Al Pie de la Letra
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Las Flores Blancas
Julio y Romeo se miraron con manifiesta complicidad. Las casualidades son enigmas que suelen tener explicación
Las Flores Blancas

Julio Otermin y Romeo Salvatierra llevaban más de ocho horas caminando por unos parajes polvorientos y desiertos. Las cantimploras estaban vacías. En el trayecto no cruzaron ni una palabra. Tal vez, la sed mezclada con la tierra que entraba por bocas y narices, les impedía hablar o quizá en tiempos de difícil solución de los hechos, la cabeza prefiere andar sola y los pensamientos se tornan egoístas, endureciendo la lengua. Como fuese, se aproximaba la noche y no se veía un humano a la redonda ni siquiera una luz a lo lejos o, al menos, una vía de tren que condujese a algún lugar o, aunque sea, un poco de olor a lluvia lejana que sirviese de bálsamo a la desesperanza.

Julio, visiblemente agotado, se sentó en una roca puntiaguda y desplegó un mapa. Con el dedo índice trazó una línea recta. Si querían conseguir un poco de agua, habría que alejarse de la ruta 40 y tomar por un camino alternativo hacia un pueblo cercano. Eso le generó inquietud, no obstante, disimuló para no preocupar a su amigo. Guardó el mapa en el bolsillo, alzó la cabeza para mirar la caída de sol y supo que, para llegar a Cordobita, antes de la noche, era necesario apurar el paso. Miró a Romeo que parecía estar congelado esperando una palabra:

—Nos tenemos que desviar, hay un pueblito acá cerca. Serán cinco o seis kilómetros. Para la noche llegamos, cargamos las cantimploras y a la mañana seguimos viaje —dijo Julio con seguridad.

Romeo asintió con la cabeza. No tenía ganas de hablar. Solo sed. Se dejó llevar por el ritmo de los pasos de su compañero de ruta, aunque le dolían las ampollas sangrantes de los pies. Como si un hilo imantado mantuviese unidos a ambos muchachos, los pasos se tornaron parejos y firmes, a pesar del cansancio. Tal vez, en la adversidad, hay un dejo de supervivencia que elimina el dolor del cuerpo. Caminaron por un sendero escarpado, en ascenso. Al llegar a una altura considerable que permitía ver el paisaje, Julio alzó la vista. Una sonrisa se dibujó en su rostro cuando divisó una serie de muros de color marrón. Respiró con alivio.

Se encaminaron hacia ese caserío con ritmo ligero. A medida que se acercaban, el paisaje fue cambiando. En algún tiempo habrían sido casas de adobe, pero ahora, eran solo paredes desnudas, corroídas por el paso del viento, del agua y del sol. La única calle, de no más de doscientos metros, conducía a una pequeña iglesia de paredes blancas, tan relucientes a la vista que parecían recién pintadas. Romeo, el más creyente de los dos, corrió hacia allí. Al llegar frente a la puerta de madera, que permanecía cerrada, golpeó con ambos puños.

— ¿Hay alguien aquí? —dijo en voz alta.

Una, dos, tres veces. Fue en vano, nadie respondió. Enfrente de la iglesia había una construcción vieja. El cartel oxidado que estaba sobre el dintel de la puerta principal decía “Escuela 52”, y alguna otra cosa que no era posible descifrar porque algunas letras estaban borradas. Quizá fue la sequedad de la garganta, la sed o la imposibilidad de darle sentido a ese pueblo que parecía vacío; como sea, Julio recordó el “Juego del ahorcado”, ese juego que para formar la palabra hay que adivinar las letras faltantes. Se sintió como un jugador: faltaban piezas en ese lugar. Romeo pensó que si hubiesen seguido por la ruta principal algún camionero los habría alzado y no estarían ahora rogando que alguien abriese una puerta para darles un vaso de agua. Ese lugar parecía estar habitado por fantasmas. Al costado de la escuela había una pequeña plaza. Un cantero redondo con unas flores frescas llamó la atención. Donde hay flores hay vida, pensó Julio. Como ensoñados, ambos muchachos caminaron hacia allí. A medida que se acercaban abrían grandes los ojos, no podían creer lo que estaban viendo: dos regadores humedecían tímidamente unas margaritas. Los pétalos de las flores parecían oscurecer el día con su esplendor. Romeo y Julio cayeron de bruces en la tierra para beber el agua que salía en forma de llovizna. Cuando se sintieron saciados, se alzaron para dirigirse a la escuela. Primero golpearon las manos, nadie salió a atenderlos. Empujaron la puerta que, con blandura, cedió a las manos foráneas. Un panorama desolador los turbó.

La escuela no era otra cosa que una gran habitación abandonada, o al menos, eso parecía. Excrementos de pájaros sobre los bancos de madera y piso, sumado al aleteo incesante de dos murciélagos, bastó para que ambos jóvenes sintiesen un escalofrío, mezcla de temor y nerviosismo. Romeo fue el primero en reaccionar:

—No tengas miedo, es una escuela abandonada nomás. Ya es casi de noche —dijo, mientras encendía una linterna.

Ante la mirada expectante de Julio, tomó un palo que en su punta tenía pedazos de telas superpuestas.  Como pudo, en medio de las sombras, con esa escoba singular limpió no más de un metro cuadrado, al tiempo que aseguró:

—Dormiremos aquí y mañana bien temprano nos vamos.
—Parece que acá no vive nadie. Es un pueblo sin gente —dijo tembloroso Julio.
—Mejor así. La gente no siempre es buena —respondió con ironía Romeo.
—Si claro. ¡Quién habrá puesto el regador de la plaza? —replicó Julio.

Romeo carraspeó varias veces, un modo de hacer tiempo hasta tragar la incógnita:

—El que lo puso lo sacará, no es tema nuestro —dijo con dudosa seguridad.

El cansancio por la larga caminata, las idas y vueltas hasta el regador y la improvisada cena con un poco de engrudo a las brasas fue suficiente para sentirse satisfechos y de ese modo, conciliar el sueño.

En medio de la noche, un crujir de puerta sobresaltó a Romeo. De un codazo despertó a su compañero de viaje. Una sombra de poco más de un metro y medio se aproximó. Julio apenas pudo encender la linterna. Se sorprendió al ver a una menuda mujer que, con voz tierna, les dijo:

—Pueden quedarse todo lo que quieran. Aquí les dejo un botellón con agua y unos frutos secos.

Dicho esto, se fue con paso seguro, ante la mirada de poco entendimiento de ambos muchachos.

A la mañana siguiente, bebieron el agua y comieron las nueces. Ya más reconfortados fueron casa por casa buscando a la mujer que les había permitido dormir en esa escuela abandonada. Querían agradecerle. Entrado el mediodía, luego de haber golpeado en más de una veintena de casas de adobe semiderruidas, sin hallar pobladores, decidieron retomar la marcha con sus cantimploras llenas para ir nuevamente hacia la ruta 40 que los conduciría a una ciudad cercana.

Al pasar por la plaza vieron las margaritas recién regadas. Solo deseaban salir de allí. El misterio no es fácil de aceptar cuando la soledad se impone. Luego de varias horas de caminata, tuvieron la fortuna de encontrarse con un hombre entrado en canas que manejaba un “Rastrojero” viejo. Se detuvo a la vera del camino:

—Voy camino a “Los álamos”, si quieren los llevo, ya está por anochecer —dijo el hombre.

Romeo y Julio sonrieron y en un santiamén se subieron a la caja de la camioneta. El traqueteo les dio sed. Esos caminos de polvo no eran para cualquiera.

Ya entrada la noche, la camioneta se detuvo frente a un viejo almacén.

—Hasta acá llegamos, muchachos. Tomen este botellón con agua y estos frutos secos, los necesitarán.

Julio y Romeo se miraron con manifiesta complicidad. Las casualidades son enigmas que suelen tener explicación. Con ganas de saber más, Romeo se largó a hablar.

—Sabe, don, estuvimos en un pueblito abandonado. Dormimos en una escuelita y una mujer nos trajo lo mismo que usted: agua y frutos. ¿La conoce?

El hombre, con la mirada iluminada, respondió.

—Claro que sí. Herminia es mi mujer. Ella atiende la plaza, las flores y los fortuitos viajeros. Nosotros vivimos en el campo.
—¿Y por qué hace eso su esposa? —respondió asombrado Romeo.
—Porque es una soñadora. Cuando Cordobita comenzó a deshabitarse la gente se fue a vivir a “Los álamos” en busca de progreso, pero ella no piensa enterrar al pueblo que la vio nacer —respondió con orgullo.

Romeo y Julio se quedaron sin palabras.

Después de todo, las soñadoras verdaderas llevan prendido en su corazón los sueños vivos, y aunque los demás lo consideren ridículo, hay algo que late muy dentro, que permite florecer.

A los sueños solo hay que regarlos, como las margaritas de la plaza de Herminia, que cada vez están más blancas y brillantes.

Ana Caliyuri
Del libro “Cuentos Dulces para un Atajo”

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