Epitafios
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Desaparecidos Sin Tumba
“Mi tumba no anden buscando / Porque no la encontrarán”. - Milonga del Fusilado
Desaparecidos Sin Tumba

“Mi tumba no anden buscando
Porque no la encontrarán”.
Milonga del Fusilado – Los Olimareños

Hemos reflexionado bastante sobre los epitafios y sus beneficiarios; los yacentes cuyos sepulcros están identificados por la lápida, la estela de piedra o la cruz casera con algún nombre tallado a mano. Hasta allí y obviando las diferencias infinitas generadas por cada pueblo en cuanto a modalidades rituales, las prácticas responden a tradiciones milenarias;  y es como si cada cosa, el cadáver y su identidad por ejemplo,  estuvieran dentro del orden natural establecido por las diversas culturas, regiones y épocas. Pero también están los otros, aquellos que trastocan ese orden trabajosamente construido durante siglos: los desaparecidos.

En toda situación de gran guerra o en grandes catástrofes naturales, los desaparecidos fueron y siguen siendo reportado muchas veces, de a miles. Pero hay un caso emblemático que estremeció al mundo del siglo XX, un siglo que no se caracterizó precisamente por su humanismo; hablamos de los detenidos – desaparecidos en América Latina y Argentina en particular.

La dictadura cívico – militar instaurada en la Argentina el 24 de marzo de 1976 bajo pretexto de combatir el accionar de organizaciones político militares de izquierda, estableció un plan sistemático de exterminio de opositores políticos, gremiales y sociales,  independientemente de su pertenencia ideológica o si su práctica estaba encuadrada en el orden legal o no. Los miles de casos de secuestros, asesinatos, torturas, violaciones y robos de bebés, despojo de bienes y otros brutales atropellos, signaron al llamado Proceso de Reorganización Nacional (1976 – 1983) como el instrumento más letal de aquellos factores de poder que históricamente desconocieron la voluntad popular y se hicieron del gobierno violentamente; con las Fuerzas Armadas como ariete.

El Terrorismo de Estado con sus inmensos recursos, fue la figura operativa de la matanza; los desaparecidos, su resultante más dolorosa. “Lo habrán matado sus compañeros”; era una de las cínicas respuestas  que los represores daban a las desesperadas madres y abuelas cuando recorrían interminables pasillos preguntando por los suyos. “Deben estar en el exilio”, alentaban falsamente otros voceros.

Pero el desaparecido seguía sin aparecer. Pronto fueron miles los casos conocidos y certificados por legiones de testigos; el clamor de “Aparición con vida y castigo a los culpables” comenzó a ser gritado por miles de gargantas a la luz del día. Y vinieron la Guerra de Malvinas con su secuela de tumbas sin nombres, el fin de la dictadura, los juicios a los genocidas, las condenas, las leyes de amnistía y los indultos. Y finalmente, con otros gobiernos, la anulación de las leyes de impunidad y la prosecución de los juicios; con condenas en muchos casos y absoluciones en otros. Con la muerte natural y en libertad de los responsables en otras tantas causas. Pero los desaparecidos siguieron en su condición de tales. Salvo mediante los trabajos del Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF) sobre restos sepultados como NN durante la dictadura, pudieron ser identificados algunos detenidos – desaparecidos. Y esos restos recuperaron su identidad, su historia y un lugar donde sus allegados pudieron después de décadas de incertidumbre, rendirle homenaje.

Pero siguen siendo muchos más los que perduran en el recuerdo y en el afecto de miles de familiares, amigos, compañeros. Son los que sus historias y fotos deambulan en el mundo de los vivos; en los recordatorios y homenajes, en los nombres y apellidos de sus descendientes; pero los cuerpos no están. Decíamos que en la Antigüedad los epitafios de las tumbas a la vera de los caminos, daban razones e ilustraban acerca de las cualidades de quienes yacían bajo esos recordatorios, esos cuerpos que se encontraban cubiertos por piedras o tierra. Pero también había sepulcros vacíos; los que correspondían a quienes habían fallecido lejos, en accidentes o en la guerra. No obstante sus parientes o amigos sabían que en algún punto determinado del mar o la tierra conocida hasta entonces, el muerto estaba. Pero en los casos de las víctimas del  terrorismo de Estado y producto de la metodología del secuestro, el detenido – desaparecido pasaba (públicamente) a integrar esa calificación increíble con que el dictador Jorge Rafael Videla intentó explicar lo inexplicable: “Ni muerto ni vivo; no tiene entidad, no está”. Sólo el recuerdo y la angustia permanente alimentada por la duda. Durante muchos años.

No fueron las víctimas del terrorismo estatal de los años setenta los primeros en engrosar la trágica categoría de desaparecidos. En 1955 después de consumarse el golpe cívico militar contra el presidente Juan D. Perón,  el cadáver embalsamado de María Eva Duarte de Perón; Evita para la historia y el mundo, la esposa del mandatario depuesto, fue secuestrado por un grupo comando de su lugar de reposo, la Confederación General del Trabajo (CGT). El cuerpo estuvo desaparecido durante 16 años, luego de atravesar increíbles peripecias. Donde estaban sus restos, fue el secreto mejor guardado de la Argentina. Sólo lo sabían las cúpulas militares que a modo de posta, se iban pasando la información a medida que su jerarquía lo ameritaba. En 1971 y probablemente como parte de una estrategia política, el dictador de turno, general Alejandro Lanusse, devolvió el cuerpo a su esposo, el General Perón. Evita, la primera desaparecida. Pero hubo otros casos notorios, como el del joven obrero y militante peronista Felipe Vallese. Secuestrado y torturado por un grupo policial en 1962 y cuyo cuerpo no apareció nunca.  Entonces las paredes de las ciudades y pueblos se convirtieron en suertes de epitafios gigantes, evocando a Vallese y sus luchas, replicados en miles de paredes y en recordatorios en periódicos hasta nuestros días. Triste y oscura suerte la del detenido – desaparecido; “Trapacerías de la muerte / sucia como el nacimiento del hombre”, generalizó Jorge Luis Borges en su poema “Chacarita”. Pero nunca más acertadas esas imágenes de muertes trapazas, traicioneras y sucias. En muchos casos aún impunes.

Los obituarios en las páginas de los diarios son de antiguo registro, ya que para ciertos sectores socioeconómicos argentinos, no publicitar sus fallecimientos en las páginas del matutino porteño La Nación equivalía a la muerte social para todos los deudos del flamante occiso. Pero  ya en los años de la recuperada democracia post Proceso de Reorganización Nacional (1976 – 1983), el diario Página 12 se convirtió en la referencia natural para recordar a miles de detenidos – desaparecidos en la fecha aniversario de su secuestro o asesinato. La inmensa lista de nombres que desde hace muchos años pueblan las páginas del matutino con sus clásicos recuadros, han convertido esas páginas en una especie de sección inorgánica, dispersa y dolorosa, que según el azar del calendario pueden ser más o menos numerosas. Con comentarios medidos y formales, con frases encendidas de amor filial o consignas combatientes, con textos literarios del desaparecido o de terceros, con referencia a la persona evocada o a las víctimas del terrorismo de Estado en general. Con fotos de las víctimas, congeladas en tiempos de la catástrofe o antes; y las firmas. Firmas de hijos, parejas, padres, abuelos, nietos, amigos… las listas de vínculos suelen ser extensas. Otras estelas de papel, describen escuetamente al desaparecido, a veces sin fotos; pero reclaman al lector: “Si lo conociste comunicate con nosotros”; a un número de teléfono o un correo electrónico. También están los homenajes colectivos, institucionales. Como aquel que un día de diciembre de 2012 el personal del Hospital Nacional Profesor A. Posadas dedicó a sus diez trabajadores desaparecidos en los años de plomo. “Porque nunca se fueron. Porque siempre están en y con nosotros en la defensa del hospital público y gratuito. Porque no olvidamos, no perdonamos. ¡Presentes… Presentes!”  Cierra la conmovedora estela colectiva. En otros casos, es el detenido – desaparecido que interpela al lector desde alguna carta o poema rescatado de la catástrofe: “No sé si la lucha como paso cotidiano de vida es la que impulsa todo…”; dice Adela Noemí Goyochea en una carta escrita a una amiga. Adela fue “secuestrada – asesinada” (dice el recordatorio) el 20 de julio de 1976. “A 35 años de tu asesinato seguimos en la búsqueda de la verdad y la justicia”, reza el epitafio periodístico publicado en ese medio en julio de 2012.

En ese abanico de epitafios de papel el recordatorio a veces trasciende el diario, como el publicado por ese medio el 3 de agosto de 2012 en que el espacio denominado “Barrios por Memoria y Justicia Villa Crespo” invita a participar de la colocación de una baldosa en la calle Armenia, que perpetuará los nombres de cuatro militantes del barrio secuestrados en 1977 por la represión ilegal. La zaga es interminable; la danza de nombres, retratos, frases de las víctimas rescatadas de algún escrito, palabras de los allegados que no se resignan… y los denominadores comunes a la inmensa mayoría de las víctimas: la extrema juventud y los años fatídicos de sus secuestros o asesinatos: 1976, 1977, 1978; luego comienza un lento retroceso en la aterradora lista de desapariciones, en paralelo al deterioro dictatorial y al repliegue o destrucción de las organizaciones políticas que habían dado batalla al gobierno de facto. Y los epitafios a los cuerpos que no están, en forma de placas, murales, baldosas o cualquier formato o material que la creatividad humana se permite, proliferan en muros de escuelas, patios de fábricas, universidades, hospitales y cualquier espacio donde esos ausentes forzados dejaron recuerdos de su paso…

Pero la dictadura no sólo multiplicó las tumbas simbólicas, esos epitafios lanzados al aire o monolitos y baldosas evocando  los cuerpos que no están; las vidas aprisionadas en apenas un nombre y un apellido, en un apodo.

 El ingenio del horror tuvo una nueva vuelta de tuerca sembrando de tumbas sin nombres nuestras Islas Malvinas. En esas tierras irredentas, en el Cementerio Argentino de Darwin, yacen 238 combatientes argentinos. De ellos, 123 tienen un terrible epitafio: “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. ¿Cómo es posible una proporción tan alta de cuerpos sin identidad? ¿Es que en el apuro y la improvisación los mandos no tuvieron tiempo para entregar una chapita identificatoria, si es que se plantearon esa necesidad? La respuesta es otro interrogante como el de esas pobres tumbas anónimas que exigen un nombre; el mínimo servicio que la Patria hoy puede brindar a la memoria de esos muertos ilustres y para alivio de sus familiares.

“Lo peor que puede perder una persona es su identidad”; reflexiona un veterano de aquella guerra, evocando  tantas sepulturas sin nombre en Darwin. No obstante, en el año 2011 desde distintos ámbitos se impulsaron acciones judiciales tendientes a reparar esa ignominia; y en junio de 2016 el Comité Internacional de la Cruz Roja se propuso ocuparse del tema. Vale recordar que nuestro país cuenta con una institución de prestigio internacional como es el Equipo Argentino de Antropología Forense (EAAF), con capacidad profesional como para ocuparse de esa reparación histórica, más allá de tratarse de un derecho humano básico como es el derecho a la identidad; una grave cuestión donde la Argentina tiene un bien ganado renombre en el mundo.

A modo de epitafio colectivo – y esperamos que provisorio – para nuestros compatriotas que yacen en Darwin en tumbas sin nombres, nunca más oportunos aquellos sencillos versos del poeta León Benarós:

“No tiene nombre ni tumba
que lo salve del olvido
pero en uno viven todos;
Soldado Desconocido”

León Benarós – (Soldado Desconocido – La Independencia)

Apéndice 2022
Por eso no hay mayor imagen de desamparo que la que ofrece un cuerpo cuya identificación se reduce a dos letras: “N – N”. Iniciales que en la jerga policial  del área metropolitana argentina se transforma en: “Natalia – Natalia”; una complicación contraria a la regla básica de la lengua, que incorpora alteraciones y neologismos para simplificar la comunicación, para que cumpla su función esencial que es precisamente, comunicar.

Pero también están los otros, los que no tuvieron sobre su cuerpo ni siquiera la etiqueta de “N-N”, por la simple razón que no hubo cuerpos; fueron desaparecidos. “El desaparecido no está vivo ni muerto, no existe, no tiene entidad”; decía el dictador Jorge Rafael Videla refiriéndose a los miles de casos denunciados sobre desapariciones forzadas durante los años de plomo entre 1976 y 1983.

Luego, si no tiene entidad, tampoco tiene nombre. Es como un ente difuso que flota en el mundo tangible de los vivos; como aquellas “miasmas” a las que los médicos del siglo XIX atribuían todas las enfermedades que no podían explicar ni combatir. Una réplica interesante a ese pensamiento videlista, parido por el espanto y el cinismo, es la carta que un grupo de legisladores suecos dirigieron al presidente uruguayo Jorge Batlle en el año 2002. El texto reclama la aparición de los restos de la nuera del poeta Juan Gelman, María Claudia Irureta Goyena de Gelman, secuestrada en Buenos Aires y asesinada en Montevideo cuando ambas dictaduras reinaban en el Río de La Plata. La nota en su parte sustancial reclama:

“Cada persona tiene el derecho básico a una tumba y a una lápida con su nombre, a fin de devolverla a su propia historia y a la historia y la cultura de nuestra civilización”. 

No obstante, la maquinaria agobiante y letal que desapareció a miles de personas con su historia y sus afectos, no pudo evitar que al holocausto lo sobreviviera la memoria; la familiar y cercana primero, la colectiva después. Cánticos como “Aparición con vida y castigo a los culpables” entre muchos otros, hablan de la persistencia del reclamo clavado en la conciencia popular. Y entre muchas formas de evocación, porque el mandato es “No olvidar”, se impusieron por la fuerza de la costumbre los recordatorios que un diario porteño publica en cada aniversario del secuestro o asesinato de algún militante popular. La inmensa mayoría de esos homenajeados no tiene tumba ni epitafio que lo recuerde; sólo esas desgarradoras placas en papel de diario los mantienen fugazmente en el mundo de los vivos, trayendo al presente aquellos nombres que alguna vez pretendieron cambiar la Historia para siempre, y sin embargo, el viento de la Historia los barrió de la escena para transformarlos en bandera y mártires de un sueño laico aún pendiente de concretarse. Sólo los pequeños recordatorios con alguna vieja foto de juventud en papel de diario, ofician de epitafios para esas miles de tumbas invisibles.      

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