Cancionero
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Barrio Viejo de Ochenta
El espíritu de aquellos hombres rurales que habían quedado atrapados al borde de las ciudades
Barrio Viejo de Ochenta

Nadie mejor que un testigo de aquella época, Robert Bontine Cunninghame Graham – que en 1870 en viaje por nuestro país relataba sus impresiones, al conocer una pulpería-, para describir con minuciosa claridad el espíritu de aquellos hombres rurales que habían quedado atrapados al borde de las ciudades.

Delante de la puerta había una fila de palenques enclavados en el suelo para atar los caballos; allí se veían, a todas las horas del día, caballos atados que pestañeaban al sol. Los cojinillos estaban doblados hacia adelante sobre las cabezadas de las sillas, para mantenerlas frescas cuando hacía calor y secas ni llovía; las riendas estaban cogidas por un tiento, para que no cayeran a tierra y fueran pisoteadas. Algunas veces salía un hombre de la pulpería con una botella de ginebra en la mano, o con algún saco de yerba que colocaba en su maleta, y luego soltando cuidadosamente el cabestro; apoyaba el pie contra el costado del caballo y se encaramaba, arreglándose las bombachas o el chiripá, y emprendía camino hacia el campo, al trocito corto, que  eso de las cien caras se convertía en el galope lento de las llanuras.

Algunos de los caballos atados a los palenques estaban ensillados con recados viejos, cubiertos con pieles de carnero; otros relucían enchapados de plata; a veces, algún caballo redomón, con ojos asustados, resoplaba y saltaba hacia atrás si algún incauto extraño se acercaba más de lo mandado.

De la pulpería salían, en ocasiones, tres o cuatro hombres juntos, alguno de ellos medio borrachos.

En un momento, todos estaban a caballo con presteza, y, por decirlo así, tendían al ala como si fueran pájaros. Nada de embestidas infructuosas para tomar el estribo, ni de tirones de rienda, ni de entiesamientos del cuerpo en posiciones desairadas al hallarse ya a caballo, ni fuerte golpear de la pierna del otro lado de montar, según el estilo de los europeos, se veía jamás entre aquellos centauros que lentamente empezaban a cabalgar. Ocurría que algún hombre bebido demasiado generosamente Carlón o cachaza, coronándolo todo con un poco de ginebra, se mecía en la silla de un lado a otro, pero el caballo parecía sostenerlo a cada balanceo, manteniéndolo en perfecto equilibrio, merced al firme agarre de los muslos del jinete.

Despuntando el Vicio – Florencio Molina Campos – 1959 www.folkloredelnorte.com.ar

La puerta de la casa daba a un cuarto de techo bajo, con un mostrador en medio, de muro y muro, sobre el cual se alzaba una reja de madera con una portezuela o abertura, a través de la cual el patrón o propietario pasaba las bebidas, las cajas de sardinas y las libras de pasas o de higos que constituían los principales artículos de comercio.

Por el lado de afuera del mostrador, haraganeaban los parroquianos. En aquellos días la pulpería era una especia de club, el cual acudían todos los vahos de la cercanías pasar el rato.

El rastrillo de las espuelas sonaba como chasquido de grillos en el suelo y de noche gangueaba una guitarra desvencijada que, a veces tenía las cuerdas de alambre o de tripa de gato, remendadas con tiras de cuero. Si algún payador se hallaba presente, toaba la guitarra, de derecho, y después de templarla, lo que siempre requería algún tiempo; tocaba callado algunos compases, generalmente acordes muy sencillas, y luego prorrumpía en un canto bravío, entonado  en alto falsete, prolongando las vocales finales en la nota más alta que le era posible dar.

Invariablemente estas canciones eran de amor y de estructura melancólica, que se ajustaba extrañamente con el aspecto rudo y agreste del cantor y los torvos visajes de los oyentes.

Solía suceder que algún hombre se levantara, llegara a la ventanilla de la reja u dijera “Carlón”; recibía un jarro de lata lleno de ese vino catalán, capitoso, de color rojo oscuro, como de medio litro; lo pasaba alrededor de todos los ociosos que allí se hallaban, comenzando por el payador.

Llegaban transeúntes que saludaban al entrar, bebían en silencio y se volvían, tocándose el ala del sombrero al salir; otros se engolfaban al punto con conversación sobre alguna revolución que parecía inevitable u otros temas del campo. En ocasiones sobrevenían riñas a consecuencia de alguna disputa, o bien sucedía  que dos reconocidos valientes se retaran a primera sangre, tocándole pagar el vino o cosa parecida al que perdiera. Pero a veces surgía alguna tempestad furiosa: por el mucho beber o por cualquier otra causa, algún hombre empezaba a vociferar como loco y sacaba a relucir el facón.

Me acuerdo de algo por el estilo en una pulpería del Yi: un viejo adusto, con larga cabellera gris que le cubría los hombros, salió repentinamente hacia el centro de la estancia, y sacando el cuchillo, empezó a golpear en el mostrador y en los muros, gritando “Viva Rosas”, “Mueran los unitarios salvajes”, y echando espumarajos por la boca.- Su aspecto era tan terrible, que casi todos los concurrentes sacaron sus armas, y deslizándose como gatos al palenque, les quitaron las maneas a sus caballos, quedándose al lado de ellos, listos para cualquier evento.- El pulpero se apresuró a cerrar las ventanas y puso una fila de botellas vacías sobre el mostrador para disparárselas a la concurrencia en caso de necesidad.- Pasado un minuto, que, lo confieso, pareció una hora, y después de haber amenazado a todo el mundo con la muerte si no gritaban “Viva Rosas”, el cuchillo se le cayó de las manos al anciano, y él mismo, tambaleando hacia el asiento , se desplomó en el silenciosamente, meciéndose de adelante para atrás y murmurando algo incoherente entre la baba. Los gauchos envainaron sus cuchillos, y uno de ellos dijo: “Es ño Carancho; cuando está en pedo se acuerda siempre del difunto; déjenlo tranquilo”.
Letras de Tango- Tomo III-  1997- Ediciones Centro Editor

Barrio Viejo del Ochenta

Barrio viejo en que nací
cuando llegaba el ochenta,
cuando llegaba el ochenta,
milonga heroica y sangrienta
que de la cuna aprendí.
Todavía se encuentra allí
el farol que iluminaba,
el patio donde cantaba
como en los tiempos de Rosas,
cielitos y refalosas,
el pardo Gaudencio Navas.

Corralón de Pancho Flores
donde entre copas de vino,
donde entre copas de vino,
me enseñó a cantar Gabino,
payador de payadores.
Barriada de mis amores,
callejones de las quintas,
donde adornadas con cintas
y sobre el pecho una flor,
me daban pruebas de amor
Teresa, Rosa y Jacinta.

Las antiguas pulperías
del Indio y de La Bandera,
del Indio y de La Bandera,
cuántas famosas cuadreras
vi correr aquellos días.

Cuántas viejas y sombrías
historias de mazorqueros,
escucharon los aleros
en labios de algún cantor,
cantando con el fervor
de los antiguos troveros.

Milonga – 1942
Letra: Héctor Pedro Blomberg
Música: Enrique Maciel

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