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La Hora 25
Tiene todos los elementos para convertirse en un clásico del séptimo arte - Sabía que el animal era un sobreviviente. Entre pares se reconocen
La Hora 25

Monty Brogan quería ser bombero en su infancia, como su padre James, quien se retiró del oficio y se dedica a regentear un bar mientras batalla con los demonios de su pasado como alcohólico. Las vueltas de la vida llevaron al joven a dedicarse al narcotráfico en Nueva York, un camino radicalmente opuesto.

Las noches eternas entre fiestas, amparado por la oscuridad de los sectores VIP, rodeado siempre de mujeres hermosas, amigos de dudosa lealtad y los chupamedias de siempre, parecía idílica. Monty había comprado una hermosa casa en su amado barrio. Había conseguido el amor de una mujer tan inteligente como hermosa, Naturelle, quien es una fuerza de la naturaleza, como su nombre lo indica.

Incluso el hombre, al inicio de la película, adopta a un perro salvaje que encontró atropellado en el famoso puente de Manhattan. Pese a que el canino, herido y asustado, le quiso saltar a la yugular, Monty lo cubrió con una manta, lo metió en el baúl del auto y lo llevó a un veterinario.

Sabía que el animal era un sobreviviente. Entre pares se reconocen.

El protagonista tiene por delante el mayor desafío de su vida. Aquella utopía ficticia que construyó se desmoronó en un santiamén cuando alguien lo delató. Enfrenta una condena de siete años en la prisión estatal, y le quedan veinticuatro horas para dejar todo en orden antes de afrontar el nuevo cambio de paradigma.

A la hora veinticinco ya no será un hombre libre.

Monty quiere reunir a sus amigos, los de toda la vida, los que no se metieron en negocios oscuros e hicieron una vida “normal”. Quiere que su despedida sea lo más sana posible. Va a buscar a Jacob Elinsky, un tímido profesor de secundaria que está enamorado de una alumna, Mary. Después va por Frank Slaugherty, corredor de bolsa hiperactivo, de gran poderío económico y con una lengua filosa, sin pelos en la superficie. El trío buscará en esas cortas horas que le quedan al narcotraficante revivir la magia de antaño, cuando ningún sueño parecía imposible y el futuro solo prometía cosas buenas.

Pero no todo se aboca a la despedida final. Monty tiene que conseguir despedirse de su padre, que está empecinado en llevarlo a su destino final, y principalmente, quiere encontrar a quien lo delató. Sabe que entre criminales no hay honor, pero necesita sacarse la duda sobre la identidad del delator. Los mafiosos con los que trató quieren hacerle creer una cosa, sus amigos sospechan de otra persona.

El condenado batalla contra las dudas, y no quiere iniciar sus días tras las rejas rumiando ira.

La Hora 25 es una de las mejores películas que dirigió Spike Lee, histórico director neoyorquino responsable de joyas como Malcom X o Do The Right Thing. Por alguna razón, cuando se habla sobre la filmografía del cineasta rara vez se menciona esta gema, que tenía todos los elementos para convertirse en un clásico del séptimo arte.

El reparto es estelar. Edward Norton es Monty, protagonista absoluto, que copa casi todos los minutos de metraje. Lejos de construir a un narcotraficante estereotipado, el actor consigue dotar de una personalidad que genera empatía. El espectador sabe que está frente a un hombre que ha torcido su rumbo, que se merece la condena que le espera, pero es imposible esquivar el dilema moral que plantea la historia. Uno lo ve y quiere que consiga todo lo que se propone en esas últimas horas de libertad.

Phillip Seymour Hoffman da otra actuación digna de todos los premios, encarnando a Jacob. De apariencia frágil, siempre detrás de sus amigos más exitosos, y con los demonios del amor prohibido e ilegal carcomiéndole el cerebro, brinda una interpretación desgarradora, repleta de silencios incómodos, frases dichas entre tartamudeos y miradas de reojo.

Barry Pepper, uno de los actores más infravalorados de la industria estadounidense, es Frank, el hiperkinético corredor de bolsa, adicto a las bebidas energizantes y negociador audaz. En cada escena que lo tiene como protagonista se roba la atención. Sus miradas parecen dagas filosas que siempre dan en el blanco. Construye la relación más compleja y bipolar de la película junto a Monty y, entre los dos, aumentan la intensidad de la tragedia.

Rosario Dawson le da vida a Naturelle, pareja de Monty y centro moral de la historia. La película nos va mostrando en flashbacks cómo ambos se conocieron, en lo que parece ser una historia prohibida que, por esos misterios de la vida, terminó saliendo bien. Dawson es también el foco de algunas sospechas, y ella carga con gran parte del peso emocional del relato. Parece sumisa al principio, pero a medida que avanza el metraje ella se despega de esa imagen errónea. Naturelle, en una escena, está bailando, con un vestido ajustado, transpirando, mientras los amigos de su pareja la observan embobados. Pero ella sigue bailando, sin que le importen las miradas ajenas, segura del hombre al que ama, al que entiende imperfecto. Pero no lo condena, para eso está la justicia.

Brian Cox, otro histórico del cine —fue Hannibal Lecter mucho antes de Anthony Hopkins— es James, padre de Monty, y un hombre perdido que anhela su vida pasada, con su mujer, con su oficio de bombero, y, sobre todo, el gusto a la malta del wiski que tantos problemas y satisfacciones le produjo en el pasado. Es una persona rota. Es un ser humano que siente que perdió el control. Quiere salvar a su hijo de un destino ineludible.

Spike Lee consigue retratar a Nueva York como un personaje más. En el famoso monólogo del espejo, uno de los puntos más altos no sólo en el film sino en la carrera profesional de Norton, se describe cada grupo étnico, cada “personaje” que compone el complejo ecosistema de la ciudad que nunca duerme.

Aparte, estamos hablando de una Nueva York post 11 de septiembre de 2001. El agujero en el alma y en el paisaje que causó el atentado a las Torres Gemelas es un fantasma que sobrevuela la historia. Los restos retorcidos de las dos moles derribadas se muestra con todo esplendor en una reunión que tienen los tres amigos. El trío está roto, observando los restos de las Torres, pero el contraste con la herida mortal que propinó Bin Laden y sus lacayos pone todo es perspectiva.

Si la ciudad puede dar signos de mejoría después de la peor tragedia, tal vez el oscuro futuro albergue una luz al final del camino.

Y el final del largometraje es uno de los más bellos y desgarradores que se hayan hecho. El monólogo final de Brian Cox es una lección de narración. Pasa por todos los estados de ánimo, lleva al espectador en un viaje imaginario agridulce, exquisito, ejecutado visualmente con maestría, en parte gracias a la fotografía de Rodrigo Prieto, y coronado por la música de Terrence Blanchard, que termina de conformar una atmósfera ominosa, angustiante, asfixiante, pero que entre todo el drama, entre las notas punzantes, parece esconder esperanza.

La hora 25 es una obra maestra escondida, de esos largometrajes que dejan a uno pensando, que obliga a replantearse la brújula moral, a ejercer la empatía con personajes imperfectos, demasiado reales. Es una joya que todos deberían ver al menos una vez en la vida.

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