París a principios del siglo XX. Es domingo. Cerca del mediodía hay un hombre sentado a una de las mesas de un café; es de aspecto respetable y apacible, y lo distingue un clavel rojo prendido en la solapa.
Espera que venga el camarero. Al acercarse éste se reconocen y saludan. El hombre pide el aperitivo de costumbre.
A la mañana temprano, había ido a misa con su esposa e hija; se confesó y comulgó a fin de cumplir en gracia de Dios sus responsabilidades profesionales y de padre de familia. Terminado el oficio llevó su familia a casa en coche y luego se hizo llevar en el mismo vehículo, por la margen derecha del Sena, hasta estar frente a la isla de Saint Louis; ahí se apeó. Le gustaba cruzarla a pie ingresando por alguno de los puentes y detenerse sobre él unos momentos a contemplar el agua del río – era una sensación muy especial verlo correr debajo suyo. Al llegar a la otra orilla pudo ver que una brisa se deslizaba sobre el agua haciendo vibrar la figura reflejada de la mundialmente célebre Catedral. Luego inclinando su rostro levemente hacia la izquierda aspiró el suave perfume del clavel rojo.
Mientras espera el aperitivo lee las noticias deportivas en un periódico.
– Aquí está su bebida Monsieur – dice el camarero, que se había acercado a la mesa con la bandeja cargada.
– Gracias Jean – y antes que el mesero se retire – ¿Irá usted hoy al hipódromo?
– Sí claro Monsieur. ¿Y usted?
No, esta vez no. Iré al club de ciclismo; se están entrenando para competir en la vuelta a Francia. Iré a ver…
¿Y qué me dice del gol del Lyon? – preguntó Jean – Aunque haya sido de penal no desmerece el triunfo, ¿no le parece?
Mientras conversan nuestro hombre saca una pipa de su estuche, carga tabaco en la cazoleta, lo compacta y se dedica a encenderla.
Antes de encaminarse al café había paseado por la margen del río, contemplándolo en perspectiva. Y varias veces se había detenido en quioscos que mostraban tarjetas postales de la ciudad, estampas y también cuadros en óleo, témpera, quizá gouache, que se ofrecían a buen precio. Pensó que algún día compraría una pintura; aunque no estuviera firmada por un artista famoso, el objetivo sólo sería reemplazar la vieja lámina, ordinaria aunque enmarcada. Ya no soportaba más esa figura descolorida; necesitaba ver alguna innovación en la casa, aunque fuese mínima. Y estaba seguro que su esposa lo aprobaría.
Mientras continuaba con el paseo a la vera del Sena había pensado en su hija Marcela, la pequeña y dulce Marcelle. De pronto recordó que al día siguiente sería su cumpleaños y que aún no le había comprado siquiera una sencilla muñeca. Esto lo inquietó, era domingo. Luego razonó: “Aunque es probable que mañana pueda finalizar pronto mi tarea y quedar libre a mediodía, así que la compraré antes de volver a casa” Se tranquilizó, y volvió a percibir el delicado perfume del clavel.
Su diligente mujer sí se acordaba de las celebraciones con la debida antelación y preparaba los detalles adecuados, sean éstos pequeños o no. Así que seguramente ya habría considerado infinitos preparativos para con los invitados a la tertulia de amigos que, como todos los primeros domingos del mes, se reunirían por la tarde en su casa. (También era ella quien, la mañana del día anterior al que su esposo fuese a cumplir con sus deberes profesionales, insertaba el clavel rojo en la solapa). Luego se fastidió, imaginó que los comensales le pedirán que les reseñe las tareas que deberá llevar a cabo al día siguiente; con esa cháchara la velada se prolongará hasta avanzada la noche del domingo, y el lunes, él, aunque cansado, tendrá que estar en pie bien temprano.
Ah, esa buena vida. Su amante mujer, su dulce hija, un trabajo que aunque esporádico le permitía sustentarlas sin grandes privaciones y darse ciertos gustos junto a sus amigos. Además, la gratitud pública: ese gesto que aportaba calidez a su corazón cuando aquellos transeúntes que lo reconocían y veían que portaba el clavel rojo inclinaban la cabeza a modo de saludo y respeto.
Había estado bebiendo el aperitivo a pequeños sorbos. Y mientras bebe el último, imagina que su asistente, obedeciendo a sus estrictas indicaciones, ya está realizando todos los preparativos para el lunes por la mañana. Las campanas del reloj de una iglesia dan las doce, de manera que ya es hora de almorzar con su querida familia. Pide la cuenta, y cuando se pone de pie para volver a casa, el camarero se atreve a preguntar:
– Y mañana Monsieur ¿a quién le cortará la cabeza? Veo que tiene usted el clavel rojo en la solapa.
– Sí Jean, esta vez la hoja de la guillotina caerá sobre el cuello de…. ¡pero Jean, ¿es que no lee usted los diarios!?
Carlos A. Balbi