Al Pie de la Letra
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Pensamientos y Realidades con el Casco Puesto
Relato de Pablo Diringuer desde arriba de la moto por un camino polvoriento
Pensamientos y Realidades con el Casco Puesto

Velocidad crucero de cien kilómetros horarios, en poco más de cuarenta minutos deberé estar frente a ese puesto choripanero que pelea codo a codo con su exquisito sabor de humareda contra los escasos escapes de automotores.

Pensamientos y Realidades con el Casco Puesto

Nuevamente la ruta. Kilómetro 46 de una ramificación hacia el ignoto oeste: de a ratos intersecciones de caminos de tierras apisonadas y rajadas de olvido; de a ratos árboles raleados y raquíticos de indiferencia; en el medio, pueblos casi fantasma y algunas vacas mezcladas con perros pulguientos que mascan pensamientos reflejados en sus miradas al más allá.

El camino podría decir que más o menos está en aceptables condiciones, cada tanto, algún firulete deberé hacer de manera brusca pues alguna bomba atómica hubo de dejar su mella allá por los años cincuenta y nadie se percató de ello. A pesar de la nada en mi derredor, me siento libre de imposiciones, sobre todo en lo referente al funcionamiento de la moto sobre la cual, ante ese infinito lleno de soledad, ese lado oculto de la mente que chicanea cada tanto y dice: -¡Uy, si me pasara algo, quién acudiría en mi ayuda!

Suelo pensar como algo arraigado en mí, que no es muy saludable y, al mismo tiempo, para nada beneficioso el hecho de pensar de este modo, pues, de alguna manera, prefabrico una especie de imán oculto que atrae lo que no se busca; me lo combato también con la imaginación misma y a partir de esto, pensamientos irrisorios invaden positivamente el espectro de esta materia gris condensada no solamente por el hueso craneano, sino también por este casco carcelero de mi bocho con pelos, que transpira de ideas mientras los kilómetros se suceden en esa numerología pareja y sucesiva hasta los ciento dos que deberé transitar. Entonces en ese peleado imaginar cosas no tan buenas con las buenas, el antídoto para lo nefasto de algún problema mecánico, la aparición de una chica atractiva haciendo dedo a la deriva justo en el mismo sentido de mi trayecto.

La pulseada se ha hecho irreverente dentro de mí ser y, ante esos ángeles negros o satanes con sus colmillos brillosos, los vestidos de blanco con aros relucientes sobre sus cabezas vencen implacables ante la escasa fuerza anabólica de los que me llenan de aparentes probables infortunios.

Velocidad crucero de cien kilómetros horarios, en poco más de cuarenta minutos deberé estar frente a ese puesto choripanero que pelea codo a codo con su exquisito sabor de humareda contra los escasos escapes de automotores que se atreven en medio del chismerío de pájaros aburridos de tanto boludear sin nada que crispar sus plumas.

Mientras tanto yo sigo tras las rejas con ventana de mi casco y el músculo de mis voladores blancos, nuevamente impone su fuerza y destripan al oponente que quiere por todos los medios crearme una falla mecánica a las tres mil ochocientas vueltas del motor que no para.

No hay nada nuevo bajo el sol y las vacas y los árboles y las contadas nubes me aburren de a ratos y hasta casi de sueño; entre curva y curva, la distracción es una amiga impensada y muy agradable de dispersión de la monotonía; cada notable modificación del espectáculo inmediato, ayuda en el aquietamiento de esa pelea íntima de ángeles negros y blancos, y aunque no definen, me broncean bajo ese sol de espesura bien templada. El espectáculo no termina de convencerme aunque –nobleza obliga- verdaderamente la vista se curte de verde y como quien no quiere la cosa, los pensamientos –o alguno de ellos- prefacios del aventurero “por venir” se hacen realidad.  

Aparece “ella”. La última curva me la hubo de poner como único espectáculo en ese medio de horizontes acostados de nada; bien femenina su postura con vaqueros gastados, un sombrero y anteojos oscuros y ese pulgar hacia el cielo que se inclina de vaivenes hacia la flecha de mi direccionamiento –y el evidente de ella-

Mi sonrisa emplasticada de casco trasluce en sintonía con la de ella, supe íntimamente de la victoria de mis ángeles blancuzcos proclives a mis positivos pensamientos ruteros, además –Milena, tal cual su nombre- se dirige justamente a ese mismo pueblo destino final de mi viaje en donde deberé entregar un extraño paquete -herméticamente cerrado y embalado- en una especie de lugar semejante a una gran estancia de campo a la salida de ese diminuto conjunto de rudimentarias casas que alguien osó en denominar “pueblo” pues su cantidad de habitantes no cubre lo indispensable para ostentar el cartel de “ciudad”.

Ella sonríe todo el tiempo y accede a guardar en un pequeño bolso su sombrero y gafas y ponerse el segundo casco que poseo colgado en la parte trasera lo cual no impide nuestro atrayente diálogo de viseras abiertas y velocidades moderadas en ese rápido entrelazamiento dialoguista de ambos; resultan pues, unos veinte minutos de diálogo más que entretenido de mi parte y aparentemente también de Milena. Lugares distintos de habitabilidad; ella del campo y yo de la gran urbe, cada frase encierra expresiones bien características y demostrativas del lugar del que se viene y se ha mamado de nacimiento o de una gran parte de nuestra reciente vida; me gustan sus gestos y la blancura de sus dientes y las palabras salidas desde su interior dan la apariencia de frescura y simpleza de quien ninguna polución ha tocado un ápice de sus pulmones y menos que menos su mente. Ella no evita en ningún momento la espontaneidad que la domina aunque también da lugar a su sapiencia de vida lo cual le permite percatarse de mi expresión algo ansiosa del querer saber de su persona.

Cuando transitamos la última parte de ese corto periplo, tomamos conciencia que los dos íbamos al mismo lugar; no bien la dejé en la puerta de esa gran estancia a la salida misma de ese pseudo pueblo, estacioné la moto, y me dije para tomar conciencia de mi realidad concienzuda por esos lares, que tenía que dejar un paquete onda encomienda que venía desde el epicentro mismo de la ciudad capital; saqué el bulto debajo del asiento y el mismo estaba dirigido a esa dirección y el destinatario no tenía nombre, sólo figuraban tres letras de imprenta mayúsculas separadas cada una de éstas por un punto: “M.M.M.”

El guardián existente en una especie de cabina previa a un corto camino interior de la estancia, salió con toda la onda de tipo de campo y hasta tenía cerca suyo atado y bajo un techo amplio de gruesas pajas un caballo blanco que pastaba displicente mientras eliminaba bosta al son de su felpuda cola que ahuyentaba moscas.

El tipo mucha bola no me dio, sus primeras palabras fueron para ella: -¡Hola señorita Milena, la esperaban más temprano! –dijo el casi gaucho- . Luego miró el paquete y le dijo: ¡Pero e’ para vo’ querida, mirá lo que dice, tienen tuh letrah!

Ella lo tomó ansiosa mientras desparramaba papeles asesinados por su impulso de rapidez, luego abrió una pequeña caja que contenía lo que –evidentemente- esperaba con todas sus ganas: un gran teléfono celular de última generación y una carta acompañando dicho regalo. – ¡Al fin, al fin! –dijo a los gritos mientras miraba al cielo totalmente despejado en donde ni una puta nube había- ¡Gracias amor del Universo! –continuó sus dichos a la marchanta-

Luego dijo que se iba “volando” a cargar la batería del mismo para hablar “ya” con “él”.

Después se subió al caballo y desapareció a todo galope por los aledaños de la estancia que en la lejanía parecía no tener límites.

Ni siquiera dijo nada, ni para el vigilante gaucho ni para mí. El hombre de campo insinuó palabras al viento o a quien quisiera escucharlas, o sea, yo: -Vino el novio después de dos meses de estar allí donde los yonnis, dicen que se van a casar… qué sé yo… dicen tantas cosas…

Lo saludé y me dijo que me vaya bien; no bien salí del camino polvoriento y tomé la misma ruta, nuevamente me topé con el humo de choripanes a la vera de ese tiempo aparentemente detenido y sin pilas, los angelitos de ambos colores aparecieron de a ratos y sin obligarlos; el sabor de la carne grasosa y el vaso de tinto morigeraron las apreciaciones de visiones que jamás gozaron de una cierta clarividencia imposible de diagnosticar.

Por Pablo Diringuer

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