“Persona que cuida las reses”, así definen algunos diccionarios de nuestra lengua a quien oficia de resero. Otros amplían el concepto e incluyen también al propietario de las reses; algo así como el moderno ganadero. En nuestro país se llaman reses en general a las vacas, pero el vocablo puede abarcar otros ganados. Más allá de los usos y costumbres en el manejo del lenguaje según las regiones, en el imaginario argentino el resero es un personaje trashumante que por su oficio, siempre está asociado al mundo rural y es figura recurrente en la poesía folklórica nacional.
Pero desde finales del siglo XIX el ferrocarril por velocidad y capacidad de transporte, comenzó a desplazar a éste trabajador. Las largas formaciones de vagones – jaulas pasaron a ser parte del paisaje en los campos argentinos y en las terminales de los mataderos urbanos. De todos modos, los trenes no llegaban a todos lados y desde las estaciones hasta el destino final, el resero siguió siendo imprescindible. Finalmente, la ampliación de las redes camineras y el auge de las rutas de hormigón, permitieron que miles de camiones se desplazaran por todo el país, llegando velozmente a sitios impensados. Hasta el ferrocarril cayó vencido por los automotores; favorecidos por políticas estatales persistentes que desguazaron esa herramienta fundamental de desarrollo que fue el “camino de fierro”.
La relación entre kilo vivo y valor del viaje no tiene punto de comparación; el transporte de ganado en tren es muchísimo más barato que en automotor y eso se nota en el precio final del flete. El resero quedó entre quienes fueron acorralados por la modernidad.
El oficio en nuestro país es llamado además de resero, arriero; aunque en España y otras naciones el arriero es quien comercia llevando sus mercaderías en mulas u otro animal de carga. También se lo conoce como tropero, por conducir “tropas” de ganado; vacuno, caballar y ovino.
“Y prendido a la magia de los caminos
el arriero va, el arriero va”.
En apenas dos breves versos, nuestro inolvidable poeta y músico Atahualpa Yupanqui, pinta una imagen que resume lo esencial del oficio: hombre, tropa y camino; mientras “Un degüello de soles muestra la tarde”. Así describe Don “Ata” al tropero y su mundo en su zamba El Arriero. Los conocedores de aquellos personajes, describieron su modesto equipaje para cuando emprendía viaje: cuchillo, una pava de aluminio, bombilla y mate, junto a un atado con ropa; era la casita a cuestas. Completaba la carga, el recado y alguna manta; ese “poncho engomado” al decir del Sargento Cruz, el compañero de Martín Fierro; como abrigo y para cubrirse en el acampe bajo la lluvia. Los útiles de trabajo eran (y siguen siendo) los propios del hombre de a caballo: bozales, maneadores, huasca. También el arreador, un látigo grande de cabo de madera que según los entendidos, “Es casi siempre de tala”.
Cuentan quienes conocen las intimidades de la profesión, que entrado el otoño, las haciendas destetadas se desplazan en el caso bonaerense, desde el sudeste hacia el oeste. a la provincia profunda para pasar la invernada; la etapa del engorde. Antiguamente esos traslados, al igual que el ganado vendido, se hacían hasta de una a otra provincia. El resero se alejaba del pago, de la familia y los amigos, para sumergirse en ese océano verde que es la llanura pampeana, como un navegante terrero que una y otra vez retorna a lo que parece ser su sitio predestinado: el camino. Pero también los reseros, troperos, arrieros, repechaban la cordillera de Los Andes, bordeaban el mar en las estancias costeras, se internaban en La Patagonia o salían de ella con rebaños de ovejas, caminaban los desiertos del Norte y las selvas del Litoral, siempre arreando; el resero era paisaje en movimiento. En algunos casos cuando se trataba de un arreo muy numeroso o de recorrido largo con capataz y muchos peones, solía acompañar a la tropa un carro que cargaba los enseres y víveres. Las unidades de montaña del Ejército Argentino hasta no hace muchos años, desplazaban sus numerosas tropas de mulas y caballos durante el verano a zonas de pastoreo, lejos de la aridez y el rigor cordillerano. A sus arrieros, la tradición castrense los denominó boyeros, aunque no conduzcan bueyes.
La ciudad de Buenos Aires recuerda al resero con una estatua ecuestre en lo que fue el ingreso al Mercado de Liniers, en el barrio de Mataderos. La escultura es sencilla y de rasgos marcados, fácilmente reconocible. Obra del artista Emilio Jacinto Sarnignet, emplazada enfrente a las antiguas oficinas del viejo mercado. A su vez, la Nación rindió homenaje al resero emitiendo monedas de diez pesos entre los años 1962 y 1968.
Más allá de los ferrocarriles y los camiones – jaulas, todavía en el siglo XXI entre un establecimiento y otro o entre partidos vecinos, “El arriero va”. Ya es parte de la memoria colectiva nacional.