Al Pie de la Letra
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Blas y su Cochecito
Una historia de barrio de Pablo Diringuer
Blas y su Cochecito

Yo la conocía a ella, era una mujer de unos… cincuenta y pico de años que, aparentemente, vivía sola en una casa muy antigua y bastante desmejorada producto quizá, de una dejadez muy alargada en el tiempo, tal vez devenida de conflictos familiares, escasos ingresos y ese deterioro propio del desgaste, dentro del cual todo colaboró con esa imagen desvencijada de un bien inmueble al cual, durante bastante tiempo no se le ha puesto un peso encima para evitar su debacle. El frente del mismo, no recordaba en absoluto si es que alguna vez se lo hubiese reparado ni siquiera pintado o emprolijado algún revoque, hasta daba la imagen de una casa, primero abandonada y luego tomada por ocupas, los cuáles, en su afán de vivir bajo un techo, muy poco probablemente estuviesen dispuestos a invertir alguna moneda. Pero esa casa era de ella, en ese barrio se sabía que le pertenecía producto de que, había sido de sus padres y ella, como única hija, había heredado.

 Meliné se llamaba y desde la muerte de sus progenitores vivió siempre sola en ese domicilio y, salvo contadas excepciones, nunca convivió con ningún hombre, aunque… esporádicamente hubo de vérsele con algún masculino que muy espaciadamente la pasaba a buscar en auto. Igual, a nadie le importaba, salvo a las chismosas de escoba y de siempre -que nunca trepidaron en vocear a labio imperceptible- a nadie en ese barrio le importó jamás.

Yo la tenía vista hacía bastantes años y hasta nos saludábamos en algún momento de uno que otro cruce casual vecinal, motivo por el cual, durante un considerable tiempo la vi acompañada por una piba de unos 18 o 19 años que hasta parecía ser una pariente cercana, como una hija, aunque para nada lo fuese.

Poco tiempo después, esa chica, apareció embarazada aunque jamás hube de verla con ningún novio, y los acontecimientos fueron tan vertiginosos que, diferentes voces barriales coincidieron en largar opiniones bien desmedidas sobre las espaldas de esa mujer y la joven conviviente; nunca faltaron las desprestigiantes y algunas pocas hablando intrascendentemente de ellas. Lo concreto era que la chica de 18, luego de su embarazo, desapareció de escena y nunca nadie supo nada y Meliné, comenzó a moverse de un lado hacia otro siempre acompañada por ese bebé, que no era su hijo y hasta parecía ser una gran abuela del mismo, sobre todo ante la carencia de su madre que imprevistamente dejó de estar presente. Nuevamente las voces incautas parecían ventiladores que destilaban venenos urbanos y sostenían que a la chica, esa mujer –Meliné- la había echado y la pobre chica ante no tener dónde ir había optado por dejarle la criatura; otra de mala leche sostenía que la chica era una atorranta que tenía hijos por todos lados y que los abandonaba así, como si nada; o que se había prostituído y, en algún momento más adelante regresaría por su hijo.

Lo concreto que Meliné, siempre iba a todos lados con ese bebé que, en menos de dos años –la edad aproximada del mismo- siempre recorría la zona con su presencia aparente de ser desde ese momento una gran abuela y los hechos así lo demostraban. Mal vestida o no del todo, en su rol de mujer madura, y básicamente arreglada, ella era bien conocida por todas esas calles y a cada negocio que llegaba resultaba ser inevitable, reconocerla porque de estar gran parte de su vida sola había pasado a ser “ella y su nieto” o “Blas –el nombre del nene- y su abuela”. En esa apariencia de pocos recursos que modestamente mostraba, el cochecito en el cual transportaba a Blas, no escapaba a la regla confirmada de lo mismo; dicho de otra manera, el pequeño móvil con el cual transportaba al nene adolecía también de tener un estado óptimo y necesario para el normal funcionamiento del mismo; así pues, además de su tapizado roto y su asiento un poco desvencijado, una de sus ruedas solía salírsele cuando para cruzar una calle ella lo levantaba de su parte delantera para así, poder subir el cordón de la acera contraria. Apenas se salía, ella paraba y volvía a ponerlo en su lugar y así continuaba su periplo.

En alguna oportunidad, hubo de ponerle un alambre con el cual la misma no se salía, pero eso duró una corta respiración y, nuevamente todo volvió a su lugar de rudimento. Meliné decía que no tenía dinero para otro cochecito, además que, en poco tiempo, el nene ya caminaría más tiempo, con lo cual, ya para ir a hacer las compras no haría falta ese tipo de movilidad, lo cual era más que cierto. Pero un día y ya, antes de ese probable objetivo, Meliné salió con Blas y su cochecito y, en ese trayecto de esas cuadras del barrio, a unas  cuatro calles de su domicilio, una gran tormenta de verano se apareció sin dar tiempo a nada y Meliné apuró el paso para llegar a su casa. Como venía sucediendo en los últimos años, todo se nubló de golpe y el viento y la lluvia se descargó con toda su furia y hasta piedras heladas de cubeteras de freezer regaron muy rápidamente las calles; en ese afán de evitar el agua, el viento y el probable frío pasajero, Meliné apuró el paso con Blas y su cochecito y al querer cruzar la ochava, la ruedita de adelante, nuevamente se salió de su lugar, pero en esta oportunidad, con tan mala suerte que el cochecito volcó hacia uno de sus costados justo en esa esquina en donde en unos pocos segundos el nivel del agua corrida por los cordones superaban los 50 centímetros.

El agua llevaba todo a su paso; ramas de árboles, latas, botellas vacías de gaseosas, papeles y restos plásticos indescifrables sufrían el empuje del líquido hacia las alcantarillas  o hacia donde el Dios tormenta lo requiriese; Blas estaba un poco molesto por su corte de dientes y de a ratos lloriqueaba para luego, intercalar un corto sueño hasta el regreso a la casa. Fue en ese preciso instante en que esa molesta ruedita abandonó su lugar y, con el agregado de la imprevista corriente acuosa, el habitáculo de Blas volcó hacia su derecha con él en su interior dormido y la fuerza del agua lo expulsó del mismo  y lo arrastró entre sueños hacia las alcantarillas de la esquina más próxima, distante a casi cien metros de la misma.

Blas parecía enroscarse en sábanas de líquido turbio y en su girar y girar tal vez tuvo instantes intermitentes de respiración y agua intercalados unos con otros sin la mínima capacidad de reacción ni primaria conciencia de percatarse de lo sucedido.

La fuerza del agua se lo llevó tan rápido que no hubo tiempo de nada; Meliné atónita, sólo atinó a un grito que prácticamente nadie escuchó y, en su desesperación, persiguió ese pequeño atadito dormido de pañales y chupete sin alcanzar por su torpeza desesperada y su trastabillar inesperado y desesperante al pequeño que se le iba sin más brújula que la alcantarilla sita en la esquina próxima.

Unas maderas flotantes y con clavos rasparon una de las piernas de la mujer y mientras la sangre se mezclaba con el marrón del agua, su ánimo se teñía de locura y, al verse perdida en lo irresoluto, el golpe de gracia, aportó su final imprevisto: un infarto fulminante la desplomó boca abajo justo en el borde mismo del cordón previo impacto de su cabeza en el filo del mismo.

El cuerpo de Meliné quedó allí mismo y el agua que empujaba no logró moverla en su inerte posición, luego de unos minutos, la tormenta paró y la gente casual del lugar se arremolinó sobre su cuerpo y la corrió del lugar, bajo un alero cercano de un balcón edilicio y la ambulancia y la policía no tardó en llegar. Meliné estaba muerta y el cochecito de Blas estaba a dos metros de ella sobre el mismo borde del cordón, allí donde la suave bajada de ochava para los discapacitados físicos interceptaba el abrupto descenso hacia el adoquinado.

Cuando la ambulancia se llevó el cuerpo de la mujer, la soledad y la rutina volvieron al lugar, como si nada, como si el cambio de escena fuese un simple acto dirigido por un director de un film; la tormenta había concluido, el agua ya no estaba; un barrendero desde la otra acera se aprontaba a cruzar y sacar los últimos restos de locura climática. El cochecito de Blas seguía allí, sobre la vereda casi lindante con el asfalto chorreado de mugre y alquitrán; el hombre del escobillón y pala lo observó con extrañeza; sobre unos de sus costados pendía una bolsa con alimentos recién comprados de almacén y, sobre el otro de sus lados, una pequeña camperita todavía húmeda, posaba sobre un gancho que había sido el responsable de que la misma no abandonase su lugar premeditado. Un tardío vecino que casualmente pasó por el lugar, ante la partida de la ambulancia y la policía, hizo las preguntas de rigor de la incumbencia y la aglomeración del gentío, y le dijeron de la mujer así y asá y del ataque al corazón y la lluvia y su caída hacia el asfalto y etc. y etc.  Y allí fue donde observó cómo el cochecito de Blas era levantado por ese ignoto barrendero que no dejaba de revisar el contenido de la bolsa; allí donde las palabras se agotaban de desgracia ajena e imprevisibilidad urbana, este vecino reconoció el desvencijado medio de movilidad de Blas y, por ende, no dudó en sospechar -casi confirmar- que el cuerpo de la mujer era indefectiblemente el de Meliné. Luego se acercó al muchacho que barría y notó que el cochecito famoso en todo el barrio, carecía de una de sus rueditas delanteras, allí corroboró la veracidad de su hipótesis: ¿Qué había sucedido con Blas?

La noticia no trascendió más allá del perímetro barrial; la cuestión que el domicilio en donde Meliné vivió toda su vida, mostró la nueva faceta del picaporte oxidado cuya amnesia del movimiento ancló en las telarañas de la indiferencia y egoísmo urbano, amén que, lo más importante –la desgraciada desaparición de Blas- no tuvo el eco esperado en cuanto a una búsqueda interesada de alguien directo como para llegar a un feliz término. Pero… ¿cuál era el “feliz término”? ¿La aparición del cuerpo de Blas? Obviamente que no, pero ese feliz término no fue feliz ni terminó tampoco; nunca se supo nada de él ni nadie reclamó nada ni –y en esto tal vez fue lo peor- ninguna autoridad medianamente competente se ocupó mínimamente del caso, total, como no había familiares directos interesados en el mismo, la investigación al respecto, duró poco tiempo y no pasó de la denuncia de ese vecino que –según dijo- reconoció el cochecito de Blas y hasta reafirmó lo de la ruedita delantera del mismo que hasta ese momento no se la había podido hallar por los alrededores. Tal vez por su tamaño, esa pequeña rueda haya ido a parar a los fondos de alguna alcantarilla y ningún investigador a la vista hubo de atreverse al trabajo de hallar algún rastro ligado a la desaparición de Blas pues la única prueba de la misma era la muerte de la persona que lo cuidaba prácticamente desde su nacimiento –Meliné- el acertijo y desamparo correspondiente ante el vacío creado por la falta de respuestas si bien estuvo en la cresta de la ola en esos inicios, pronto desapareció en el interés social y la burocracia judicial estatal presa de su desidia, contagió el devenir de los sucesos.

Una semana después, con el gran interrogante invasivo de los alrededores, la cosa comenzó a decrecer y allí fue que, dentro de las novedades de lo acontecido, mi aporte fue tanto como para no dejar que ese terrible hecho no caducara hacia el olvido, y en esas tardes finalizadas de ajetreo laboral, al regresar a mi casa, hube de detenerme a la vuelta de donde se hubieron de producir los hechos y por esas cuestiones de las imprevisiones o fortuitas de coincidencias al azar me detuve unos instantes sobre la calle transversal a la que hubo de ocurrir semejante desgracia; estaba exactamente a casi dos cuadras del lugar y, a raíz de un llamado a mi celular, me detuve para sacarlo de mi bolsillo y allí la vi, justo encastrada en uno de los agujeros del acero rejado de una boca de tormenta casi llegando a la esquina: la famosa ruedita faltante del cochecito había quedado enganchada gracias a un pequeño pedazo de alambre que en algún momento hubo de cumplir las veces de elemento único de traba evita pérdida de la misma y de la cual Meliné hubo de cansarse de su improvisación y desistido de seguir en su utilización. Fue ese resto de alambre oxidado el que impidió que la misma terminase en los fondos mismos de la oscuridad tunelera y, del mismo modo, el permitir que mi mano la alcanzara para cotejarla con las otras tres del carrito que se hallaba todavía en un reducido espacio en la comisaría del barrio. Hasta allí me acerqué y, efectivamente correspondía a la faltante, lo que reactivó el caso nuevamente y luego mandaron una patrulla al lugar en donde la hube de hallar y… nada… lo único que sucedió fue que el domicilio de Meliné fue custodiado por unos días por un uniformado mientras dos o tres tiritas de papel blanco sellado por un juzgado, fajaban la desvencijada puerta del domicilio abandonado.

Pero en concreto no había nada, por las calles del barrio el tema se fue diluyendo y los funcionarios expertos en las madejas embrolladas de nudos irresolutos, una vez más, justificaron su inacción a los malos salarios y la poca gente para resolver lo mínimamente necesario.

El tiempo pasó y nunca más me citaron por esa prueba de la ruedita hallada por mi parte, tampoco hubo más policía en ese domicilio precintado de Meliné y la tierra y el color marrón del óxido cimentaron el abandono de lo que alguna vez fue una casa normalmente común habitada por alguien también común, y siempre que transitaba por esa calle me resultaba imposible el no pensar en ella y ese pibe del que nunca se supo nada, al mismo tiempo, me era inevitable el mirar esa puerta gris despintada adornada de caca de pajaritos, la cual no hubo de volverse a mover desde aquella fatídica tarde. Pero un día y ya transcurrido alrededor de dos años observé que el picaporte de la misma había cambiado, la suciedad avícola había desaparecido y hasta algunas macetas de ese frente con yuyos de jardín habían sido regados. Le pregunté a un vecino de la cuadra si alguien nuevo había habitado esa casa, pero me dijo que no sabía ni le interesaba, que antes de eso, nunca había hablado con Meliné más que lo necesario de un “Buenos días o buenas tardes” y nada más y luego siguió su ruta sin más que agregar. Pero a mí me intrigaba y me era inevitable el querer saber algo de Blas, así que un día, después de haber transitado por ese lugar y observar una vez más el uso de habitabilidad del domicilio, me atreví y toqué el timbre. El mismo sonó a campanita oxidada y de poco eco pero sonó y tras la puerta surgió el murmullo de alguien, luego abrió una pequeña ventanita del medio de la puerta y preguntó, o mejor dicho afirmó y acto seguido hizo la pregunta: -La señora no está… ¿qué necesita?…

La voz era femenina y tras esa diminuta ventanita, lo lúgubre del ambiente no me dejaba observar su imagen, pero su voz semejaba ser la de una chica no muy grande, tal vez de unos veinte y tantos años. Luego le respondí y le afirmé: -Quería saber de Blas… porque de Meliné ya saben todos…

Durante unos instantes brotó el silencio, luego un ruido venido desde el fondo del ambiente reavivó la situación, la chica en cuestión pegó un grito dirigido a alguien que desconocía: -¡No agarres esa cosa! –le ordenó-

Luego volvió en ella y a mi conversación y se asomó por ese cuadradito ventanal para que la viese con más claridad, después me habló en modo de pregunta: -¿Puede esperar un momento?

Le dije que sí, que si no la incomodaba, mi reloj funcionaba lento. Habré esperado unos diez minutos y luego el viejo picaporte movió su manija hacia abajo; la puerta se abrió y allí la vi de cuerpo entero. -¿Quiere pasar? –me dijo-

Contesté que sí porque percibía que ella tenía algo para decirme amén que, su rostro me parecía algo conocida además de mostrar de mi parte un cierto beneplácito por la consideración en el trato de un vecino hacia otro que se interesase por la suerte del pequeño en cuestión.

La puerta se abrió con cierta dificultad y sus borde hinchados dejaban estela sobre los mosaicos y en sus marcos la pintura raspada complicaba todavía más la apertura de la misma, luego traspuse los límites y ella cerró con fuerza. En ese pequeño saloncito de entrada y con las luces encendidas tomé conciencia de quién era, no obstante, ella se encargó de tomar la iniciativa: -Yo soy la madre de Blas –dijo-

Me quedé absorto unos instantes porque unos segundos antes lo había comprobado sin sus dichos y estaba asombrado de la situación, luego continuó con una especie de relato que al margen de las suposiciones, se le notaba, tenía necesidad de decir, de confiar en alguien que realmente quisiese escuchar: -Esa tarde, la de la tormenta, yo le había hablado a Meliné, o mejor dicho, ella me había llamado al celular para decirme que no andaba bien de salud y que lo mejor era que de allí en más yo me hiciera cargo de mi hijo porque si a ella le pasaba algo ¿quién iba a cuidarlo?, esa misma tarde fui para la casa y justo cuando se largó la tormenta yo estaba a una cuadra de donde el cochecito se dio vuelta y Blas se cayó al agua; cuando el agua se lo llevó yo salí corriendo y lo agarré poco antes de que se lo chupara la alcantarilla que le faltaba un fierro al costado con lo cual pudo haberse ido al fondo de los túneles,  igual esos segundos que estuvo bajo el agua, algo le pasó y, por más que lo haya sacado del agua casi no respiraba y lo puse boca abajo y le hice respiración boca a boca y todo lo que me imaginé que podía ayudarlo, luego lo sequé con algo que tenía encima en un bolsito y lo llevé al hospital y, si bien no se me murió, los médicos me hicieron dejarlo en observación luego de lo cual, a los pocos días se recuperó pero nunca más volvió a hablar… Yo la vi a Meliné que se cayó en la calle pero tuve tanto susto que lo único que pude hacer fue correr y salvar a Blas, no me imaginé que ella se había muerto… me enteré después por gente que comentó y eso me hizo tan mal que me asusté tanto que no volví más por el barrio…

La escuché con mucha atención no exenta de congoja, más traté de no mostrar esto último, situación a la que me aferraba para no agravar más el cuadro difícil al que me estaba exponiendo además de no provocar en ella un cierto “revival” de todo lo sucedido aunque… ya la sola presencia mía me contradijese.

Ella se quedó callada y yo la acompañé en la nube de vacío, instantes después pregunté: -¿Y dónde está él?

Sus palabras de mamá sonaron tal cual: -¡Blas… Blas… vení que hay un señor que quiere saludarte!…

Luego apareció con autito entre sus manos y su cara manchada de chocolate, se lo veía bien y hasta me parecía verlo muy semejante a como cuando la última vez, dos años atrás… luego le hice un chiste de juego y él rió pero no dijo, su gesto habló por él.

Ella seguía con miedo y desde el fatídico día jamás se separó de Blas; los días de tormenta me dijo que el nene llora y se abraza a ella y no la suelta. Son dos seres con miedo y difícilmente puedan sacárselo de encima: el chico de algo más de cuatro años tal vez tenga tiempo; ella jamás se olvidará de ese día por su hijo y Meliné como así tampoco el pánico devenido después de tratar de declarar lo sucedido ante policías y jueces cosa que prefirió obviar por ese vacío rebasado de angustia en un mar de incertidumbre.

El miedo y esa inexplicable oscuridad a lo que no se sabe ni conoce y sus consecuencias casi inoperantes de caminos difíciles de borrar, tal vez la antítesis de policías y jueces, muy proclives a borrar situaciones embarradas de burocracia pues forman parte del mismo lodo y difícilmente transiten en su propia contra.

A pesar del golpe emocional en esa vieja casa con ese también añoso dolor y ella y Blas escondiéndose de todo y casi todos, me sentí aliviado tras verme con ellos y saber la verdad y saber que Blas respira y juega aunque no hable ni deje de tener ese fuerte susto que reprime.

Reprimir la represión, esa gragea que no se expende en ninguna farmacia, el remedio está inmerso y oculto en la vida misma que nos compone, aquel que me da la esperanza de cruzarme en cualquier momento con Blas y que me cuente de lo lindo que le pasó en ese jardín de infantes de la escuela del barrio.

por Pablo Diringuer

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