17 y 45 del día miércoles… Yo estaba con esas dos rosas rojas en ese andén de la estación Lima del subterráneo «A». La gente, de a ramilletes, pasaba incólume frente a mi imagen de tipo antiguo con traje y corbata almidonada esperando un «no sé qué».
Yo había comprado esas dos flores en un puesto de la avenida Independencia cuyo pibe vendedor, me había tenido casi quince minutos para despinarlas y acoplarlas en ese metálico envoltorio reluciente de amabilidad y comprensión. Yo refunfuñaba íntimamente por la demora y ansiaba lo antes posible su manipuleo de tipo inexperto al cual, apurarlo, era por demás contraproducente: jamás favorecería en la rapidez el impertinente apuro de mis intenciones totalmente identificadas con el sentimiento que me empujaba.
Ella no aparecía; sus garras sobre mí, hacíanme inyectar rayos equis cada vez que una formación de subtes se detenía una vez más, en ese andén reciclado de oportunidades.
18,03… La estatua que me identificaba en medio de esa muchedumbre se afiebraba durante esos minutos de espera y lo tieso de mi rectitud piernera engendraba várices cuyas sangres circulantes hervían de enojo cuando esos glóbulos rojos tocaban el fondo de ese tanque cerebral que caminaba y caminaba al compás de ese reloj que marcaba horas y minutos voladores de impaciencia.
Esperar a una mujer era una brújula loca girando a mi alrededor y, -por antítesis- el fastidio de ella cuando alguna demora de mi parte hacíale saltar los tapones de su instalación eléctrica de reacciones justificadoras de enojos y frases mal paridas de embriones que todo lo justificaban y pudrían… Pero yo estaba enganchado con ella y apretaba muelas al lado de ese monolito también estatua de Venus de Milo y esos brazos mutilados que como ella no abrazaban mi necesidad inmediata del compartimiento de a dos.
Entonces me puse a mirar culos descendentes y ascendentes de mujeres al azar en ese diluvio ambiental de femeninas que, displicentes, pasaban frente a mis ojos desorbitados de incertidumbre y los relojes se fundían de vueltas giratorias en ese amanecer que iluminase mis necesitadas ganas.
Pantalones apretados; polleras cortas y largas; babuchas holgadas y frescas; mini shorts… faltaban las mallas o las tangas metidas bien en el fondo de las rayas bifurcadoras de cantos carnales; me las veía todas, pero la que más me importaba… simplemente no aparecía. A la hora 18 y 40, ella hizo su aparición con vida en medio de la muchedumbre y mis rosas transpiradas habían descamado pétalos y algún pinche del rosal todavía me sacaba callos en mi amuchada mano.
Ella sonrió cuando me vio tan florido; yo… yo disimulé mi bronca por ese reloj impertinente de su parte… Ella percibió mi mueca de rareza existencial: -¿Te pasa algo? –me dijo presa de su convincente premonición de conocimiento de mi persona-
Yo hice un gesto como de no importarme la salvedad que me aquejaba. Ella se fastidió de mis olvidos y mis incongruencias básicas de infortunios innatos de personalidad despistada; con cara de resignación y moviendo su cabeza de un lado a otro, nuevamente me dijo: -¡Otra vez te olvidaste de poner el reloj en hora! ¡Y dale con esa maña de adelantar el reloj una hora para llegar temprano al laburo! ¿No ves que viniste una hora antes y ahora te la agarrás conmigo? ¡Seguro que lo hiciste a propósito para enojarte por algo cuando llegue… Además no tengo dudas te la habrás pasado mirando culos al por mayor! ¡No tenés remedio, siempre enroscado en el sinfín de tus tornillos!
Luego tomó las dos rosas y las olfateó con su nariz mojada de ganas, después se hizo la displicente de mi presencia, luego sonrió y yo me hice el ex enojado pero no tanto, no fuese cuestión que pensase que ya no sentía nada por ella, que tanto me conocía y que sabía –aunque no me hubiese visto- que hube de esperar mirando esos tantos traseros femeninos pero con mi mirada de lince enfocando al único que conocía molécula por molécula y que la tenía como la unipersonal de mi obra de teatro favorita.
por Pablo Diringuer