Al Pie de la Letra
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Hojas Secas
Relato de Pablo Diringuer
Hojas Secas

En ese barrio del epicentro de la Ciudad de Buenos Aires, barrio de calles todavía empedradas, el agua escurría entre adoquín y adoquín esa lluvia impertérrita que, si bien no resultaba ser tormentosa, molestaba hasta el límite de la incomodidad. Es que no era para salir con piloto –estaba demasiado pesado- ni paraguas –siempre acechaba la imprevisión del olvido- y la lluvia, ese diminuto chorrito expulsado desde el más allá grisáceo gigante, semejaba a millones y millones de penes gatunos mojando cabezas humanas, y las frentes inventaban transpiraciones sin ejercicios dilatadores de poros por el solo hecho de caminar alguna cuadra sin cubiertas a la vista, más que algún alero perdido de mayoría de casas bajas.

Los vecinos se conocían casi todos y fuera del saludo matinal, las relaciones entre los mismos podían profundizarse o no, pero conocerse se conocían todos aún, los que, gobernados por eso inexplicable de las ondas intercaladas entre todos, hicieran el tener cierta simpatía o solamente quedar empantanados en la sequedad y terquedad de una fría salutación.

Yo hacía como veinte años que me había mudado a esa zona protegida de los infaltables edificios lindantes e increíblemente, todavía había gente que sacaba una silla o un banco sobre la vereda y frente a su puerta, y el hipotético fresco escaso en verano amilanaba el salado transpirar de aquel que, el aire acondicionado lo solía ver en las películas norteamericanas, mientras los ventiladores Caeba no asestaban dar el pulso exacto del clima global de calentamiento planetario.

Demetrio se sentaba todas las mañanas alrededor de la hora nueve frente a su casa sobre una pequeña silla y con el respaldo al revés, esto era, en vez de recostarse hacia atrás, se inclinaba hacia adelante y apoyaba sus brazos y miraba todo el espectro barrial ya sean pibes de escuela, viejas mal vestidas de compras por panaderías o almacenes, profesionales beneficiados de horarios elásticos en modernos autos ejemplificadores de notables status del buen pasar. Nada se le escapaba a la visión de ese jubilado de ochenta y pico de años y viudo de hacía más de una década, tiempo más que suficiente para masticar sobremanera su regreso a la soltería en donde no perdía en absoluto detalle alguno sobre cuestiones femeninas acordes o no a su octogenaria vida.

Siempre con su boina con visera y un escarbadiente lindando uno de sus costados labiales, a veces balbuceaba palabras inentendibles y a bajo volumen salvo el clásico saludo de apariencia simpática que hasta lo hacía acompañando gestualmente con uno de sus brazos, después nada… el silencio y su viaje vaya saber uno sobre qué pluma o avión o nave espacial su mente divagaba en recuerdos imborrables o reflexiones instantáneas alrededor de algún hecho acaecido al momento y que su personalidad hubiese detectado como factible de un corto y certero análisis instantáneo.

 Yo tenía la impresión –y de hecho en cortos diálogos sostenidos para con él- que la mayoría de las veces, hasta podría decir todas, su viaje era en el tiempo lejano, pues las pocas palabras cruzadas al paso cuando salía de mi casa hacia el trabajo, germinaban de la misma semilla y planta visionaria y semejante de un viaje en taxi hacia el mismo sitio y con el mismo chofer con sus clásicos comentarios del clima y del dinero que no alcanzaba.

Demetrio, pobre Demetrio, a mí me parecía un buen tipo que no era que no tenía nada para decir, no, no lo creo en absoluto, lo más probable en mi análisis era el pertenecer a otra época en la cual yo no tenía idea de nada así como también, los tiempos que corrían, lo tuviesen a él como un simple espectador en esa butaca de madera pintada de color verde oscuro y con su respaldo al revés tal vez una intrincada metáfora sobre la cual, Demetrio se negaba a mirar para adelante y ese respaldo apoya brazos lo hacía mirar ineludiblemente hacia ese atrás tan recordado por su persona.

Siempre había estado con su única novia y esposa con la cual hubo de tener dos hijos, ya grandes, uno profesional que vivía en el exterior y la otra una hija que nunca supe qué era o a qué se dedicaba pero que vivía aquí mismo en la capital pero que casi nunca pasaba a visitarlo. Alguna opinión al vuelo en el barrio decía que nunca se habían llevado bien, “que era medio loca” o que el viejo Demetrio “nunca la quiso”. Qué sé yo, eran simplemente versiones salidas de no sé dónde y, por ende, no muy confiables por cierto. La cuestión que los últimos años de Demetrio fueron siempre en la puerta con su silla al revés, su escarbadientes en el labio, su boina y su ropa repetitiva y cotidiana salvo cuando decidía ir al cementerio a llevarle flores a su difunta esposa, para lo cual, desenfundaba un elegante saco de color azul, quizá algo ajustado para su cuerpo pero que cambiaba enormemente su fisonomía cuando se lo ponía. Cada vez que concurría a la Chacarita –generalmente para la fecha del cumpleaños de ella- se lo veía algo raro, una mezcla de alivio de contento pero también una mirada ligada al recuerdo, presagio de una melancolía difícil de dilucidar mientras su silla nuevamente lo esperaba con el respaldo mirando hacia el adoquinado.

El otro día salí temprano al laburo y no vi su imagen posada sobre su silla verde oscura, tal vez  fue por el horario, demasiado anticipado mi devenir matutino para el viaje de Demetrio, pero cuando regresé alrededor de las ocho de la noche, unas cuántas personas frente al domicilio de él me dieron la pauta que algo había sucedido; la hija salió del domicilio del padre con su celular constantemente en uso: Demetrio había muerto.

Todo había sido muy rápido y sin tiempo para reflexiones, sobre todo para el actual barrio que muy poco conocía sobre la vida y trayectoria de quien si bien fue un antiguo espectador del desarrollo del barrio –hacía como cincuenta años que lo habitaba- la mayoría detentaba poco menos de una década de habitabilidad en esa cuadra y poco o nada podía agregar al respecto.

 Rato después vino una ambulancia y el cuerpo de Demetrio salió en camilla tapado de punta a punta, su expresión fue para mí fue un gran interrogante aunque, la imagen de él en su silla no hubiese distado mucho de esa última oculta tras su muerte. La hija partió casi conjuntamente con la ida de la ambulancia y médico y enfermeros, luego todo fue silencio y el ruido de las gomas de los autos sobre el adoquinado se amortiguaba en la humedad del ambiente.

Una semana o diez días después vinieron camiones y nuevamente la hija hizo su aparición; sacaron montones de muebles y cosas de todo tipo, algunas fueron cargadas y llevadas vaya a saber uno hacia dónde; mientras ello ocurría su hija daba las órdenes a los obreros que apilaban y multifurcaban las mercaderías hacia distintos destinos, así, poco a poco, el camión se llenó por completo y partió; una pequeña parte cargó su hija en su auto y también se fue. Sobre la vereda habían apilado cajas de cartón y  un par de mesas y sillas viejas dentro de las cuáles estaba esa de color verde y  unas cuantas bolsas con ropas que ya nadie de aquella familia usaría. Poco a poco y antes del recorrido del camión recolector de residuos, la vereda, llena en un principio, se fue vaciando. Diferentes necesitados con sus carros a pulmón fueron llevándose  ”la basura de unos” que a partir de ese instante pasaban a ser “las cosas de otros”. A la mañana siguiente sobre la vereda ya no había nada, el barrendero amontonaba restos de lo que en algún momento hubo de ser recién salido de fábrica, nuevo en todos sus rincones y detalles. Cuando partí hacia mi trabajo, en la esquina misma de mi casa, el muchacho que todavía barría la cuadra,  llenaba bolsas de la mugre de todo ese perímetro, en ese acomodar de hojas, ramas, papeles, tierra y barro, una tela color azul oscuro resaltaba por sobre el gris general a punto de ser introducidas en esas grandes bolsas negras basureras; el muchacho lo extendió antes de ingresarlo y lo observó y seguramente observó un pensamiento: era el saco de Demetrio que también se despedía hacia un nuevo lugar, aquel en donde el interrogante de no saber nos incita frenéticamente en volver la silla con el respaldo hacia a atrás y apoyar la mirada hacia el horizonte mientras los recuerdos, el viento se empecina en llevarlos de aquí para allá y el mundo gira sin parar.

Pablo Diringuer

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