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Cátulo Castillo: Esa Bonhomía y Ternura
La poesía se echaba a dormir a sus pies como un perro
Cátulo Castillo: Esa Bonhomía y Ternura

Ovidio Cátulo Castillo, uno de los próceres de la cultura popular en la Argentina. El tango fue su debilidad y dejó su nombre ligado a temas como Organito de la Tarde y La Última Curda.

Escribió una novela: Amalio Reyes, un hombre; varias piezas teatrales, entre ellas El Patio de la Morocha, Cielo de Barrilete, Che Bandoneón: programas radiales como Meridiano de Tango y Argentina Canta y Baila; guiones para televisión; y un amplio cancionero infantil. Fue declarado Ciudadano ilustre de la ciudad de Buenos Aires por el Consejo Deliberante.

Además, ocupó la presidencia de Sadaic durante tres periodos consecutivos. Presidió la Comisión Nacional de Cultura y del Consejo Panamericano. La que sigue es una evocación que sobre él hizo César Tiempo publicada en Clarín el 13 de noviembre de 1975, a menos de un mes de su muerte, ocurrida el 19 de octubre de ese año.

“La Poesía se Echaba a Dormir a sus Pies como un Perro”

Cátulo y su Sonrisa Bonachona

Dios puso en órbita a Cátulo un domingo de invierno y lo sacó de circulación un domingo de primavera. Es para tirar la bronca, ¿verdad? ¿Cómo es posible que Dios, nada menos que Dios, haya hecho lo que hizo con Cátulo, un camarada entrañable e imprescindible, un muchacho que tenía la alegría de los santos y su bondad, mientras tolera que sigan actuando, defraudando, corrompiendo, perfeccionándose en el ejercicio de la indecencia, de la ruindad y del crimen, tantos marrulleros con patente de corso, tantos hampones despiadados, tantos canallas refugiados en los aguantaderos de la impunidad y del cinismo? Claro que podría deponer mi bronca si me pusiera a pensar que el mismo Dios puede resucitar a Cátulo como hizo Cristo con el hermano de Marta y María, el solterón de Bethania, porque la historia de los soñadores puede terminar en una historia de resurrecciones, un milagro constante. Yo lo espero. Mientras tanto, les cuento que Cátulo nació cinco meses después que yo y el destino, que organiza los vaivenes del mundo, quiso que fuéramos compañeros de colegio. También fuimos compañeros de viaje en los chirriantes tranvías 43, que pasaban cerca de su casa y engalanaban con una estrellita la punta del troley como para rendir homenaje al poeta inminente, y en el transcurso de la travesía, después de hurtarle el cuerpo a la clase, leíamos en voz alta versos de Rubén Darío y de Amado Nervo, cuyas muertes alcanzaron a conmovernos como la de dos parientes bienqueridos. (Los tranvías de entonces podían convertirse, en ciertas horas, en salas de lectura pues no se conocían el nacimiento y el vértigo que sobrevinieron más tarde. Hasta se dieron el lujo de disponer de un guarda poeta. Éste funcionaba en la línea 24, me llamaba Cándido Delgado Fito, y Cátulo y yo hacíamos turismo desde la plataforma acompañándolo en la vuelta Avellaneda- Retiro-Retiro-Avellaneda con tal de escucharlo. Una nota publicada en Crítica convirtió al guarda humilde, sensible y talentoso, en uno de los custodios de la Biblioteca de la Presidencia de la Nación, dirigida entonces por Evar Méndez, el promotor del memorable Martín Fierro).

Cátulo nació en un caserón de la calle Castro, a la que el musgo había dotado de un perfil de provincia, con un tambo próximo y un potrero minado de vasaduras. Su padre, José González Castillo, tuvo una agarrada épica con el jefe de Registro Civil que se negó a inscribir al neonato con el nombre de Descanso Dominical. González Castillo debía tener porque entonces 21 años y era un anarquista romántico que veía en la falta de amor y de solidaridad la causa de todas las desdichas y desazones. El descanso dominical fue una conquista social que llegó mucho más tarde y que por eso entonces era motivo de arduos debates y luchas enconadas. Conocí muy de cerca al padre de Cátulo, que firmaría en 1933 mi ficha de ingreso a Argentores y me dispensaría una amistad paternal que me hace añorar el viejo tiempo que lloro y que nunca volverá…

Cátulo y Homero. Inigualables

Bueno, volvamos a Catulo, a quien la sensatez de un funcionario del Registro Civil impidió que cargara con el nombre de Descanso Dominical, precisamente él, que trabajó todos los días de su vida, aun en aquellos en que se dedicó a soñar. El padre lo pensó mejor y lo hizo llamar, en cambio, Ovidio Cátulo. Ovidio por el poeta latino que irritaba a Augusto con sus epigramas y que conoció como él la melancolía del exilio, y Cátulo por la poeta de Peleo, que tuvo el coraje de atacar vivamente a César y fue amigo de Cicerón, el autor de las famosas Catilinarias, tan nombradas como poco aprovechadas.

Todavía lo estoy viendo a Cátulo, cabezón y flaco como una espada, frente a la puerta del Colegio Nacional Rivadavia en el José A. Oría nos enseñaba francés y Carlos Muzio Sáenz Peña, inglés, cosa que tenía muy sin cuidado a Catulo pues él prefería a la profesora de música y no precisamente por sus bemoles. A Cátulo se le veía con más frecuencia en los alrededores del colegio que dentro del mismo. Sus escapadas más notorias eran el café que se abría en la esquina de Entre Ríos y Chile donde solía sostener apasionados torneos de billar o el club donde practicaba boxeo con tanto entusiasmo y personalidad que a los 18 años integró la preselección argentina a las Olimpiadas de Colombres. A veces venía a clase con un ojo amoratado y la nariz lastimada, y tiritaba pensando en el levante que le pegaría el viejo al descubrirlo.

Don José aparecía alguna que otra vez por el Colegio y yo, que había leído no pocas de sus piezas publicadas en las revistas Bambalinas y La Escena, tan difundidas entonces, era primero en acercármele y él el primero en preguntarme por Cátulo.

– ¿Lo viste?
-Entramos juntos.
-Y, ahora, ¿Dónde ésta?

-Debe haber ido a la Biblioteca Obrera (la Biblioteca funcionaba en la calle México 2070 y, a veces, nos citamos allí, no precisamente para estudiar alguna materia, sino para hojear la colección de la revista Nosotros o para leer versos de Mario Bravo o de Fernández Moreno).

González Castillo sabía que lo de la Biblioteca era un cuento y me decía como si no me hubiera escuchado: “Cuando lo veas hacele saber que vine a buscarlo. Que no sea vago, Ya tendrá tiempo para pelandrunear. Quiero que, por lo menos, termine el bachillerato. Tendrá una herramienta para defenderse en la vida. Somos pobres y a los pobres nadie nos da una mano”.

Cátulo no terminó el bachillerato, pero aprendió música en serio en el Conservatorio Bonaerense y a los 17 años compuso Organito de la Tarde, que alcanzó un premio en un concurso, concurso al cual se habían presentado Francisco Canaro y Juan de Dios Filiberto. Me contaba Cátulo que, al enterarse Filiberto, fue a verlo a González Castillo y le reprochó “el feo” que te había hecho aquél presentándose a competir, siendo un mocoso, con hombres responsables como él.

-Dígale que renuncie el premio porque le va a ir mal. Le recuerdo que en mi barrio soy famoso por haber matado no sé cuántos vigilantes.

-Pues sepa, mi querido Juan de Dios, replicó González Castillo, sin perder la calma, que yo me he pasado la vida matando cabos…

Cátulo vivía por ese entonces en la calle San Juan de Dios, le replicó González Castillo, sin perder la calma, que yo me he pasado vida matando cabos…

Cátulo vivía por ese entonces en la calle San Juan 3951, al lado de la casa del violinista Amado Simone, de los primeros socios de Sadaic y en memorioso digno de integrar la galería de Borges. Supe por él que, cuando Cátulo ganó el premio con Organito de la Tarde, su padre, el autor de la letra, estrenaba El hijo el Agar, con Camila Quiroga y Elías Alippi, en el Teatro Nacional. Y Cátulo recordaba emocionado el beso que le dio Camila en el camarín y su sorpresa al verla enfundada en unos pantalones, los primeros que una mujer usaba en público.

PBT – 03-03-54

Ya se sabe todo lo que hizo Cátulo desde entonces, desde que conquisto justificada nombradía entre los cultores de la música popular. No había cumplido los 21 años cuando formó una orquesta típica a cuyo frente se trasladó a España actuando durante dos años en diversos lugares de la península. Cuando volvió al pago empezó a multiplicar sus actividades repartiéndose entre las cátedras del Conservatorio Municipal- donde llegó a dictar Historia de la Música y Pedagogía-, los tangos que enriquecieron la poesía de un repertorio destinado a perdurar largamente, los amigos que fueron y son legión, el periodismo que ejerció poco menos que jugando, los cafés, las trasnochadas, y una intensa actividad proteica que podrán pormenorizar el gran García Giménez y cuantos estuvieran cerca de él. Presidente del Consejo Panamericano de Autores, presidente de Sadaic, presidente de la Comisión Nacional de Cultura son títulos que no agregan nada a su biografía pues fue, ante todo y sobre todo, el compañero más bueno del mundo, un hombre que desdeñó toda vanidad y que el recibir recientemente el Gran Premio Anual del Fondo Nacional de las Artes, lo dedicó a Edmundo Guibourg, padre y maestro mágico, que encarna, como él  mismo, el sentido de una cultura amasada con el sincero amor a la gente y a la verdad interior.

Si su padre blasonaba de su amistad con Evaristo Carriego, Herrera y Reissig y Florencio Sánchez, Cátulo se emocionaba hasta las lágrimas recordando a Gardel y a Homero Manzi y sobre todo a los bohemios de su barriada juvenil, los de las tertulias de Pacha Camac y del grupo Cerebro y Almafuerte, en las que por primera vez se habló de los inéditos que más  adelante se llamarían los noveles, que clavaron sus plumas sobre las mesas, como una lanza y a quienes González Castillo recomendaba el pulso heroico, para  huir al mismo tiempo de la Academia y del hospital… Cátulo sabía que el poeta debe tener la indulgencia del poeta y debe embellecer lo que toca sin desnaturalizarlo. La poesía es un fragmento de concierto o desconcierto total del mundo, puesto en evidencia por los predestinados. Uno de ellos Fue Cátulo.

La noche que velaban a Hormero Manzi en el hall de Sadaic, Barquina le dijo a Troilo, que estaba cerca nuestro: “Esto no tiene reposición”

Y era cierto. Lo mismo puedo decir de Cátulo, tragándome el sollozo que no se atreve a abandonar la garganta: ¿Quién podrá reemplazar a Cátulo, ese hermano elegido, a quien la belleza y la ternura sonrieron siempre, mientras la poesía se echaba a dormir a sus pies como un perro?
César Tiempo – La Maga- 04-08-93

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