Al Pie de la Letra
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Ella y la Japonesa
Cuento de Pablo Diringuer
Ella y la Japonesa

Barrio norte, día sábado hora casi veintitrés y los trasnochados ángeles que frotan manos y destilan gotas chorreadas de sus colmillos, esperan esa escena repetitiva de individuos, pero que, en este caso -el que verdaderamente me importa- sólo vale la cuenta regresiva de lo que sucederá en semejante inmediatez. Selmi -de ella se trata- me ha dicho por teléfono hasta el cansancio en esos segundos minutos, que absolutamente no concurrirá a esa reunión planificada de antemano por esa revista que me hubo de contratar hace… unos tres meses. Tengo que confesar que me había jugado varias fichas para que ella, exclusivamente ella, aflojase su pulcritud femenina y creencia soberbial en donde ese invisible termómetro indica dónde uno o cualquiera está parado frente al esgrimido interés en el otro. Y claro, ella, la que verdaderamente me interesa, me declara así, como quien de manera displicente tiene en mente otra cosa, otro hecho bastante más importante que esas simples palabras de mi parte que le dicen, que le indican fehacientemente de mis brazos abiertos para cuando su esbelta imagen trasponga los límites de ese gran loft lleno de gentes y mesas cubiertas de morfis esgrimidos de ambientación protocolar y mozos bandejeros de canapés, tragos y esas cosas. Pero ella me llamó una media hora antes de partir hacia ese lugar y me dijo que no; que no será de la partida y que, disfrute de la reunión y que -además- brindase por ella.

Un adoquinero garrón que posa con mi cara de nada mientras acomodo mi ridículo moño lleno de traje oscuro frente a ese espejo mamerto como mi rostro.

En ese fastidio y sensación casi vacía de mi Ser, del ser que saltó del barco antes de su hundimiento, mi persona se aferra a una balsa sin ningún Litto Nebbia y el viento arroba mi piel de gallina mientras unas nubes irremediablemente imprevistas e improvisadas acomodan mi interior y chisporrotean posibilidades al por mayor sin el menor indicio.

Me quejaba de las mujeres en varias cosas, básicamente en esas vueltas que suelen dar antes de salir hacia cualquier encuentro, sin embargo, en esos instantes circulé bastantes momentos antes de partir, y ese moño, hubo de ridiculizarme variados movimientos de mí, e inclusive hube de sacármelo en varias oportunidades y reemplazarlo por la nada misma o alguna corbata, para, finalmente, volverlo a colocar en su lugar y así, sí, dar ese paso final hacia lo que vendría. Fue allí donde justo al pie de la puerta de salida, sonó el teléfono del comedor, lo que motivó volver sobre mis pasos y atenderlo: – ¿Hola, todavía estás allí?

En ese inesperado llamado, era Kalami, una nueva compañera de la revista que había conocido un par de semanas atrás y que, jamás hube de imaginarme un llamado de su parte, sobre todo porque ella era japonesa y en esos pocos días de frecuentes encuentros en la publicación jamás hube de pensar que ella, exclusivamente ella habría de reparar en mi persona para ese encuentro programado con varios meses de anticipación, pero que, además, siempre supuse que los japoneses eran fieles a su colectividad y en esos inentendibles idiomas y letras dibujadas para nada ejemplificarían algún acercamiento para con alguien que viniese desde ese otro lado del globo con costumbres idiomáticas y sociales de un mundo completamente distinto. Pero no; semejante teoría -vaya a saber de quién- fue una absoluta estupidez, y la voz desde ese otro lado de la línea, me acomodó en mi interior de otra manera absolutamente inédita e inesperada; pronto volvió en mí, ganas de ir a ese lugar careta y hacer un chin-chin con la que de manera netamente sorprendente había enganchado -por qué no- del moño que me ilustraba.

Pocos minutos después coincidimos en la puerta misma del lugar: avenida Las Heras y Salguero, allí mismo donde los pájaros pernoctan colgados sobre las palmeras de la plaza. Kalami, no sé qué se puso en su rostro, pero… ¡John Lennon se querría cortar las bolas!… estaba bárbara y yo con mi moño que me ahorcaba más y más, me reflejaba una cierta cara de estúpido-embobado.

El lugar estaba al mango de gente, había gran mayoría de la misma revista entre dueños, periodistas, publicitarios y familiares y novios-novias de los mismos; también había colados que vaya a saber cómo y por qué, introdujeron sus seres mientras el bullicio musical intercalaba ese grato momento inmerso en ese jolgorio que presagiaba durar hasta que los horneros construyesen sus nidos sobre los postes de luz.

Una no muy extensa tarima hubo de posibilitar el participar de una buena banda musical que acompañó de excelente manera el acontecimiento; estos hacían una especie de música soul con reminiscencias jazzeras, lo cual determinó el movimiento de esqueletos durante un buen rato, amén que, entre el alcohol y lo propicio del soltar ganas, acompañó sin ningún tipo de límites ese previo dar invisible de lo que ocurriese para que ese anticipo, fuese netamente visible a partir de esos instantes. Kalami estaba feliz mientras bailábamos y nos acariciábamos de palabras; no sé, la verdad, qué carajo nos decíamos en el medio del bullicio, tampoco nos importaba demasiado, así como también esas miradas chismosas de algunos de la revista que, aparentemente, tomaban nota, no sé de qué, pero tomaban nota; en algún momento me acuerdo que ella, trataba de mostrarme cómo en Japón se bailaba este tipo de música; ella, si bien no había nacido en aquel país, sus viejos sí eran oriundos, y desde chica le hubieron de mostrar algunos videos de esas cosas, situación que hubo de marcarla para luego tratar de mostrarme en la confianza del diálogo.

En determinado momento, la música paró, un esporádico paréntesis en donde nuevamente los mozos departieron actividades bandejeras y los canapés fenecieron casi por completo, tal momento fue propicio para que el insustituible anfitrión, dueño de la publicación hiciese las veces de disertante y sus palabras acompasadas por unos gráficos sobre la pantalla gigante testificaran esas impecables proyecciones de mercado y ediciones inmensas y hasta algún comentario gubernamental casi propicio de tiempos beneficiosos de ventas.

Si bien me resultaba muy difícil determinar la cantidad de gente en el lugar, era por demás evidente que alrededor de unos ciento cincuenta colmaban al ambiente y siendo alrededor de la hora tres, el desmembrar de gente comenzó a hacerse visible a pesar que ese grupo musical hizo una tercera aparición y tanto Kalami como yo seguíamos moviendo cinturas, sobre todo, en esa última parte en donde la música lenta aumentó las ganas de congraciar cuerpos en el tete a tete. Un viejo tema de James Brown nos dio la oportunidad de hablarnos al oído y que esos indescifrables alientos húmedos de alcohol revistieran casi íntimamente pormenores de un inmediato devenir en una fase más profunda del querer «algo». A punto de terminar ese tema musical, alguien desde atrás de mi persona toca uno de mis hombros; un dedo casi punzante, como un índice que invoca el inevitable empuje del resorte timbrero de un domicilio o una simple puerta; yo cabeza a cabeza con Kalami y ella riendo de algo que le susurré y ni me acuerdo sobre qué se trataba… Ella sorprendida e inquieta aparta su rostro del mío y la música es como si detuviera su marcha en la melodía que nos envolvía… son escasos segundos de sorpresa de mi parte e inentendible accionar de Kalami ante lo visto de parte de ella a mis espaldas luego del indicador en mi hombro, entonces me doy vuelta y observo… Era ella -Selmi- la que a la distancia, a través de ese cable telefónico me había dicho que no, que ese olor exclusivamente suyo, no traspasaría para nada los poros de mi ansiedad. Si bien el entorno musical seguía, para nosotros tres daba la apariencia que habíase detenido; seis ojos que registraban una especie de aislamiento ambiental que nos involucraba. ¿Debía decir algo con tal imprevisión? ¿Debía decirle a Selmi que sus piernas lucían más lindas tras ese dulce telón rojo a modo de vestido? ¿Debía mirar a Kalami y decir o tratar de decir algo de algo o no mirarla?

El saxo del grupo acompañaba esa locura de a tres con un viejo tema de Joe Cocker y la cara de culo de Selmi irradiaba rayos radiactivos hacia Kalami que sólo atinó a decir: -Eeee… Me presento, soy Kalami y trabajo en la redacción de la revista…
Luego calló y Selmi intercedió de manera no muy amable, no supe si fue de tal modo ya sea con respecto a Kalami o a mi persona. Luego le dije algo desorientado sobre su comportamiento tan… disparatado o por lo menos contradictorio producto del cual hube de improvisar en pocos minutos mi cara de oscuridad al borde de un imprevisto precipicio. -¡No es para tanto! -me esputó ella con una falta evidente de paciencia y hasta un fastidio bien expresivo- ¡Por lo que veo, pareciera que tu plan «B» estaba bien aceitado, más que bien! -continuó-

A todo esto, el moño me apretaba más y más y gotas de transpiración me cosquilleaban la yugular; Kalami optó por decir un ¡Bueno, mucho gusto, será hasta cualquier momento y que la pasen bien!. Luego partió y desapareció en medio del gentío que todavía quedaba

Selmi se sirvió una copa de champagne y mientras se fumaba un cigarrillo, ante mi intención de decirle algo me bajó la barrera de su tren bala: -¡A mí no me hables! -dijo-
Por los parlantes sonó la voz del cantante del grupo, el mismo dijo: -Ahora, para terminar esta más que agradable noche, vamos a hacer un último tema, el mismo es un viejo tema de Aretha Franklin: «Rezo una pequeña plegaria»…

Selmi duplicó las copas de su alcohol preferido, y luego tomó su celular e hizo un corto llamado; en ese rincón junto al balcón del loft observaba el incierto amanecer, luego hizo una seña hacia la planta baja, tomó raudamente su cartera y partió hacia la calle no sin antes decirme un chau casi prepotente mientras su figura desaparecía a bordo de un taxi. La gente había comenzado a disipar el ambiente, las últimas copas de lo que fuese aumentaban el constante movimiento de los mozos; desaté ese primer botón de la camisa que estrangulaban los últimos canapés y alcoholes perdidos, y al mismo tiempo, saqué el complemento de tortura en mi cuello, ese horrible moño pegajoso de tanguero y finitos bigotes, lo revoleé a la marchanta desde el balcón hacia el adoquinado; instantes después un cartonero con su carro, lo levantó y lo metió dentro de una caja junto a innumerables cachivaches, como yo, un simple objeto más que se descartaba en el momento menos pensado.

por Pablo Diringuer

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