Mundo raro el propuesto por ese conserje; se paseaba delante de las narices de todos de una manera tan displicente que hasta provocaba cierta especie de envidia, como si su imagen sin tiempos fuese ese anhelo oculto en todos nosotros por el cual, esos bebés con o sin biberón que ya no éramos, deseásemos llamar la atención de alguien que nos contenga y nos dé explicaciones alrededor de los Cómo y los Por Qué de las cosas. Saber con cierta anticipación la procreación de los acontecimientos porque estaba bien lo sucedido tal cual resultaba, siempre y cuando las situaciones fuesen buenas, esa elección o no elección de lo bueno por venir, si no se sabía, no importaba en absoluto ya que en nuestras vidas estaba más que bien el factor sorpresa de lo gratificante; pero en lo decepcionante, en lo inhóspito provocador de vacíos de todo tipo, allí terciaba y, entonces, ese señor con ese aro lleno de llaves era el objetivo principal de todas las miradas en el llano. Éramos simples mortales y nuestras respiraciones contagiaban bacilos y gustos e imágenes dentales de hablas en gestos. Allí, en ese suelo brillante de polvos volátiles y microorganismos expectantes en su función, nos paseábamos al son de la melodía solar tal cual nos la habían mostrado nuestros padres que a su vez les habían hecho lo mismo los suyos y así sucesivamente. Ser seres mortales que significaba lisa y llanamente que nacíamos en la inconsciencia y moríamos en un sueño; y en el medio, los ojos nos mostraban todo el devenir de las sensaciones. Anhelábamos el sonreír, el imitar los primeros sonidos salidos de las bocas de mamá y papá, los rostros de nuestros padres cuando nos hablaban; las mamaderas; los chiches; las ropas que nos gustaban; las novias o los novios… pero siempre nos acordábamos de las intenciones; de la buena o de la mala leche para con los sucesos. Predisposiciones al margen, parecía tal acto, quizá reflejo de personalidad; una manera de ser correspondiente o no, pero ocupante real del espectro social que nos contenía. Yo recuerdo en ese piso algún jefe de trabajos muy proclive al ensañamiento; el ejercer su supremacía poderosa de ambición sin medida ni clemencia, porque lo que importaba era su estratósfera ambiental muy por encima la simpleza individual. O algún noviazgo preso de la especulación en la mentira.
Gente. Gente de buena índole o de mala calaña; convivientes sobre la faz de la horizontalidad y todos, absolutamente todos, observando a ese señor conserje, poseedor del llavero que se paseaba de aquí para allá sin siquiera dirigirnos la palabra, que nos miraba todo el tiempo y no emitía juicio, sólo el tintineo acompañante de sus llaves qué más quisiéramos poseer, como simples y básicos entes de carne y huesos, menjunjes de intenciones intercaladas en ese gran hormiguero indescifrable de emociones mezcladas, material constructor de esta gran casa que nos cobijaba cuyas llaves correspondientes se hallaban en ese círculo de metal, cascabel llamativo de ese conserje aparentemente distraído.
Por Pablo Diringuer