Al Pie de la Letra
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Desavenencias Kiosqueras
Relato de Pablo Diringuer en donde se queda en ascuas después de elucubrar sobre un presunto saludo sin respuesta
Desavenencias Kiosqueras

Lo concreto que, tanto ir para un lado, para el otro, las experiencias fueron llenando mis arcas de un oro en polvo desaparecido por las tempestades intempestivas de los desaciertos sentimentales… resultado: nuevamente a foja cero y en pelotas.

Desavenencias Kiosqueras
Aquellas tardes, casi de noche; aquel departamento de un ambiente en el barrio de Palermo, ahí, a la vuelta del actual conglomerado de multimedios, un tipo solo en una pequeña cocina con una diminuta radio FM. En la heladera una botella de vino tinto y una cebolla brotada de aburrimiento.

El silencio pronosticador de la tranquilidad y el blanco papel a punto de perder su virginal estado: la birome al acecho dentro del triángulo de dedos; como un sátiro a punto de dar su zarpazo y obligar al mismo a aceptar sus inesperadas e interrogantes palabras; el escribir brotaba de mis poros.

Yo estaba esperando de ella la copia de tal actitud, no quería nada más ni nada menos que su femenina birome atacase al no digo virgen de mi papel -porque a esta altura, la verdad- pero sí que haga algo. Quisiera describirla a ella como a una parecida vecina de aquel entonces en ese barrio; era muy similar en su fisonomía y hasta en los gestos con lo cual -concluí- me tomaba la atribución de querer, casi exigir que se pareciese también en éso, ser el fiel exponente que, con su tinta invada al territorio de mi persona. Pero ella no lo sabía ni tampoco yo le daba algún indicio; ella había hablado conmigo en algunas oportunidades pero tampoco tenía la certeza siquiera de su verdadero nombre; algo así como «Antonella» me sonaba pero no estaba seguro. Supuse entonces que la mejor manera de arrimar a mi delirante objetivo era seguirle la corriente en el poco trato que tenía para conmigo. Ese día -no sabía por qué- todo hacíame acordar a mi viejo ex barrio y quizás, en el fondo todo redundaba en algún lejano y positivo recuerdo que quería transportarlo a mis actuales días a fuerza de capricho imbécil de quien supone que todo tiempo pasado fue feliz y vale la pena reiterarlo. También era cierto -y me autoconvencía- que desde el punto de vista sentimental las cosas no me estaban saliendo bien últimamente; que presentación en sociedad; que relación surgida del chat; que la del gimnasio que me pidió que le sostenga las mancuernas hasta acomodarse en el banco; me faltaba para saturarla una sobria y protocolar presentación de… la hermana de algún amigo… y ya completaría mi probable exilio por tiempo indeterminado.

Lo concreto que, tanto ir para un lado, para el otro, las experiencias fueron llenando mis arcas de un oro en polvo desaparecido por las tempestades intempestivas de los desaciertos sentimentales… resultado: nuevamente a foja cero y en pelotas. Y mi hipotética e irreal reacción hacia ellas resultaba ser un fácil transporte en el tiempo y todo debería parecerse a aquella época lejana y feliz. Y Antonella -o como se llame- debería percatarse que, aunque mi rostro no lo denotase, algo me pasaba con ella. Y no me importa que cuando la miraba no notase nada en mí como para «parar las rotativas», porque claro, pararlas no las podía parar simplemente porque ella no trabajaba en ninguna editorial ni diario como para que así sea; ella… lamentablemente para mi gusto trabajaba en un kiosquito de golosinas y yo que salía esporádicamente de mi trabajo -una revista semanal- ya no sabía muy bien qué hacer para que mis letras encajasen con caramelos o cigarrillos. Finalmente un día, me decidí y dejé de lado mi absurda espera de su iniciativa para conmigo, de mi caprichosa idea de su birome y mi papel y cuando llegué a su diminuto habitáculo golosinero una mujer gorda de unos cincuenta años me atendió y se quedó a la espera de algún pedido de mi parte: ¿precisa algo? -me inquirió con una mano cerca de su oreja-. -Ehhh… sí… necesitaba… ¿Dónde está Antonella?… -no me la banqué y pregunté-

-No trabaja más… -me contestó muy suelta de gordura- se fue esta mañana…

-¡¿Pero cómo que se fue?!… pero… ¿Y no dijo nada?
-Nada para  quién…
-Para mí… yo soy periodista de acá al lado, de la revista…
-Ah… ¿y cómo es su nombre?
-Mi nombre… bueno… a lo mejor ella no lo sabe… pero ella me conoce, todos los días le compro cigarrillos…
-Y qué quería que le diga…
-Y… ¡Pero usted qué se mete gorda infame!

Me fui enojado, muy enojado con la gorda de la cual no sabía ni su nombre, pero fundamentalmente con Antonella que tuvo el improperio de ni siquiera dignarse a un mísero aviso de partida; con un simple saludo juro que me conformaba, pero no, tuvo que borrarse sin mediar palabra alguna.

No hay caso, estoy de racha, en este momento estoy mal parido con las mujeres… ¡hasta la kiosquera me garca!.

Por Pablo Diringuer

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