Mucho se ha hablado de la decadencia de valores en nuestra Argentina, esa carencia de frenos morales y éticos que ha facilitado la corrupción y la ineficiencia en lo público y también en lo privado. Pero a dicha falencia debemos agregar, y no con menos importancia, la debilidad de amor por nuestra patria y de la responsabilidad ante nuestros compatriotas, sobre todo por parte de los sectores dirigentes.
Ello tiene su origen en los albores de la construcción de nuestra Nación y se encarna en no pocos de nuestros más reconocidos próceres, sobre todo en los vencedores de nuestras guerras civiles. Muchos de ellos compartieron una convicción que se extiende hasta nuestros días; nuestra patria carece de condiciones, sobre todo humanas o raciales, para valerse por si misma y solo es viable “colgada” de los intereses de la potencia de turno: Inglaterra, los Estados Unidos, o de los organismos representantes del poder financiero: FMI, Banco Mundial. Poderes que siempre recompensaron generosamente a sus “socios interiores”.
Es Alberdi, el ideólogo e intelectual más influyente de su época, nada menos que el redactor de nuestra Constitución Nacional, quien hará más transparente esa tendencia a descalificar lo autóctonos en desmedro de lo extranjero, dominante hasta nuestros días. Ya durante el bloqueo francés a nuestro puerto en 1840, escribía en El Siglo de Montevideo que “mi patria es la igualdad, la libertad y la fraternidad y por eso mi bandera es la tricolor (francesa)”. Tampoco tendrá empacho en subir a los barcos galos con Echeverría, Florencio Varela, Miguel Cané y otros, para ser espectadores de la heroica y victoriosa resistencia de paisanas y paisanos contra el ejército cipayo conducido por Juan Lavalle, otro mimado con calles y monumentos por nuestra historia oficial que nunca se escandalizó por sumisiones al extranjero ni por el asesinato de caudillos populares como Dorrego.
Alberdi, quien pasará la mayor parte de su vida en Europa, llegará al extremo de proponer que el idioma nacional fuese el francés, convencido como sus pares de que las tradiciones hispánicas y cristianas de nuestros sectores populares eran resistentes al “progreso”. A propósito, recordemos que el aporteñado Sarmiento (a quien sugestivamente se lo idealizará como “el profeta de la pampa” a pesar de haber nacido en la provinciana y montañosa San Juan) no escribirá en alguna roca de los Andes “¡barbaros, las ideas no se matan!”, sino “¡barbares, on ne true pas les idées!”.
Nada hay reprochable en la intención de incorporar a lo nuestro aquellos progresos de civilizaciones de allende los mares. Lo reclamable es que se hubiera hecho mejores esfuerzos para articular la supuesta “civilización” ajena con la prejuiciada “barbarie” propia. Tarea descartable para quienes pensaban como Alberdi quien, nada menos que en el texto de “Las Bases”, en el que nuestra Constitución será apéndice, escribirá: “Es utopía, sueño y paralogismo puro el pensar que nuestra raza hispanoamericana, tal como salió dormida de su tenebroso pasado colonial, pueda realizar hoy la republica representativa” (Pág. 5 de la edición de Besancon). Como puede verse don Juan Bautista no tendrá empacho de referirse a una “raza” desgradada a la que habrá que reemplazarla por otra mejor, la anglosajona: “Ella está identificada al vapor, al comercio, a la libertad, y nos será imposible radicar estas cosas entre nosotros sin la cooperación activa de esta raza de progreso y de la civilización” (Pág. 139) Es a esto y no a otra cosa a lo que se refiere cuando señala aquello tan frecuente y equivocadamente citado de “gobernar es poblar”. Poblar de cabellos rubios y ojos claros….
La propuesta de Alberdi y sus pares fue establecer el liberalismo que convenía a la potencia de entonces, Gran Bretaña, y a los comerciantes de Buenos Aires, pero esto no parecía posible con tanta “chusma” de gauchos, mulatos, indios y orilleros, es decir de argentinas y argentinos mayoritarios: “La libertad es una máquina que, como el vapor, requiere maquinistas inglesas de origen. Sin la cooperación de esa raza es imposible aclimatar la libertad en parte alguna de la tierra” (Pág. 143).
El racismo alberdiano es transparente en cada página que fundamenta “Las Bases” de nuestra Constitución Nacional, no por casualidad copiada casi textualmente de la norteamericana, incluyendo los errores de traducción de la versión de García Sena: “Haced pasar el roto, el gaucho, el cholo, unidad elemental de nuestras masas populares por todas las transformaciones del mejor sistema de instrucción: en cien años no haréis de él un obrero ingles que trabaja, consume, vive digna y confortablemente” (Pág. 43). Alberdi se explayará en consejos que aun hoy tienen dramática vigencia: “Proteged empresas particulares para la construcción de ferrocarriles.
Colmadlas de ventajas, de privilegios, de todo favor imaginable sin deteneros en medio (…)
Entregad todo a capitales extranjeros. Rodead de inmunidades y de privilegios el tesoro extranjero para que ese naturalice entre nosotros” (Pág. 49). José M. Rosas escribirá que esa “naturalización” que pedía don Juan Bautista no consistía “en una asimilación del capital foráneo al país sino, a la inversa, del país al capital foráneo”.
Es entonces en el ideario de algunos de nuestros próceres mayores, sin duda admirables por muchos otros motivos, donde debe rastrearse nuestra debilidad de sentimiento patriótico y la desconfianza en nuestras propias capacidades nacionales, culpables en medida importante de esta trágica Argentina de hoy.
Por Pacho O’Donnell – Debate – 30-05-03