Al Pie de la Letra
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El Juguete Rabioso
Fui tu juguete rabioso, fui tu mito encadenado – Acho Estol – La Chicana
El Juguete Rabioso

El Creador de los Juguetes Rabiosos

Roberto Arlt, todavía siguen deslumbrando con sus ficciones injustamente ignorada por sus contemporáneos, recién en la década del sesenta empieza a valorarse su obra entre los estudiosos y entre otros escritores. Sin caer en el redentorismo ni la falsa moraleja, los personajes de Arlt son un espejo donde se reflejan los porteños de pequeña clase media de los años ´20 y ´30 con sus caídas en la humillación, la angustia, la pobreza y el delirio. Pero no solo por esto permanecer el nombre de Arlt, su literatura es también una muestra de cualidad esencialmente vacilante y ambigua del afecto de escribir.

Roberto Arlt Junto a Conrado Nalé Roxlo -1923

Cuando el 26 de julio de 1942 lo tumbó la muerte, Roberto Arlt tenía cuarenta y dos años y hacia solo dieciséis que había ingresado en la vida literaria. En 1926 -el año memorable de Don Segundo Sombra, de Ricardo Guiraldes de Zogoibi de Enrique Larreta de Los Desterrados, de Horacio Quiroga-, había publicado sin mucha repercusión su primera novela El Juguete Rabioso. Luego, como si se agotase de un impulso, dio a conocer en solo cuatro años lo principal de su narrativa; tres novelas (Los Siete Locos 1929, Los Lanzallamas 1931; El Amor Brujo 1932) y un tomo de cuentos (El Jorobadito 1933) Las innumerables Aguafuertes, publicadas en distintos periódicos desde 1930, y otra colección de cuentos aparecida en Chile (El Criador de Gorilas 1941) cerraron su etapa de escritor de ficciones. En 1932 había descubierto la literatura dramática con la presentación de su pieza 300 millones, y a partir de entonces y en menos de diez años, escribió ocho obras, seis de las cuales pudo verlas sobre las tablas del pionero Teatro del Pueblo.

Pero ni los chisporroteos de su teatro, ni la aureola algo escandalosa de sus relatos, lograron que su fama literaria transcendiera inmediatamente después de su muerte. Quizás los sombríos años de la Segunda Guerra, y las conmociones criollas de entonces, colaboraron para que solo un reducido grupo de conocedores y de amigos, difundiera esa obra enigmática que había atravesado la escena literaria argentina con la velocidad la contundencia y el deslumbramiento de relámpago.

Acaso, lastrado por aquel ridículo equivoco de sus faltas de ortografía y de sintaxis, sin duda porque sus terribles historias eran un alimento demasiado fuerte o demasiado nuevo para estómagos delicados. Arlt no ingresó inmediatamente en el círculo de los estudiosos. Haciendo abstracción de la excesivamente devota escrita por Raúl Larra (Roberto Arlt, El Torturado 1950), hay que esperar hasta la década del sesenta para que se produzca el redescubrimiento de su obra, sobre todo narrativa. Lo que es más importante, otros escritores comienzan a rendirle homenaje en su propia obra Julio Cortázar, desde las páginas de Rayuela (1963) será uno de punteros de su generación “Descubrieron que Remorino era un entendido en Roberto Arlt y eso les produjo una conmoción considerable, por lo cual durante una semana no se habló más que de Arlt y de como nadie le había pisado el poncho en un país donde se perderían las alfombras”.

Ponchos y alfombras lo que de algún modo alude a esa bipolaridad habitual de Boedo y Florida estetizantes y comprometidos y confusiones semejantes. Un juego de opuestos no demasiado definidos sobre los que aun hoy se sigue discutiendo y que todavía estropea  la comprensión de la huella dejada por Arlt en la literatura argentina.

Es un lugar común, pero por ahí se debe empezar siempre  la obra entera que Arlt tenía su temperatura en la crisis de 1930. No porque actúe como mero reflejo de los sacudimos políticos y sociales de la época, sino a causa de que los acompaña desde su propio fuego interior, produciendo sus significados desde una masa de acontecimientos que, a caballo de la crisis mundial de esa década, canceló la mayor parte de los mitos sociales de la clase media argentina. Por otra parte,  nada más esclarecedor- para advertir la universidad, la “atemporalidad” de esa obra- que examinar los puntos de contacto que la unen con la de Dostoievski. Si se comparan, por ejemplo, Memorias del Sabueso (1864), y sobre todo, Demonios (1870), del novelista ruso, con los Siete Locos, Los Lazallamas y El Amor Brujo aparece un segmento común donde ambas producciones comparten los mismos temas, más allá de sus respectivos sustratos la búsqueda de la humillación u el sufrimiento: la obsesión de la culpa por crímenes infamantes la angustia y la enajenación producida por una ciudad a la que se quiere destruir por media de suicidio colectivo.

Pero aquí termina el paralelo. Si por una parte los relatos de Arlt se inscriben en una tradición ilustre que los enriquece no es menos cierto que hunden sus raíces en el aquí y el ahora de su tiempo y que están amasados con la levadura de la frustración y la inanidad del argentino urbano de clase media en la década del treinta. La misma levadura que engendró libros tan disimiles como El hombre que está solo y espera (1931), de Raúl Scalabrini Ortiz o Radiografía de la pampa (1933), de Ezequiel Martínez Estrada. Los personajes de Arlt, en ese sentido, con portadores de los grandes mitos que subliman los fantasmas de ese argentino de las capas medias el mito de la fuga de la ciudad, rumbo al campo puro y limpio, el mito de la destrucción de esa ciudad a cargo de sociedades secretas que redimen apocalípticamente de todas las humillaciones, el mito de la búsqueda encarnizada, sin esperanzas, del sentido de la vida y la felicidad.

Tan poderoso es el influjo oblicuo, mediatizado, de ese sustrato real, que los personajes aritianos quedan encajonados entre los límites precisos, el del sector más elevado y el del mas marginal de la sociedad. Ambos límites del primero, refugio de los valores más altos, el segundo, ámbito de lo horroroso y lo repulsivo (es significativa la audiencia de personajes del sector obrero)- marcan los territorios  vedados a los personajes uno por inaccesibles por humillante el otro. Encerrados en ese espacio mínimo, sin posibilidades reales de transformación los personajes aritianos- hombres grises de las pensiones, antihéroes mal vestidos y mal afeitaos, cavilosas  errabundos- ejercen el odio y la traición se humillan y son humillados, sueñan con el Apocalipsis o simplemente se suicidan.

Acaso haya sido esta poderosa fascinación pesimista la que produjo silencio sobre la obra de Arlt, como si a carga de la realidad, y la del mito que le vehiculizaba a través de sus narraciones fueran insoportables en su conjunto. En 1929, al contestar preguntas de una entrevista, Arlt confesó ser “un individuo inquieto y angustiado por este permanente problema de qué modo debe vivir el hombre para ser feliz o mejor dicho, de qué modo debo vivir yo para ser completamente dichoso“. Su obra no fue otra cosa que eso una búsqueda del recóndito significado de la vida y de la felicidad. Buscarlo, en épocas de crisis, supone desplegar la angustia a investigar el dolor y la miseria del hombre hasta sus últimas consecuencias. Acaso des esta la vigencia última de la obra de Roberto Arlt y el valor actual de esa lectura.
Por Andrés Avellaneda

Pasaje Roberto Arlt – Palermo – CABA

Juguete Rabioso

Veterano del insomnio,
soy un viejo prematuro.
Se me cansan las palabras
no es una forma de hablar.

Tengo una viola italiana,
cuando hay hambre no hay pan duro.
El Mario me la endereza
pero se vuelve a doblar.

Para garpar el casorio
y el anillo vendí el coche.
Inocente adolescente
rematé mi libertad.

Soy un yonqui de la tele
sin volumen a la noche,
como pa no molestarla,
aunque ella ya no está.

Loca, no me exilies de tu boca
por la culpa que te toca
mencioname una vez más.

Típico de mí que vivo en pena
se me da una mano buena
y la tengo que arruinar.

Vos te esmeraste conmigo
a mi vieja le dijiste que me ibas a domar.
Mi revolución era apariencia
me perdiste la paciencia cuando estaba por flaquear.

Fui tu juguete rabioso,
fui tu mito encadenado.
Me tomaste de amuleto,
un flaco para tu cruz.

Me amigué con tu retrato,
cuántas veces lo he besado.
Y lo abrazo preocupado
cuando se corta la luz.

En mi guitarra atorranta
hay un tango agazapado,
percanta que me amuraste
no te puedo ni cantar.

No me sale más lirismo,
tengo un verso atragantado
donde te mando a la mierda
después vuelvo a suplicar…

La Chicana
Juguete Rabioso
Acho Estol
Tango – 2003

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