, producen la ruptura definitiva con la generación anterior. Los jóvenes ya no imitan a los mayores como sucedió durante décadas en los gustos, vestimenta, escala de valores, aspiraciones. La irrupción del rock ‘n roll produce una revolución cultural que se manifiesta no sólo en la música sino también en los usos y costumbres. Aparecen los “petiteros”; denominados así porque los primeros se reunían en Petit Café del Barrio Norte. Pantalón bombilla, saco corto con martingala, la indumentaria “petitera” remite vagamente a la del compadrito de principios de siglo. Pese a originarse en el Centro, esta moda de a poco llega a los barrios y es posible ver en las vidrieras de Nueva Pompeya o Saavedra, los discutidos saquitos. A pesar de la presión generada por la moda, en el arrabal hay barras que siguen firmemente a las orquestas tangueras y es habitual los enfrentamientos entre tangueros y rockeros en los bailes de carnaval. Es más que una moda: dos épocas confrontan. Luego al “petitero” lo sucede el “caquero”; otra variante de la moda caracterizada por pantalón blanco Oxford, camisa celeste con charreteras, mocasines de soga y cinturón de cuero crudo. El peinado achatado con “gomina” y peinado hacia atrás, completa la figura. En las muchachas, el pantalón pescador pegado al cuerpo, las zapatillas
“chatitas” y fugazmente las alpargatas, marcan su ruptura con los atuendos tradicionales. El uso de los blue jeans pronto se hace indistinto en ambos sexos, marcando una tendencia hacia la uniformidad de estilo que más tarde se conocerá como moda unisex. La penetración cultural se impone rápida y firmemente; ropa, música, hábitos, todo cambia.
La llamada “moda joven” se impone en todos los niveles sociales; a diferencia de años atrás, se hace difícil diferenciar un joven del arrabal de otro de algún barrio acomodado. En ese aspecto, la barrera generacional se vuelve infranqueable. La televisión cumple un importante papel en las transformaciones y el tocadiscos portátil acompaña al muchacho y a la chica a los pic nics y a los “asaltos”; fiestas informales en alguna casa o salón del barrio. Buenos Aires vive otra etapa de expansión del consumo y sus calles se pueblan de pequeños vehículos que el porteño de clase media o el obrero calificado, adquieren en cómodas cuotas, lo mismo que la heladera eléctrica, el lavarropas y otros artefactos inalcanzables décadas atrás para la mayoría. Las calles ven circular a los diminutos automóviles conocidos como “ratones alemanes”, a los Fiat 600, los Renault Dauphine y Gordini, los De Carlo y una multitud de motonetas como la Siam Lambretta, que convierten la ciudad en un avispero. El país y por lo tanto la ciudad porteña, sufren los avatares de la época, viven bajo el signo de la inestabilidad política y las periódicas zozobras económicas.
Pero pese a todo se crece, se mejora. El porteño tiene sueños y en general los concreta, cada uno dentro de sus posibilidades. Cada generación supera en calidad de vida a la anterior. La universidad se va poblando de estudiantes provenientes en general de familias de clase media, mientras la Nueva Ola, fenómeno musical y cultural generado a principios de los años sesenta, se impone definitivamente; y programas televisivos como el Club del Clan, se transforman en paradigmas. Palito ortega, Violeta Rivas, Johnny Tedesco, Leo Dan; son los nuevos ídolos que dejan en el olvido al exótico Billy Cafaro de fines de los cincuenta y a los mexicanos Teen Tops; que conmovían multitudes. Las letras en inglés representadas por Elvis Presley, Paul Anka y Neil Sedaka entre otros, son infaltables en cualquier discoteca juvenil. Pese a la efervescencia rockera, hay una breve moda folklórica que lleva a muchos adolescentes a escuchar zambas y chacareras y a los más aptos, a incursionar en la guitarra tratando de interpretar nuestra música autóctona. Pero dura poco. La ciudad ya está inmersa en la Nueva Ola y el tango se ha replegado a los mayores. El fenómeno mundial encarnado por The Beatles, en nuestra ciudad arrasa con cualquier otra manifestación joven ajena a esa cultura; la “Revolución Beatle” ha comenzado.
Hacia el Rock Nacional
A contrapelo del fárrago de cambios, algunas costumbres persisten. Por ejemplo la pasión por el turf que antaño alimentara tantas letras de tango, se redujo mucho; pero subsisten el café con amigos, el fútbol, el chiste ingenioso y la ironía, la pasión por los apodos y el automovilismo. El porteño de cualquier barrio vivió con pasión las luces y sombras de la historia nacional y ciudadana en particular. Lloró y enmudeció de asombro cuando Buenos Aires fue bombardeada desde el aire en 1955 por argentinos. Vivió con escepticismo los enfrentamientos entre “azules y colorados”; fracciones militares que con gran despliegue bélico, se disputaron el poder en las calles. Pero aunque todos los caminos constitucionales están cerrados, la política se va instalando de a poco como una inquietud, en buena parte de los jóvenes. Al comenzar los setenta, y merced a una compleja situación institucional y una pesada carga de prohibiciones, una multitud de jóvenes se vuelca a la actividad política, entonces suspendida por el gobierno de facto de turno. En paralelo al destape político, otros jóvenes adhieren al fenómeno “hippie”,sin poder evitar con esa vocación pacifista, los palos dictatoriales. Aquella generación vive también la ampliación definitiva de la Avenida Nueve de Julio, el teléfono vía satélite, el túnel subfluvial, la represa del Chocón, el Cordobazo. También ve la agonía del carnaval, del fútbol callejero, del tranvía y los trolebuses. Las porteñas se liberan y junto con la minifalda y los “hots pants”, ostentan el consumo de cigarrillo y alcohol, compitiendo con el hombre sin disimulo.
Una nueva camada de “rockeros” establece un sello de elaborada calidad en sus creaciones: se trata de grupos como Manal, Almendra, Sui Generis, Vox Dei, Los Gatos y otros; más una gran cantidad de solistas que también derrochan talento. Ya están echadas las bases del rock nacional.
La Utopía, el Espanto y los Tiempos Nuevos
En el plano político, se gesta el gran revulsivo de ese breve tramo de nuestra historia. Los jóvenes, incluyendo a buena parte de los porteños, parecen a punto de tomar “el cielo por asalto”. Todo es posible; todo parece realizable con sólo desearlo. Pero sobreviene una espiral de violencia política que culmina en una nueva dictadura; con la peor secuela de violencia y frustración que haya conocido el país en el siglo XX.
La Argentina ya no es la misma. Buenos Aires tampoco. La gente incorpora el hábito de encerrarse, los videos, la televisión y la creciente inseguridad colaboran a fortalecer ese hábito. La urbe ve con asombro esa red de autopistas que “como un tajo en la jeta de la ciudad”, como decía Carlos De La Púa refiriéndose al Puente Alsina, la atraviesan de punta a punta. En paralelo a esas obras faraónicas, se clausura el río de la Plata como recreación por estar contaminado, y el maravilloso Balneario Municipal que fuera orgullo de la ciudad, queda en ruinas durante mucho tiempo, comenzando a recuperárselo en los primeros años de democracia. El porteño vive con introspección, como metido para adentro todos esos años trágicos, apenas exorcizados por los festejos futboleros, como el Mundial de 1978 y la ilusión trágica de la recuperación de las Islas Malvinas. Cuando vuelve la democracia, algunas esperanzas parecen rejuvenecer; pero la expectativa dura lo que tarda en derrumbarse la economía y resurgir la crisis política. Buenos Aires ve azorado en 1989 la ola de saqueos, la hiperinflación, el dólar que sube de precios por horas y los “arbolitos”, esos personajes que viven de la venta clandestina de divisas, voceando su mercadería con la frase mágica: “cambio…cambio”. El último que apague la luz”; es un chiste que circula con buena dosis de humor negro. El derrumbe parece inminente pero el sistema funciona una vez más y a un gobierno constitucional le puede suceder otro. La democracia se afirma, pese a que en 2001 parecen volver los peores días del pasado cercano. El país se recuperó pero ¿cómo marcó al porteño ese vértigo de años?
Globalización mediante, una nueva generación de nacidos “dentro de la General Paz” disfruta de los “delivery”, “gims”, el “tattoo”, el “piercing”, el “pogo”, los celulares, PlayStation y otros ingenios del siglo XXI; con la llegada de la todopoderosa internet, que generó una nueva revolución comunicacional y cuyos límites se desconocen. Los que son un poco mayores, arrastran el recuerdo de las catástrofes sufridas por la Ciudad de Buenos Aires. Pero la urbe restañó sus heridas, aún las más dolorosas; y sus hijos vuelven a empezar cada día. Los porteños del Tercer Milenio en general, se independizan más tarde de los padres, cuando no llevan a su pareja a vivir a la casa paterna. Como en la generación anterior, muchos se interesan por la participación política, otros la ignoran.
Buenos Aires del siglo XXI; ciudad de contrastes sorprendentes. De calor brutal y sequía y de sudestadas que siguen siendo muy agresivas, además de recordarnos regularmente nuestra condición de ciudad húmeda. El Río de la Plata; padre de todo lo que lo rodea: en primer lugar, el clima.
Pero ese habitante universalizado en muchos aspectos, siguió siendo de River, Boca, San Lorenzo o lo que cuadre si nos remitimos al fútbol, una de nuestras chapas identitarias. En las primeras dos décadas del siglo XXI pasaron – y cambiaron – muchas cosas. Atravesado por la pandemia del año 2020, el porteño siguió añorando las reuniones con amigos, el abrazo fraterno. Siguió quejándose de la humedad y las dificultades imprevistas, del tránsito y los piquetes, pero continuó gozando del espíritu del tango rejuvenecido por una nueva camada de artistas, talentosa y audaz. Otra nueva generación porteña haciendo causa común con sus hermanos del Conurbano, cultivó la cumbia en sus distintas expresiones, alejada del ritmo colombiano original. Una generación portadora de un sello identitario genuino e identificable con facilidad. La ciudad a veces le duele al porteño, pero hay algo subyacente en la memoria colectiva que lo enorgullece, con o sin razón.
“Porque soy como vos
que se niega o se da
te proclamo Buenos Aires
mi ciudad.”
Había escrito la cantautora Eladia Blázquez a finales del siglo XX, cuando ya se avizoraban cambios fundamentales. En estos tiempos complejos, difíciles de interpretar, no son pocos los habitantes de la urbe que identificados con alguien que alguna vez definió a esta ciudad como la Reina del Plata, apuestan al futuro. En síntesis, mientras haya un porteño que disfrute el mate escuchando la radio, navegando por internet, haciendo wassapp o que se “caliente” en la calle por una discusión casual y que no pierda la vocación por el comentario irónico; o que arme el equipo de fútbol ideal con “el diario del lunes” en el laburo o en en la cuarentena obligada, significa que Buenos Aires, la de siempre, está viva. No es un sueño.
Por Ángel Pizzorno