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La Chiru
Del libro " Historias con Hilván" - 2023 – Cuento Sobre quien transcurrió su vida de madre del vientre y nada más
La Chiru

El enigma de la edad la acompañó siempre; no tiene tantos años como para ser vetusta ni tan pocos como para ser joven, decían los paisanos del lugar, pero había perdido su documento de identidad y era difícil calcular el tiempo vivido. 

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La Chiru
“La Chiru” está sentada en el banco de siempre, el banco de plaza que conoce su olor rancio de días sin aseo, el asiento que acompaña sus más íntimas necesidades, el que advierte la forma redondeada de su cuerpo, el que suele servir de camastro o de mesa de ayuno, depende de la ocasión. 

No se sabe a ciencia cierta si hay algo sólido en el estómago de “La Chiru”, no se la vio ni siquiera mordisquear un pedazo de pan en todo el día, pero su rostro no deja de sonreírle al cielo, tal vez como una forma monótona de evadirse del hambre o quizá buscando en lo alto la presencia de todo lo ausente.

Cuando le dejaron unas pocas monedas en su caja de cartón, donde había dos o tres estampitas religiosas, supo que apenas le alcanzaría para unos caramelos. Se despertó de su cansancio de indigencia y con lentitud fue hasta el kiosco de enfrente, de paso aprovecharía para entrar al baño de la estación de servicio, si es que Julián estaba de turno. Era el único empleado que le permitía entrar al baño, a escondidas de los dueños.

Ni bien logró su cometido se miró al espejo, un espejo rectangular de más de dos metros de largo que la hacía sentir distinta. Como quien juega al “gallito ciego” tapó sus ojos con ambas manos. Al destaparlos, se sorprendió del color miel que reflejó su mirada sobre la superficie brillante. Vino a su memoria los dichos de su madre: “el color de los ojos cambia como el tiempo”. Sacudió la cabeza y también los pensamientos. Con los dedos, separó varios mechones. Se miró con fastidio, le molestaba tener el pelo reseco. Con una gomita de atar billetes que había encontrado en la vereda, se hizo una cola de caballo. Después, abrió la canilla y mojó sus manos agrietadas, una forma de mitigar la aspereza que la acompaña desde niña. Creyó en esa magia saliendo a chorros, y también sonrió por la eficacia de la canilla al girarla hacia un lado o hacia el otro. Pasó un buen rato jugando, hasta que Julián golpeteó la puerta con los nudillos para que se apurase.

La mujer no sabía leer ni escribir, pero igualmente eligió con cuidado el nombre de cada una de sus cuatro hijas. Hijas del apuro de la noche, de los deslices del amor del instante, hijas sin registro de padres, pero hijas al fin. Su paso como madre fue de cero a la izquierda. Ni bien salía del hospital, las bebés, una a una, fueron a parar a manos de familias sustitutas.  “La Chiru” no puede criarlas, “no tiene todos los patitos en fila”, decían en el barrio, en referencia a su retraso mental.

Así transcurrió su vida de madre del vientre y nada más. A veces, se la veía con una muñeca de trapo cantando un arrorró inentendible, entonado, pero indescifrable. Un canto que pasaba desapercibido para la mayoría de los transeúntes, su voz sonaba muy baja. Voz de resignación o quizá de niña tímida que busca con quién jugar.

Una tarde de otoño, de esas tardes que emanan tristeza porque las hojas de los árboles escriben penas en el aire, Lita, una anciana que solía pasear por la plaza, le habló. “La Chiru” le respondió con frases muy cortas, pero le respondió. A esa tarde le siguieron otras que pretendieron ser entretenidas.

Lita con la paciencia de los que han entendido los distintos decibeles de la existencia, le enseñó el arte de tejer al crochet. A “La Chiru” no le fue difícil aprender. Sostenía el hilo con la aguja y lo hacía pasar a través del ojal, formando así el primer punto de cadena. Hacía cadenas extensas, quizá como una Penélope a la espera de algún Ulises que la rescatase; en fin, solo eran caminos para colocar como decoración sobre las mesas. Vender esas manualidades, lo que se dice vender, nunca pudo. Un poco por la mugre acumulada en la bolsa plástica que nunca hallaba descanso entre sus manos, y otro poco por el aroma infeliz de los hilos y lanas.

El enigma de la edad la acompañó siempre; no tiene tantos años como para ser vetusta ni tan pocos como para ser joven, decían los paisanos del lugar, pero había perdido su documento de identidad y era difícil calcular el tiempo vivido. 

Los años del pueblo pasaron, y los de “La Chiru” también. El contorno de su rostro fue cambiando. El hambre resaltó los pómulos, las canas cruzaron las arrugas de su frente y la dentadura se convirtió en recuerdo.

Lita murió. También las lanas y la aguja de tejer al crochet quedaron inmóviles.  A decir verdad, poco a poco, también fueron muriendo las palabras en boca de “La Chiru”. Para sobrevivir solo le alcanzaba con decir “Nastardes, gracias” cada vez que le dejaban una moneda, o en el mejor de los casos, un billete de diez pesos ajado.

Nadie reparaba demasiado en ella, ni siquiera las palomas de la plaza que, en tiempos pasados, la acompañaron en los almuerzos de migajas. Es que “La Chiru” dejó de alimentarlas con las semillas de girasol que le regalaba Marcelo Lazaré, el dueño del kiosco. Aunque lo que más extrañó fueron los globos de colores que Marcelo le obsequiaba los domingos para que se hiciese de un pesito, vendiéndoselos a los chicos que jugaban en la plaza.

Resignada ante el olvido, dejó de tejer, de sonreír, de jugar con el agua de las canillas prestadas, de vender globos, incluso de esperar a Lita. Se hizo la noche en el banco de plaza que ya le pertenecía por derecho de uso, y también la vida de la mujer se ensombreció de pena.

La noche de fin de año del 2020 la plaza quedó desierta, incluso la luna no apareció. “La Chiru” se esperanzó ante la posibilidad de ver los fuegos artificiales, pero no habría. Alzó la vista. El cielo muchas veces hace su propio fuego de artificio. Los relámpagos iluminaron su soledad.

Una lluvia pertinaz comenzó a mojarla como tantas otras veces había sucedido, sin embargo, esta vez fue distinto. Estaba muy temblorosa. Pensó que no habría un lugar más cálido que un vientre donde guarecerse. Recordó a su madre, tan parecida a ella, tan desamparada como ella, tan ida, tan fuera del mundo. Miró el banco mugroso de siempre, se le antojó su casa natal. Lo acarició con las yemas de los dedos. Hacía demasiado tiempo que estaba sentada. Se alzó con parsimonia, la parsimonia de los que no tienen apuro porque no hay ningún lugar adonde ir. Extendió los tejidos al crochet, que nunca logró vender, en el asiento de madera. ¡Que se lavaran, que fueran otros, de una buena vez! Después, abrió las bolsas plásticas que la acompañaban a diario. Las desgarró con el pequeño cuchillo con el cual cortaba los panes que le regalaban, y colocándolas unas sobre otras, improvisó un techo, con la ayuda de las ramas de un pino. Luego, extendió unos cartones sobre el césped mojado y se acostó en posición fetal a dormir el sueño invisible de una eternidad mejor.

A la mañana siguiente, el sol despertó al pueblo, menos a “La Chiru” que siempre fue parte de un paisaje urbano que duerme a la vera de lo inadvertido, pero que se repite con otros nombres, en otros pueblos, a la espera de ser visto.

Del libro » Historias con hilván»- 2023 

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