Al Pie de la Letra
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Mancha Roja
Cuento de Pablo Diringuer
Mancha Roja

Las hipótesis de lo que uno tendría que hacer y… simplemente no hace. Buscar a alguien a quién entender y considerar… pero… es tan grande la trayectoria del entendimiento que… hasta se pierde en el intento.

Mundo apócrifo y lleno de desacuerdos, no solamente de horizontes visionarios de vidas sociales en cuanto a la simple convivencia de un mundo mejor, sino con respecto a lo individual de lo que nos acontece en lo inmediato de tener una relación sentimental que nos traiga esa simple isla de estar al lado de una persona que perciba que queremos tener algo con ella y nos corresponda.

Íntimamente pienso en esa rudimentaria frase y a la vez tan llena de perfectos sentires de epitelios que nos hagan acariciar al otro sin medir consecuencias de ninguna índole: «Te siento y… también abro esa compuerta del amor oculto lleno de vericuetos indescifrables, hasta ásperos de decires y “persecutas” inocentes».

Sucede y sucedió o, sucedió y sucede, la cuestión que, finalmente lo hice y me fui completamente solo a ese boliche raro que no tenía nada que ver con San Telmo ni Palermo; no, este nuevo o inédito lugar para mi persona me encontró en un sitio lleno de neófitos al acecho de personas de ambos sexos presos de la novedad de un gran interrogante frente al que ni por las tapas, imaginárase encontrar tras esa música psicodélica de tiempos “ha” en donde los pelos largos o las túnicas de colorinches volaban frenéticamente en el medio de un Poder imponente sin marcas de modas ni empréstitos de pseudo créditos a pagar en cuotas falsamente llenas de beneplácitos que jamás ocurrirían.

Bar rudimentario si los hubiere y mesas de madera de cajones barnizados con latas de esmaltes alba vencidos en sus orillos y botellas raspadas sin etiquetas sobre las mismas y parlantes encajonados de disímiles pulgadas que permitían oxigenar el ambiente con melodías lejanas de grupos musicales que ya, simplemente no existían. Carrasperas de cantantes llenos de alcoholes y ácidos viajeros que contaban historias indescifrables de aquellas épocas y, aunque los legendarios tomásemos nota, poco importaba en esta actualidad que todo lo fenece.

Yo me pudrí de mi viejo barrio careta de Palermo y de su pendeja sonrisa de cuellos blancos y polleras plastificadas de complacencia acomodaticia de sueldos ejecutivos a bordo de autos nuevos cuyos caños de escapes rajaban pedos enervados de machos de pitos largos a la espera de esos labios rojos tenues carmesí de amores superficiales al son de la música de turno. Y entonces me fui del perímetro chamuscado de quemazones de pezones con y sin corpiños pero que se parapetaban tras esa hipocresía barata del derrumbe pero que, brillaban de modernidad dominante bajo ese espectro decadente.

Amores a primera vista o lo que fuere; yo la vi en ese raro lugar y las luces no me permitían notar su perfección. Dijo llamarse Tatiana y su acento “palabreril” me dio la pauta de encontrarme con alguien totalmente distante de mi simple idiosincrasia de bonaerense-porteño con caña de pescar y anzuelos filosos y brillosos bajo ese océano acuoso de interrogantes. Ella tomaba vodka y en ese baile esporádico de músicas de los ’70 salió con su vaso lleno de alcohol hielero y yo me acomodé frente a ella que sola bailaba al son de un tema de Creedence. De entrada no dijo nada pero instantes después acomodó sus pasos con los míos… es que… yo hube de conocer lo de aquella lejana época y sabía de lo que hablaban mis piernas y Tatiana me siguió como si fuese su leal maestro. En pocos minutos su vaso quedó vacío y su rostro ambientó con el mío, hasta dio la impresión –desde afuera- que ya hacía bastante que nos conocíamos.

Fue en un tema de “The Hollies” –“La mujer del largo y fresco vestido negro” que ella decidió parar. Las manos –las nuestras- se miraban y los gestos de tomarse sólo fueron eso, como dejar flotando los puntos suspensivos de algo que quizá, hubiese sido comprensivo y hasta ineludible; pero no lo fue.

Ella me llevo hasta la barra y nuevamente su mirada hacia el barman lo dijo todo: otro hielo flotador en ese océano de vodka mientras esos labios rojos insinuaban dejar sus cicatrices en el vidriado borde. Allí pude verla tal cual las luces blancas me acomodaban sus gestos, vi también sus facciones en detalle; ella era de piel muy blanca y un raro color claro de ojos casi transparentes que resaltaban sus irises, los labios extremadamente pintados de rojo profundo contrastaban con el blanco de su perfecta dentadura… pero lo raro de Tatiana era su acento al hablar que la hacía todavía más extraña al entablar esas primeras palabras en la incipiente conversación. Parecía venir de muy lejos y su idioma bastante sorprendente a mi entender, entremezclaba palabras mal habladas en español con otras de ese lugar lejano a mi conocimiento. Finalmente deduje que su lugar de origen pertenecía a territorios litigiosos del sur de Rusia con Ucrania; imposible saber la razón efectiva sobre por qué ella había terminado aquí, en la Argentina, en ese bar raro tan alejado de su cuna. Ella, básicamente reía pero en realidad, tanto no me lo explicaba, es que si bien nos decíamos cosas, poco y nada aclarábamos los significados de las mismas, los gestos acompañaban todo el tiempo la intención del mensaje y las manos y las expresiones exageradas cumplimentaban el verdadero mensaje. Éramos pésimos traductores de nuestros dichos pero nos las arreglábamos para emitir lo que queríamos decir, luego, claro… reíamos porque sí, porque quién sabe si lo que nos decíamos se correspondía con lo recibido desde el otro lado. Vaya uno a saber si efectivamente se reía por lo dicho o exactamente al revés, la risa respondía el no saber qué carajo nos estábamos diciendo. Todo un verdadero dislate y que pase lo que pasase, bienvenido sea en ese momento.

En esa barra pasamos gran parte de la noche y, de a ratos, con algún tema musical que a ella le gustase, volvíamos a la pista oscura de luces pero iluminada de sonidos lejanos; allí tomé conciencia que ella parecía volcarse más a esos grupos musicales de las décadas del 70 y 80 mientras que cuando aparecía alguna música más cercana en el tiempo, decidía abandonar la pista y regresábamos nuevamente a la barra.

Así fue como nuestras sangres se vieron trocadas por transparentes alcoholes que estiraban las palabras y borroneaban las miradas. También noté los propios tics de las mujeres en ella, supuse previamente que por el simple hecho de venir de un lugar lejano Tatiana no lo tendría, pero me equivoqué, ella cada tanto solía ir al baño y tardaba unos cuantos minutos en regresar. Y cuando volvía, parecía haber rejuvenecido o algo así; hasta daba la apariencia de haberse maquillado nuevamente y su rostro perfecto brillaba de juventud. Mi gusto particular sobre las mujeres no me impactaba en la espontaneidad de mí ser; o sea, no era el prototipo de mina rubia y de ojos claros el que me atraía irracionalmente en mi interior, pero en el caso de ella, inconscientemente hice la excepción. No sé si era por la locura de su acento idiomático raro; por sus gestos para entendernos o qué, pero hube de reconocer en mi interior que había algo en ella que me atraía por sobre las demás.

En esa enésima vez nuestra en la barra y luego de haber movido articulaciones al son de Doobie Brothers (“Escuchen la música”) ella volvió transpirada de movimiento y, se secó su frente con una servilleta de papel: allí me percaté que su rostro estaba embadurnado de una gran capa de revoque-base color piel pues el tenue marrón sobre el papel evidenciaba el mismo. Inmediatamente miró su imagen en los espejos adornados de botellas y casi de inmediato decidió dirigirse otra vez al baño. Me había llamado la  atención lo raudo de su comportamiento así como también, una primera impresión de ver en su cara un cambio de color o algo así en la zona de su nariz y frente.

En esta nueva oportunidad, ella tardó más de la cuenta y hasta pensé que se sentiría mal o algo raro que le hubiese sucedido. Pero no; justo a punto de levantarme e ir hacia el excusado, ella apareció como siempre, radiante en su imagen.

“Cada persona es un mundo” –inevitable la expresión popular- y en este caso que me ocupaba no podía dejar de pensar en que algo le ocurría y, si bien no tenía que perseguirme por nada, me incitaba pensamientos fuera de lugar por ese resorte que casi automáticamente la expulsaba entre tema y tema musical que la hacía transpirar después del enrosque bailantero. Ella notó mis interrogantes y como una clarividente en funciones, anticipó las respuestas por mis evidentes gestos: -Hay algo que… todavía no te dije –me señaló con su raro castellano- tú me gustas… pero hoy es una noche… llena de confusiones… soy de… me gustan también las mujeres… me gustan varones y mujeres y no sé hoy que haré… además tengo un… ¿cómo se dice? Com… complejo… ¿Ves? –me señaló su frente, nuevamente pintarrajeada de base- bajo esta pintura tengo una gran mancha roja que me acompaña desde nacimiento y siempre desde que supe todos me hacían chistes y se reían de mí, nunca pude saber qué tenía que hacer con esto…

Me quedé –o nos quedamos- absortos por sus dichos y las miradas dejaron traslucir una cierta fijación de rayos x de un súperman que todo lo inundaba. Ella se refregó con su dedo índice esa nueva capa de tizne marrón sobre su cutis para dar lugar inmediatamente a esa famosa mancha roja que semejaba un gran continente sobre su planisferio facial. Vinieron a mi mente pensamientos absurdos y por demás descartables y me los quedé dentro de los tres milímetros del hueso craneal: la imagen de un viejo presidente ruso llamado Gorbachov ocupó el espacio; él y su mancha roja en ese mismo lugar ambientaron la absurdo de la situación; pero de Gorbachov no tuve conocimiento sobre su situación sexual, aparentemente a él solamente le gustaban las mujeres, de hecho siempre había estado casado con una y nada más hubo de trascender al respecto. Y yo seguía allí con la mirada perdida hacia Tatiana que esperaba algo de mí que no salía, un rayo de sol que todavía se acurrucaba dentro de una frazada a la hora cuatro.

Yo nunca había incursionado con ninguna bisexual, o por lo menos no que me hubiese enterado pero… ¿Acaso había algún problema de mi parte? Pues ninguno -me respondía- si ella tenía ganas de estar conmigo y yo con ella, nada cambiaba. Pero el problema era ella y su duda y su complejo de mancha roja. La quise acariciar en esa barra rodeada de luces y sonidos pero ella, dejando traslucir su mancha frenéticamente roja, corrió su rostro y en ese impasse imprevisto de mi parte, Tatiana escapó miradas hacia la nada y esos ojos dispersos en medio de un bosque de botellas, encontró resguardo en otras ramas humanas de colores imprecisos.

Ella dejó su último vodka sobre esa irregular madera posadora de dispersos vasos, y el inconfundible acariciado por su boca, dejó el sello de su rugosidad labial en el borde del cristal. La vi alejarse nuevamente hacia la pista bajo el manto musical de “The Archies” y su “Sugar, sugar”; la aparición de una chica de pantalones blancos acampanados al son de sus pasos, me hizo desistir de terciar en discordia; Tatiana parecía sonreírle en medio de la penumbra de la pista y las cuatro piernas parecían a cada instante entenderse más y más en ese acercamiento mutuo… la mancha roja otra vez se  mimetizaba en su zambullir melodioso de dispersiones amorosas.

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