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Alejandra Pizarnik: Destruir el Velo
La muerte voluntaria es un acto de soledad: acaece cuando el prójimo deja de existir como tal
Alejandra Pizarnik: Destruir el Velo

Lo que pasa con el alma es que no se ve/ lo que pasa con el espíritu es que no se ve/ ¿de dónde viene esta conspiración de invisibilidades?/ ninguna palabra es visible/ (A.P)

Alejandra Pizarnik en 1956
Vigencia – Diciembre 1980

“Y entonces, Alejandra”- le pregunté un día- “¿no valdría la pena intentar, como afirmaba Rimbaud, someter lo visible a lo vidente? ”Esto pudo ser una mera digresión, un humilde llamado que servía también para mí misma, para impulsarnos a ambas a indagar en las leyes espíritu, a buscar más lejos o más hondo que lo habitual. “Si pudiera hacer eso- contestó Alejandra- tal vez dejaría de escribir” (Ayúdame a escribir palabras, en esta noche, en este mundo).

Parecía afirmar con esto que su escritura solo podía darse en el terreno de la búsqueda o lo conjetural, que esas zonas eran las únicas en las cuales el poema podía cumplir el máximo su función de presentar y representar.

Desde la época en que nos conocimos, en plena adolescencia, entre la angustia y el fervor que le son propios, parece hacer señas aun, una Alejandra olvidada bajo los atuendos de tantos personajes que luego le sucedieron. Le sucedieron a ella misma, sobre su primera imagen. La Alejandra de entonces era traviesa, irónica, capaz de seducción y de cierta alegría de vivir que luego se diluyó en formas de sarcasmo y desesperanza. Entonces, nuestra amistad surgió de golpe, como suele ocurrir entre seres opuestos, pero coincidentes en lo fundamental, en vivir la poesía como razón de ser, en el compartir iluminado, en el “querer con el otro”. Desde aquellas tardes transcurridas en las inmediaciones de la facultad, en un café, en casas de amigos, la Alejandra naufraga hace señales, no acepta ser borrada (llamé, llamé, como la naufraga dichosa) y así resurge su sentido del humor original y caustico, capaz de reinventar el mundo, descubrir el yo secreto de los otros, enunciar una realidad absurda- al modo patafísico- con sus propias leyes tan misteriosas como verdaderas. Luego fue como si echara a andar por una oscuridad hechizada en la que cada poema era como un destello arrancado a una penumbra. (A mi oscuridad no la mata ningún sol).

Los viajes parecieron dejara más sola, aun teniendo amigos. “Total, que me puede hacer un poco más de soledad”- le escribió a Antonio Requeni desde Paris. De regreso, en Buenos Aires, comenzaron los provocados  insomnios, las alucinaciones, las repeticiones oníricas, los parajes inventados, los “déja vu” (como Alicia en el país de lo ya visto). Por esas noches desfilaban sirvientes silenciosos con antorchas y copas envenenadas, abuelas desaparecidas que contaban historias junto al samovar, muñecas de rostros en peligro con nomeolvides en el sombrero, soles diminutos convertidos en piedras preciosas entre los dedos de una enana. Alejandra y el silencio, Alejandra y el disco repetido, obstinado, El adagio de Albinoni, una canción de Leo Ferré, una vieja tonada judía tocada por la secta jasídica. Alejandra y su persecución de la palabra, del poema, (palabras reflejadas que no se dicen/ en poemas que no fluyen, yo naufrago). Naufragio otra vez, en los sonidos ocultos de la noche, en loa fantasmas de papeles recortados. Miedo, a veces otra carcajada irónica, burla con respecto de quienes todavía luchan por insertarse de algún modo en la estupidez de lo cotidiano.

Esto debía conducir por fuerza al naufragio definitivo, al hallazgo de una isla donde ya no fuera necesario hacer señales hacia la otra orilla, en la que quedaba alejado para siempre su “jardín de Lilas”.

No tenemos pruebas de que ese 25 de setiembre Alejandra se haya quitado voluntariamente la vida. Pero, de cualquier modo y aunque todos tengamos impulsos fanáticos, en ella estaban particularmente acusados (hubo antes dos intentos de suicidio). Era una merodeadora de la muerte, estaba fascinada por ella: un verdadero abismo que la atraía irremediablemente. Solo podía tocar el mundo con el lenguaje. El lenguaje era para ella la única vía de consustanciación con lo otro y los otros. Al final, la palabra acabó volviéndose muro, imposibilidad, separación. Acaso faltó aquella lección Zen que se relaciona con la reflexión de Tennyson cuando deseaba a través de una flor, comprender en un todo lo que son Dios y el hombre. Un maestro Zen hubiera tomado la flor, la hubiese estrujado y luego preguntado a su discípulo: ¿Sabes ahora lo que son Dios y el hombre? Estrujar la flor, quemar el libro, destruir el velo. Hay quien lo intenta por medios místicos o religiosos, otros a través de la acción, a algunos privilegiados les es revelada la esencia.

El poeta es un intento perpetuo de alcanzar esta esencia, solo que en algunos el intento es más esperanzado, a veces tocado por pasajeros reflejos de gracia.

Alejandra emprendió un viaje donde el ámbito se fue cerrando cada vez más: el ámbito del poema y ámbito de la vida. He desplegado mi orfandad sobre la mesa, como un mapa dibujé el itinerario. / Los que llegan no me encuentran/ los que espero no existen.

Tal vez por eso La última inocencia estalló, por eso, una madrugada de un modo elegido consciente o inconscientemente, se consumó su unión mística con un mundo que para ella no podía ser real o cotidiano, sino espectral, silencioso, transfigurado.

Yo no sé qué más decir, está oscuro y quiero entrar, yo no quiero decir, yo quiero entrar.
Por Elizabeth Azcona Cranwell  – Vigencia –  Buenos Aires – Diciembre 1980

Presencia de Alejandra Pizarnik
La vida real suele articular paradojas mucho más singulares que las ficticias. Todo suicidio espanta porque es un acto de desesperación y, más allá de eso, una desahuciada denuncia a la comunidad. La muerte voluntaria es un acto de soledad: acaece cuando el prójimo deja de existir como tal. La figura de Alejandra Pizarnik está entrando paulatinamente en el mito.

Para muchos jóvenes esta pobre infanta difunta es el símbolo desgarrado de un escepticismo radical que acaso sientan ellos mismos. Paradójicamente, la imagen de Alejandra ha logrado- años después de la muerte- formar una suerte de comunidad amorosa, secreta y silenciosa que hace de su figura el síntoma de un profundo desamparo. Vigencia no quiere contribuir a gestar ningún mito. A través del testimonio de Elizabeth Azcona Cranwell y Rodolfo Alonso, amigos de esta condesa- que ahora es mucho más etérea que sangrienta- solo pretende rendirle un escueto homenaje. El material poético que se reproduce a continuación pertenece a una antología editada en 1968 y le fue entregado un año después a Diana Blumenfeld por la propia Alejandra Pizarnik; el destino del mismo era una publicación antológica que se proyectaba hacer en México. Los dibujos que acompañan a los poemas son inéditos y revelan el trazo infantil y desgarbado de la autora. Por último, queremos agradecer la minuciosa dedicación de Raúl Gustav Aguirre quien ayudó a ubicar el origen de estos poemas guardados para una edición que no se produjo.

Contemplación
Con miedo antiguo se lamentan o lloran las voces.

Formas fugitivas venidas para la ceremonia en la que arrancarán de ti el corazón de tu lejana figura. La noche relampaguea dentro de tu máscara. Te agujerean con graznidos, te martillean con pájaros negros. Colores enemigos se unen en la tragedia.

Cuando llegamos al centro de la oscuridad el bosque se abrió. Murieron las formas despavoridas de la noche y no hubo más un afuera ni un adentro. Te precipitaron, desapareciste con la máscara en la mano. Y ya nada se pareció a un corazón.

La Celeste Silenciosa
Cerraron el rostro que fue idéntico
Al más alto sueño de la augusta infancia
Y pájaros temerosos en repliegue rapidísimo
De plumas negras hicieron el paisaje perfecto del terror.
Soy tu silencio, tu tragedia, tu veladora.
Puesto que sólo soy noche,
Puesto que toda noche de mi vida es tuya.

La Separada en lo que es
Otoño en el azul de un muro: sé amparo de las pequeñas muertas.

Cada noche, en la duración de un grito, viene una sombra nueva. A solas danza la misteriosa autónoma. Comparto su miedo de animal muy joven en la primera noche de las cacerías.

La Consagración de la Inocencia
Si de pronto una pintura se anima y el niño florentino que miras ardientemente extiende una mano y te invita a permanecer a su lado en la terrible dicha de ser un objeto a mirar y admirar.

No (dije), para ser dos hay que ser distintos. Yo estoy fuera del marco pero el modo de ofenderse es el mismo. Briznas, muñecos sin cabeza, yo me llamo, yo me llamo toda la noche. Y en mi sueño un carromato de circo lleno de corsarios muertos en sus ataúdes. Un momento antes, con bellísimos atavíos y parches negros en el ojo, los capitanes saltaban de un bergantín a otro como olas, hermosos como soles. De manera que soñé capitanes y ataúdes de colores deliciosos y ahora que tengo miedo a causa de todas las cosas que guardo, no un cofre de piratas, no un tesoro bien enterrado, sino cuantas cosas en movimiento, cuantas pequeñas figuras azules y doradas gesticulan y danzan (pero decir no dicen), y luego está el espacio negro – déjate caer, déjate caer-, umbral de la más alta inocencia o tal vez tan sólo de la locura.

Comprendo mi miedo a una rebelión de las pequeñas figuras azules y doradas. Alma partida, alma compartida, he vagado y errado tanto para fundar uniones con el niño pintado en tanto que objeto a contemplar, y no obstante, luego de analizar los colores y las formas, me encontré haciendo el amor con un muchacho viviente en el mismo momento que el del cuadro se desnudaba y me poseía detrás de mis párpados cerrados.

Privilegio
I
Ya perdido el nombre que me llamaba,
su rostro rueda por mí
como el sonido del agua en la noche,
del agua cayendo en el agua.

Y es su sonrisa la última sobreviviente,
no mi memoria

II
El más hermoso
en la noche de los que se van,
oh deseado,
es sin fin tu no volver,
sombra tú hasta el día de los días

Cantora Nocturna
Joe, macht die Musik von damals nacht…
A Olga Orozco

La que murió de su vestido azul está cantando. Canta imbuida de muerte al sol de su ebriedad. Adentro de su canción hay un vestido azul, hay un caballo blanco, hay un corazón verde tatuado con los ecos de los latidos de su corazón muerto. Expuesta a todas las perdiciones, ella canta junto a una niña extraviada que es ella: su amuleto de la buena suerte. Y a pesar de la niebla verde en los labios y del frío gris en los ojos, su voz corroe la distancia que se abre entre la sed y la mano que busca el vaso. Ella canta.

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