Chorros de luz arrojaban los equipos de iluminación atornillados al cielorraso de las numerosas y amplias oficinas de “La Empresa” caían sobre los escritorios y rozaban tanto las paredes como los armarios; éstos, herméticamente cerrados, protegían del polvo importantes documentos y los ocultaban de la cansada vista de los empleados.
El señor “Z” – un empleado cualquiera – trabajaba en medio de colegas que colmaban el vasto local. Los ruidos ambientales y los vahos del hacinamiento penetraban en sus oídos, en su nariz, se filtraban por los poros y se expandían en su cerebro, embotándolo. A veces tosía.
Cuando comenzaba con la tarea del día, su atención se dirigía hacia cuestiones nimias, vanas. Luego, con lentitud, extendía sus tentáculos y atrapaba los papeles que, con membrete y logotipo de “La Empresa”, se habían amontonado sobre el escritorio, delante de él; no sabía cómo no lo había hecho. Entonces tomaba cada una de las hojas de la pila, las ponía delante de sus ojos y procuraba capturar el significado de los textos, impresos en formato de alineación justificada, sangría izquierda de tres centímetros, dos a la derecha, tipografía Times New Roman, de doce puntos. Pero aunque la vista rozara el papel de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo, el sentido de lo escrito se resistía a salir de la página y penetrar en su cerebro, quedaba adherido a la tinta. Luego imaginaba abrir los cajones de su escritorio, uno por uno, tres pequeños a su derecha y otro más grande frente al abdomen, y los encontraba llenos de nada, es decir, de cosas.
De ahí la atención de “Z” se trasladaba a las paredes y se deslizaba por ellas hasta las ventanas, al cielorraso, a los muebles. Pero tampoco encontraba nada. Angustiada quería ir a entrelazarse con las atenciones también angustiadas de otros oficinistas; entonces la garganta de “Z” emitía sonidos articulados con la esperanza de recibir respuestas mediante un mecanismo verbal llamado diálogo. Pero al no recibir más que el eco de su propia voz, callaba.
Al mirar dentro de sí notaba que en él había múltiples tiempos, que existían por el simple hecho de pertenecer a la especie humana: un tiempo físico, marcado por un reloj; un tiempo sicológico; uno vital, biológico; un tiempo intelectual; uno social: familiar, de la amistad, de esparcimiento y del ejercicio del amor. Pero sentía que de casi todos ellos se había adueñado “La Empresa”. Sentía que esos tiempos transcurrían en él, pero que ya no le pertenecían, no podía disponer de ellos porque muchos habían sido invadidos por la gran cantidad de horas de trabajo y por las preocupaciones propias del mismo. Y cuando estos sentimientos se manifestaban su mente le mostraba, como una proyección virtual, el mito de Prometeo encadenado y el ave de rapiña. Ser útil a la sociedad y permanecer dentro del sistema montado por ella le había causado la condena: el Gran Dios, el Zeus Moderno, había dispuesto que la insaciable compañía, tal como había hecho el ave mítica, le devorara el hígado de día y le permitiera recuperarse de noche, para que, al día siguiente estando vivo, pudiera destruírselo otra vez. “La Empresa” se había infiltrado entre sus fibras musculares, había penetrado en las células de sus tejidos, de su sangre y de sus huesos, le atrofió el corazón y llegó hasta su espíritu.
La mente, que por naturaleza es expansiva y abarcadora de realidades de distinto orden, de infinitos conocimientos, generadora de luz intelectual y de fuego ideológico, en “Z” se vio menguada, constreñida y obligada a desarrollarse sólo en un rincón, en una pequeña área, las otras murieron. Y en un estrecho sector de su espíritu, también rigurosamente delimitado, crecieron sólo espinillos bajos, duros, secos… lo demás, fue páramo.
Carlos Alberto Balbi