Al Pie de la Letra
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Vías de Extinción Inexistentes
Relato de Pablo Diringuer en una situación ineludible para la foto en blanco y negro
Vías de Extinción Inexistentes

No me importa. Y me digo: «Ya pasará» como si el tiempo fuese algo alejado de mí, de mi persona, y mis lágrimas fuesen de un sábado ligado a un lunes laboral en donde los sentimientos genuinos no pasasen de un simple protocolo ligado a lo superficial.  He visto rostros y corazones mostradores de lo inesperado, de lo incorrecto a la hora del común denominador correspondiente del sentimiento y, por ende, me es difícil la punta de ese ovillo de ese barrilete que voló y la cola del trapo cosquilleó lo que esperábamos del otro.

Lo que es del uno, y lo que es del otro. Cada uno -da al suponer- defiende automáticamente lo surgido desde las entrañas del Ser. ¡Suena tan pero tan bien ese «Te amo»! que no hay lugar, no es posible esa maza de fierro templado que golpea fríamente y sin calores a la vista ese otro tan distante del «No te quiero ver más». Y entonces el devenido «Jodéte»; arreglátelas como la bolilla del girador ruletero te toque en suerte; nadie correrá en tu ayuda y la única puerta para abrir en tu socorro es la correspondiente llave que poseés en ese bolsillo secreto -que no lo es para nada- y que te muestra crudamente que su tela está gastada de tanto presagio individualista-creyente-innato-sabedor.

La primera luz que nos hizo saber de su existencia y la teta que nos hizo chupar esa leche rara -porque todo era nuevo- y el engrosar nuestra carne y poner feliz a nuestros padres era una situación ineludible para la foto en blanco y negro. Pero eso duró un pequeño lapso fraccionado de vida y luego vino nuestro vivo y directo de sentimientos multiplicados en medio de miles de inhóspitas personalidades que no sabíamos. “Tengo un pedazo de mí que se obvió de mí” y  no sé a dónde fue a parar y que no hay brujo ni gitano ni tarotista que me dé el menor indicio sobre su destino; me siento un paria con la mano abierta esperando una moneda que me haga sentir que soy algo, que haga rozar la piel del interés del que me otorga la vida en ese amor invisible que sé que está, pero no me toca el timbre ni me dice que alguien me avisa a través de otro que quiere saber de mí, que su interés va más allá de la circunstancia del abrir y cerrar de ojos como si lo chabacano se mezclase en un rutinario acostumbramiento dictado de almanaques. Tengo un beso que sabía en la práctica a quién le correspondía y ahora… se ahoga en la intriga del grisáceo de mi luz sin yodo que no puede profundizar. Extraño y no puedo evitar a pesar de los treinta números almanaqueros que se suceden unos tras otros. Besos son besos, labios que se tocan y a veces se muerden unos a otros; besos, también son besos que perciben olores y gustos que inevitablemente recuerdan y ninguna lavandina concentrada blanqueó hacia el olvido. Qué le voy a hacer, me pasa eso y desgraciados son los que vituperan mi estado inefable casi pre adolescente,  inexplicablemente dentro del cráneo, se fabrican lisuras e inconmensurables  justificaciones alrededor del dolor y la visión de lo que finalmente sucederá. Pero no. La vida seguirá en esa vía de ferrocarril que seguirá de norte a sur y de este a oeste y las personas subirán y bajarán y los andenes repletos de pasajeros moverán el tablero y las valijas –las tuyas- se cerrarán y abrirán y las bombachas y calzoncillos cambiarán de colores pero inevitablemente ocuparán ese diminuto lugar que parecerá grande pero en ese inesperado recuerdo posterior se achicarán todavía más para dejar un pequeño cuadradito quizás lleno de humedad pero no bien se acerque un recuerdo solar, aflorará en lo tangible de su real espacio.

Pareciera ser que el amor tocó la simpleza de nuestra piel y nada ni nadie lo podrá borrar sobre la faz de nuestro planeta de sensaciones. Me imagino si hay alguien que haya vivido 100 o 90 años sin sentir el tener ganas de estar con el otro u otra y no me lo imagino. No puedo dar lugar a la negación del erizo que nos pinchó y nos inoculó ese líquido raro y movedor de una electricidad que nos prendió la lamparita irradiadora de esa luz flashera que retrató esa foto que jamás se borró en ese rincón del músculo que latió como nunca antes.

Por Pablo Diringuer

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