El subte, la cama, el cómodo sillón de una biblioteca. Leer es un acto que no se guarda para un solo espacio. Todos y ninguno son los ideales. La introspección que supone y la carga emotiva que conlleva modifican al lector de una vez y para siempre.
El joven, apoyado sobre la pared del subte de la línea B, lleva un libro de formato pequeño aunque abultado de páginas pegado contra su cara. Si se lo observa de cerca puede percibirse en sus gestos el esfuerzo de la atención y la profundidad de su interés. Algo en su mirada -sus ojos abiertos y entregados- anuncia que de aquellas páginas no será fácil salir. Es asombroso que un joven, de no más de 25 años y mochila al hombro, lea, en estos tiempos Opus Nigrum, una de las obras más densas y complejas de Marguerite Yourcenar. Esta semblanza urbana supere introspección y belleza en medio del ruido, la suciedad y el caos de la gran ciudad. Un contraste significativo, frontal, ineludible.
Leemos un libro en cualquier espacio en la cama, en una esquina, en el colectivo, en el tren, en un bar, parados, sentados, acostados, en cuclillas. Mientras, una batalla de resonancias y ecos derrama su cambalache sonoro, ¿Cómo hacer para que la voz interior-la voz del pensamiento-se sobreponga y luya! ¡Cómo hacer para discriminar las palabras verdaderas de las palabras rotas y alteradas surgidas de celulares y diálogos discontinuos? La lectura anima el desvío. El lugar es otro. El libro ofrece la alternativa de un diálogo interior que nos fortalece y nos suspende. Pascal Quignard lleva hasta la disolución absoluta la experiencia de ese encuentro «Una vez abierto el libro el soporte se aniquila. Una vez en la gruta el ojo único del lector lo más cerca posible del volumen, el ojo único se aniquila. El nombre del lector es Nadie. Aniquilado. Ausente Perdido. El sin nadie. El sin vuelta atrás. Odisea sin odisea: lo que el lector ve es la ilusión de la óptica”.
Una chica de 20, pelo corto teñido de fucsia, le da el asiento a una mujer mayor. Cuelga de la joven una mochila raída Ahora, una mano se prende del caño, la otra sostiene un libro gastado de esos que pasaron por muchos ojos: El cine según Hitchcock de François Truffaut. A unos pasos, otro joven devora una edición de esas poco aconsejables de algún capitulo desprendido de El origen de la tragedia de Nietzsche «La gente agarra los libros de una manera especial escribe John Berger, diferente de como toman cualquier otro objeto. No los sujetan como los objetos inanimados que son, sino como si se hubieran quedado dormidos A veces los niños sujetan los juguetes del mismo modo».
Keko Fede Larralde – Facebook – 14-05-24
El Relato y sus Consecuencias
No nos referiremos, en este artículo, a las futilidades que lee otra tanta gente y que toma el libro del mismo modo que un celular, un paraguas o un zapato-sino a aquellas obras y autores que interpelan a sus lectores y les ofrecen, nítidamente, oro destino «Cuando un relato nos impresiona o nos conmueve-apunta Berger, engendra algo que deviene, o puede devenir, una parte esencial de nosotros, y esa parte, ya sea pequeña o muy extensa, es, por and decirlo, la descendencia del relato, su retoño (…) Lo que intento definir es más idiosincrásico y personal que una mera herencia cultural es como si la corriente sanguínea del relato le do se uniera a la corriente sanguínea de la propia vida»
Esto parecería refutar, al mejor estilo socrático, el eje planteado desde el inicio en este artículo para acercamos a una zona más agitada y enigmática. La pregunta sobre el lugar acaso esté equivocada o sea imprecisa. El asunto es pensar, además de cómo se lee en espacios cómodos o incómodos, qué se lee a pesar del ruido, las impertinencias y el detritus. Y, sobre todo, cuáles son sus efectos. Berger se pregunta cómo se hace para abandonar el texto leído y seguir con la rutina ¿Es posible? Como, por ejemplo, el muchacho que lee a Yourcenar cierra su libro, sale del vagón, sube las escaleras entre la multitud, compra el pan, cruza la calle, esquiva un auto, saluda al encargado de su edificio y, una vez en casa, deja sus cosas, el libro sobre la mesa, se lava las manos, prepara un té. Pero dónde depositó, a este joven, lo leído hasta entonces. ¿Y en qué estado lo dejó? ¿Qué efecto ha tenido el relato en él? El joven ya no será, de cierta manera, el mismo. Alguna partícula de su retina -de su ser- ha sido alterada. «Lo que está en juego a partir de la lectura es la conquista o la reconquista de una posición de sujeto -afirma Michèle Petit-. En la lectura hay otra cosa más allá del placer, que es del orden de un trabajo psíquico, en el mismo sentido que hablamos de trabajo de duelo, trabajo de sueño o trabajo de la escritura. Un trabajo psíquico que nos permite volver a encontrar un vínculo con aquello que nos constituye, que nos da lugar, que nos da vida.»
En su novela autobiográfica El frío, Thomas Bernhard relata el infierno de su internación hospitalaria durante su adolescencia, en tiempos de la posguerra y rodeado por el dolor y la muerte, de sí y de sus compañeros de sala. Hacia el final hay un respiro, un resarcimiento: «Me sumí en Verlaine y Trakl, y leí Los demonios de Dostoievski, no había leído en mi vida un libro de aquella insaciabilidad y radicalismo ni, en general, un libro tan grueso, y me aturdí, durante algún tiempo me disolví en aquellos demonios. Cuando volví otra vez [de regreso a su casa], no quise leer otra cosa en algún tiempo, porque estaba seguro de caer en una inmensa decepción, en un espantoso abismo. Rehusé durante semanas toda lectura. La monstruosidad de los demonios me había dado fuerzas, mostrado un camino, dicho que estaba en el verdadero camino, hacia afuera. Había sido afectado por una obra literaria salvaje y grande, para salir de ella yo mismo como héroe. No ha sido frecuente en mi vida ulterior que la para salir de ella yo mismo como héroe. No ha sido frecuente en mi vida ulterior que la literatura tuviera un efecto tan monstruoso».
La lectura o la rememoración de lo ya leído, dice Petit, va mucho más allá del olvido temporal de las penas. Cuando el poeta ruso Osip Mandelstam, deportado a Siberia durante la época stalinista, se autorrecitaba de memoria La divina comedia en perfecto italiano, puesto que no tenía acceso a los libros, intentaba, al igual que Bernhard, recobrarse en la profanación de su humanidad. «Esto tiene que ver con la recomposición de la imagen de uno mismo-reflexiona Petit-, ese uno mismo a veces herido en lo más profundo. Cuando uno se siente despedazado, cuando el cuerpo es atacado, y se despierta una gran cantidad de angustias y de fantasías arcaicas, la reconstrucción de una representación de sí mismo, de su interioridad puede ser vital, profundamente reparadora.»
La evocación y la memoria literarias ayudaron a Jorge Semprún durante su presidio vejatorio en el campo de concentración de Buchenwald, mientras asistía a cada una de las muertes de sus compañeros. «A modo de oración para los agonizantes le había susurrado a Halbwachs unos versos de Baudelaire-relata en La escritura o la vida-. Me había oído, me había comprendido: su mirada había brillado con un orgullo terrible.
«¿Pero ¿qué podía decirle a Diego Morales? ¿Qué palabras susurrarle que fueran un consuelo? ¿Podía consolarle, por cierto? ¿No valdría más hablar de compasión?
» ¡Tampoco iba a recitarle el Manifiesto de Marx! No, sólo se me ocurría un texto que podría recitarle. Un poema de César Vallejo. Uno de los más hermosos de lengua española. Uno de los poemas de su libro sobre la guerra civil, ‘España, aparta de mí este cáliz: ‘Al fin de la batalla, / y muerto el combatiente, vino hacia él un hombre/ y le dijo: ¡No mueras, te amo tanto! / Pero el cadáver jay! ¡siguió muriendo»
Caras y Caretas – Septiembre 2013 – Por María Malusardi – Ilustración – Nadina Rubiños