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El Arrabal – 2 de 2
Pero como parte de esa simbiosis, en el arrabal también se operan cambios
El Arrabal – 2 de 2

Pero como parte de esa simbiosis, en el arrabal también se operan cambios.

Los almacenes reemplazan a las antiguas pulperías y pasan a integrar el paisaje porteño. El paso del tiempo dejó el sustantivo “almacén” para la venta de comestibles y el despacho de bebidas se convirtió en el café – bar de la esquina. El legendario “Cafetín de Buenos Aires” que luego inmortalizará Enrique Santos Discépolo y que para el porteño de cualquier condición, será “una escuela de todas las cosas”, como refiere el poeta en su célebre tango.

Pero cuando todavía los almacenes eran despachos de bebidas y centro de la vida social masculina, el tango ya se había convertido en el amo del suburbio.

Sus figuras complicadas y la carga de sensualidad implícita en la danza, fascinaron a Buenos Aires.

“Nació en los Corrales Viejos
allá por el ochenta.
Hijo fue de la milonga
Y un pesao del arrabal.
Lo acunó la corneta

Del mayoral del tranvía
Y los duelos a cuchillo

Le enseñaron a bailar.”

Dice el poeta Miguel Camino imaginando el nacimiento del tango.

No sabemos si realmente fue en los Corrales, sí está probado que por el año ochenta ya se lo bailaba en los peringundines de La Recoleta y del Paseo de Julio, en los prostíbulos de la calle Junín y en las “academias”. Ese tango primitivo olía a compadrada, a porteñidad del bajo fondo. Pero de a poco se fue abriendo paso y los organitos lo llevaron hasta el último rincón de la ciudad. No era extraño ver parejas masculinas en la calle ensayando la flamante danza:

“Porque al compás de un tango
que es La Morocha
lucen ágiles cortes
dos orilleros.”

Cuenta Evaristo Carriego en un poema escrito en 1912.

El arrabal ya era decididamente tanguero, y sus hijos más diestros se convirtieron en eximios bailarines. Los finos y ágiles pies de aquellos artistas del tango, dibujaron las filigranas que tejerían leyendas como la de la Rubia Mireya, célebre bailarina cuando nacía el siglo XX. El alter ego de la milonguita, bien podría ser el compadrito. Ese personaje exhibicionista, de saco culero y pantalón muy ajustado y con trencilla; con botín de taco alto a la francesa, que le daba aire cadencioso y amanerado al andar, según testimonios de la época. En la mayoría de los casos, ésta habilidad con la danza y la módica fama de cuchillero, eran el único capital que tenía el comadrito.

Casa Precaria en la Quema de Flores año 1901 – H. G. Olds

Son años y paisajes bravíos. La dureza en el carácter y el culto al coraje, completan el perfil del guapo, el taita, el compadre y su versión devaluada: el compadrito. Ese personaje que Leopoldo Lugones definiera despectivamente como triple híbrido: mezcla de gaucho, gringo y negro. Pero era natural el surgimiento de un tipo humano que sintetizara las características de los recién llegados y de aquellos que ya estaban, porque el flujo inmigratorio de aquellos años fue decisivo en la conformación de la futura Argentina.

Ese culto a la dureza, fijado como un atributo honroso, llevaba a una extrema rigidez en lo concerniente a la manifestación de los afectos. Salvo en la adoración a la madre, la amistad insobornable con otros hombres y la novia virginal, cuando la tenía, cerraban el horizonte del arrabalero, sobre todo de aquel con vocación de guapo o al menos de compadrito.

Y ese amor selectivo, entregado en dosis rigurosas, se extiende también al terruño, al barrio.

Contradiciendo al antiguo proverbio, el guapo, el compadrito, son profetas en su tierra. El prestigio de bailarín, la fama de su hombría, la habilidad con el cuchillo, se construye a partir del barrio, del reconocimiento de sus hazañas. Porque aunque la historia refiera a sucedidos en territorio ajeno, el arrabal se encarga de fortalecer, agrandar y perpetuar la leyenda.

Así el tango le pone letra y música a infinidad de hechos protagonizados por individuos reales o ficticios, pero que por su carácter de arquetipos, la memoria popular acepta como válidos. De esa manera, algunas zonas arrabaleras alcanzan estatura mitológica: Barracas al Sur y al Norte, el Parque de Artillería, Puente Alsina, Portones de Palermo, El Maldonado, El Bajo de La Recoleta, La Tierra del Fuego, son los territorios más recordados de ese tiempo y esa geografía turbulenta. Las “academias” eran otro ámbito donde el orillero tallaba fuerte: se trataba de salones con despacho de bebidas, donde se bailaba, en muchas se ejercía la prostitución, se “timbeaba” y se mataba el tiempo. Las más célebres fueron Lo de Laura, ubicada en Paraguay cerca de Pueyrredón y María La Vasca; en Carlos Calvo al 2700.

Pero en la vida del arrabal no todo es amargo y sufriente como lo sugieren algunos tangos. El carnaval, por ejemplo, se celebra con rigurosos baldazos de agua y es habitual en los conventillos, que los muchachos tomen “de prepo” a las mujeres para sumergirlas en los piletones del patio, rebozantes de agua; y también a raíz del juego con agua, en la calle son frecuentes los incidentes con intervención policial, ya que según comentan diarios de la época “…no se respeta a nadie.” El corso oficial y los bailes en el club o en la sociedad de fomento, completan el módico menú del festejo carnavalesco suburbano.

El antiquísimo recordatorio de San Juan, San Pedro y San Pablo con ribetes paganos, se celebra hasta mediados del siglo XX, con enormes fogatas que provocan rivalidades entre barrios y cuyo fervor piromaniaco, se apropia de cuanto objeto puede ser pasto de las llamas. La celebración  fue perdiendo adeptos hasta casi desaparecer en los umbrales del siglo XXI. La urbanización redujo también las diversiones ecuestres a los desfiles de centros tradicionalistas y a “los burros” en los hipódromos de Palermo, San Isidro y La Plata, que junto con el fútbol se convierte en espectáculo de masas. Finalmente, el fútbol establece su reinado indiscutido entre los porteños, convirtiendo cada baldío de la ciudad, en semillero de futuros “cracks”. Es parte del paisaje del arrabal, en las calles poco transitadas, el tradicional partido entre casados y solteros los sábados a la tarde; y los más chicos, convierten en improvisadas canchitas los patios del inquilinato y las veredas.

Vendedores Ambulantes – 1901 – H. G. Olds

Los más veteranos, se entretienen con el juego de bochas, el sapo y los naipes; éstos últimos no reconocen límite de edad ni condición social.

El mentado progreso que pasó por encima a las montoneras, a los taitas y a los gauchos matreros como Hormiga Negra o Juan Moreira, fue arrinconando al compadrito de barrio. Los duelos a cuchillo emigraron de la leyenda a la página policial de los diarios y el compadrito se vio acotado al estrecho límite de su antiguo feudo: el barrio orillero. En ese paisaje curtido por la ley del más fuerte, se fueron introduciendo costumbres y valores del Centro. Pero en la memoria colectiva, junto a unos pocos corralones y almacenes sobrevivientes, quedaron algunos de los viejos códigos que el malevaje instalara en tiempos de esplendor. Uno de ellos es el rechazo a la delación. Esta era considerada un delito infamante que acarreaba la deshonra de quien incurriera en ella y por extensión, cubría de vergüenza a toda la familia.

“En el barrio se comentan fulerías” y “tus amigos del café te piantarán”, dice el tango Dandy de Fugazot, Irusta y Lucio Demare, cuando se sabe que el personaje es un “batidor”; es decir, confidente de la policía. La condena de esa actitud aparece recurrentemente en las letras de tango en la primera mitad del siglo XX, advirtiendo uno de ellos que”…el hombre para ser hombre, no debe ser batidor.” Otro es la lealtad al barrio, a la camiseta cuando éste cuenta con un club, a la barra de amigos y el eterno retorno luego de haber “visto mundo”; la vuelta al barrio es para muchos el regreso a una edad perdida.

En esa ciudad que se extiende sin pausa, el arrabal ya no se circunscribe a los límites de la Capital Federal, sino que incorpora de hecho a los partidos vecinos: Avellaneda, Lanús, Vicente López… son como prolongaciones naturales de Buenos Aires, aun preservando sus particularidades.

De esos conglomerados surgen los bastiones futboleros encarnados en clubes como Boca Juniors en La Boca, River Plate en Núñez, Racing Club e Independiente en Avellaneda, San Lorenzo de Almagro en Boedo, Huracán en Parque de Los Patricios, Vélez Sarsfield en Liniers…Esos barrios incorporan al club como parte de su identidad; de la misma manera que el Bajo Belgrano quedó ligado históricamente al Hipódromo Nacional.

En los años treinta se construye la Avenida General Paz que uniéndose con el Riachuelo, circunvala la Capital Federal estableciendo límites geográficos precisos. Con la crisis de esos años  aparecen otros rasgos desconocidos en Buenos Aires, como la villa miseria. Villa Desocupación, El Barrio de Las Latas, son algunos de los nombres dolorosos de esa nueva orilla. Con el auge industrial y la expansión del consumo en la década de 1940, el arrabal mejora su calidad de vida, aunque subsisten numerosos conventillos que cobijan en su mayoría a la gente que proviene del Interior. Barrios como La Boca, San Telmo, Barracas, Dock Sud, albergan gran cantidad de inquilinatos, pese a que miles de familias de trabajadores  acceden a la vivienda propia.

Patio de Conventillo

Son también los años de oro del tango, bailes de carnaval en los clubes con orquestas “típicas” y “características”, según el sofisticado lenguaje de los “speakers” de la época. Carlos Gardel, paradigma del arrabalero triunfador, es el santo laico de millones de fieles tangueros y las grandes orquestas tienen sus propias “hinchadas” de raigambre futbolera: Osvaldo Pugliese, Aníbal Troilo, Juan D’Arienzo, Carlos Di Sarli, convocan multitudes. La radio primero y la televisión algunos años más tarde, completaron el circuito de comunicación que durante mucho tiempo, se había limitado a los diarios y revistas y al inefable “boca a boca”.

El arrabal vive sus días más felices: la desocupación deja de ser un flagelo y el nivel de consumo es importante. La “milonga” es excluyente, pero también abundan los pic nics domingueros con las familias y toda la barra arriba de un camión, con destino a la Costanera Sur o al Parque Pereyra Iraola, en el sur bonaerense. Domingos de fútbol e hipódromo, de noches de sábados pegados a la radio escuchando los duelos boxísticos de Eduardo Lausse, El Mono Gatica y Prada y los más afortunados, presenciando las peleas en el mismo Luna Park.

Con las transformaciones socio cultural posteriores a la Segunda Guerra Mundial, el antiguo coraje individual del compadre orillero, resurge en la violencia colectiva de las canchas de fútbol, en la patota autojustificada en el amor a la camiseta. Las canchas pasan a ser el nuevo escenario de la provocación; el antiguo patrón de la cuadra deviene en barra brava dueño de la tribuna, más degradado  que su antecesor de “funghí” y “lengue”, pero allí también se admira al más cruel, al más duro y con más fervor si debe alguna muerte. Pero con algunas diferencias: el compadre peleaba sólo; el ataque en patota se consideraba una cobardía.

Los antiguos barrios orilleros, sin perder sus características, convierten sus principales avenidas en centros comerciales. Así surgen con carácter de tales, la Avenida Almirante Brown en La Boca, Sáenz en Nueva Pompeya, Montes de Oca en Barracas, Caseros en Parque Patricios; con sus asociaciones de amigos constituidas en general por comerciantes, que se encargan de mantener atractivas las arterias en que viven o desarrollan su actividad económica.

En 1930 se había apagado el último farolito y el alumbrado eléctrico reinaba sin competencia. Los tranvías, colectivos,  subtes y más tarde los trolebuses, unificaron la ciudad y era posible desplazarse del suburbio al Centro a cualquier hora de la madrugada, ya que entonces los transportes de pasajeros nocturnos eran un servicio eficiente. Luego los tranvías son reemplazados por colectivos, se amplían las redes de subte  y luego se agrega el premetro, alcanzando los límites de la Ciudad de Buenos Aires.

El arrabal es conservador, pero no puede dejar de absorber las modas y costumbres que  desde los barrios de clase media y alta, se incorporan vía televisión y sobretodo mediante los jóvenes; eternos introductores de las novedades en cualquier sociedad y en todos los tiempos.

En los barrios ha desaparecido la antigua costumbre de sacar sillas a la vereda en las noches de verano, debido a la inseguridad y fundamentalmente por los entretenimientos electrónicos, en particular la televisión, que ocupa gran parte del tiempo libre. Ya no se ven corralones ni “picados” de fútbol en la calle. El arrabal porteño del siglo XXI es multifacético. En el conviven viejas tapias de ladrillo con modernas y sofisticadas torres; enormes villas miseria con autopistas; algún “almacén rosado” con los “delivery”, los supermercados chinos con los viejos cines convertidos en templos evangélicos. En el suburbio porteño se ha mezclado la vida “igual que en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches”, como dice el inmortal tango Cambalache. Ya no hay faroles de kerosén y almacenes con despacho de bebidas en la ochava; el artefacto de gas de mercurio o la lámpara de sodio desplazó al farol mortecino y las nuevas tecnologías influyen aún más en los cambios de hábitos del porteño y del suburbio en particular. Los corralones  se transformaron en garajes y el empedrado se va convirtiendo en una curiosidad perdida que pelea su espacio a las capas asfálticas que inexorablemente, cubren todas las calzadas.

El arrabal sufrió los avatares del conjunto de la sociedad argentina. Conoció días felices y también saqueos y violencia política; desde la luctuosa Semana Trágica de enero de 1919 hasta las jornadas de la hiperinflación de 1989 y el “corralito” financiero de 2001, que provocó la caída del gobierno presidido por Fernando De La Rua.

Recibió nuevos inmigrantes; vio languidecer el cafetín de la esquina y a muchas de sus más caras costumbres. El tranvía compadrón y ruidoso, el carro de reparto, las canchas de bolitas con enjambres de pibes en la vereda y los “chamuyos” de novios al abrigo de algún portón oscuro o en el zaguán cómplice.

Los destartalados galpones de viejas máquinas industriales, conviven con locutorios, “cibers”, lavaderos automáticos…todos son parte de la gran ciudad. Esa ciudad cuyo arrabal gestó al tango.

De la misma manera que nadie puede imaginar a Buenos Aires sin el tango, es impensable el tango sin el arrabal.

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