También en nuestro país hubo algunos casos; el más conocido tal vez, fue el de Rufina Cambaceres. Una joven de clase alta que el día en que cumplió 19 años en 1902, falleció aparentemente de muerte súbita.
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Ataúdes y Catalepsia
“El movimiento de las mandíbulas en el esfuerzo por gritar me mostró que estaban atadas, como se hace habitualmente con los muertos. Sentí también que yacía sobre una sustancia áspera y que algo similar, a los costados, me estrechaba. Hasta ese momento no me había atrevido a mover ninguno de los miembros, pero entonces levanté violentamente los brazos que estaban estirados, con las muñecas cruzadas. Golpearon una sustancia sólida, leñosa, que se extendía sobre mi cuerpo a no más de seis pulgadas de mi cara. Ya no pude dudar de que reposaba al fin dentro de un ataúd” (1).
El estremecedor relato de Edgar A. Poe (El Entierro Prematuro), describe las sensaciones de alguien que súbitamente despierta dentro de un ataúd. El espanto experimentado por la víctima, pone en texto el miedo ancestral que desde el fondo de la historia hasta el presente padecen muchas personas, terror a ser enterrados vivos.
Tal miedo obsesivo se lo conoce médicamente como tafofobia.
Al margen de las complejas motivaciones emocionales que disparan muchos temores, reales o no, en el caso de los “muertos vivos” existieron casos que permitían tomar en serio la posibilidad de despertar en un féretro. Como la imaginación y los mitos circulan más velozmente que el conocimiento científico, ese fenómeno inexplicable durante siglos fue satisfecho con argumentos mágicos como brujería, vampirismo y otros.
De la antigüedad de ésta preocupación, habla la “Historia Natural” del historiador y militar romano Plinio “El Viejo” (siglo I d C.), quien comenta la posibilidad que algunos fallecidos en realidad, están vivos. Pero con los avances científicos y el auge del pensamiento positivista, en particular en el siglo XIX, de a poco se fue pasando de la negación de los hechos a considerarlos como posibles; pese a no existir explicaciones razonables.
Funebreros avispados vieron el negocio y en algunos países desarrollados, comenzó la producción de ataúdes con distintas “alarmas”. Una de ellas consistía en proveer al difunto (por si resucitaba), de una soga atada a una mano y cuyo extremo conectaba a una campana externa. Otros ingenios que ayudaron a esa posible supervivencia, eran tubos que permitían airear el interior del féretro suministrando oxígeno de afuera de la caja, y ataúdes con cerraduras que podían ser accionadas desde el interior. También cajones con visor que permitían observar al muerto, para detectar si seguía en esa condición. Pero todos esos recursos sólo estaban al alcance de quienes podían pagarlo; seguramente en bóvedas, porque el sentido común indica que estando bajo tierra en un terreno con cientos de sepulturas, el auxilio se complicaría mucho.
En ese contexto en Inglaterra a finales del siglo XIX, surgió la Asociación para la Prevención del Entierro Prematuro, que con criterio realista habría registrado numerosos casos de supervivientes después de “muertos”, pero al no existir normativas ni conocimientos categóricos para certificar la defunción, el tema siguió en una zona gris en la cual, fue lógico que la ciudadanía con los medios que tuviera a su alcance se ocupara del tema.
Al margen del significado filosófico de la palabra en cuestión y que es de antigua data (Grecia Clásica) y bajo criterios médicos, se llegó a aceptar en muchos casos que tal estado era una patología definida como catalepsia.
Se trataría de una manifestación de signos vinculados a epilepsia y otras enfermedades psicomotrices, pero retornando al tránsito del problema a través de la Historia, no deben asombrarnos los relatos sobre vampiros y otros seres que en general mediante pactos diabólicos, volvían al mundo de los vivos.
Los avances científicos pusieron en tela de juicio las explicaciones sobrenaturales.
También en nuestro país hubo algunos casos; el más conocido tal vez, fue el de Rufina Cambaceres. Una joven de clase alta que el día en que cumplió 19 años en 1902, falleció aparentemente de muerte súbita. Un médico constató la rigidez del cuerpo y la falta de signos vitales, diagnosticando el fallecimiento. Su cuerpo horas después fue depositado en una bóveda del Cementerio de La Recoleta. Se cuenta que el cuidador nocturno escuchó ruidos provenientes del lugar y avisó a la familia. Al registrarse el sitio, habrían encontrado el ataúd movido y al abrirlo, el cuerpo con rasguños y (se cuenta), con restos de madera en las uñas. La chica habría despertado de un ataque cataléptico falleciendo poco después.
La historia tiene más interrogantes que pruebas; extraña que en una época de presunto auge de la enfermedad (probable que se atribuyera a catalepsia cualquier muerte súbita) no se tomaran precauciones, desde conservar el féretro varias horas más en depósito, hasta obtener uno de esos cajones ya descriptos, con alarmas manuales (si había en el país).
Muchos féretros con y sin sistemas de prevención para catalépticos, pasaron por éste mundo. En pleno siglo XXI las técnicas científicas descartaron esa inquietud que durante siglos preocupó a la humanidad.