Al Pie de la Letra
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Rojo Carmesí en un Taxi
Relato de Pablo Diringuer
Rojo Carmesí en un Taxi

Ciclo cumplido. Abrió la cartera y en ese espejito de 10 por 5 se acomodó portando sus labios justo en esa pose exacta hacia su lápiz labial. El taxista que la llevaba, fumaba, de tal modo, ella prendió también uno y el rush bien carmesí, manchó inevitablemente el filtro marrón. Entre pitada y pitada, el humo se dispersaba por el reducido habitáculo con la ventanilla baja a media asta.

El chofer sabía hacia dónde dirigirse pues eso previo de pararlo con el brazo extendido y el saber destinado del viaje, ya había sido aclarado; bien al centro de la ciudad no tan rápido ni tan despacio, a velocidad normal -se mentalizaba el hombre-. No había palabras, sólo las necesarias y al inicio del viaje, como un mandato costumbrista inevitable en la básica interacción de dos humanos que se necesitan mutuamente por alguna circunstancia, y la misma era ésa, un auto de color negro con techo amarillo manejado por uno, y una transeúnte mujer con un destino prefijado. Él la miraba por el espejito del medio cada tanto, y su vista mezclaba y mareaba la chatura rutinaria llena de calores y fríos alternados, inmersos en esa urbe a quien nadie le importaba a nadie.

En esos escuetos pantallazos espejados masculinos, él pensó nuevamente en sus labios fuertemente rojos aunque… ya no tanto como antes de fumar ese primer cigarrillo; le gustaban esos labios, y esas diminutas grietas que los barnizaban junto al color le enaltecían a ese implícito prototipo de blandura, previa a la blancura de sus dientes. Labios como cortinas que presagiaban marfiles en un paladar y… esa lengua que modulaba la emisión de esas palabras maleables por esas cuerdas vocales tan de ella. El beso y el gusto; la fragancia de la frutilla labial y el perfume del aliento original con un tizne a tabaco que bien podría no percibirse entre dos que fumaban pero más que nada si, algún deseo, inoculara lo inmaculado del querer porque sí, porque la invisibilidad de las ganas sólo cristalizarían en la realidad de los hechos.

Ella miraba fijamente la nada y, cada tanto, movía la cabeza como negando algo que, si bien la ayudaba a reflexionar, todo concluía en una negación rotunda a punto de friccionar en la chispa del incendio terminal. Eso. El límite del basta como último callejón sin salida de una serie norteamericana de un suburbio del Bronx cuyo paredón hasta llegaba al terror documental del infortunio total. Jamás volvería a estar con “él” y ese momento transicional de semejante desventura, la hacía llegar al límite de patear el tablero y las piezas de ese juego –incluidos peones, reina y rey- volaban a la mierda hasta –si se quería- caer al piso mismo de la imaginaria escena.

Labios pintados, cigarrillos varios, taxi y chofer del mismo.

El hombre frente al volante y su barba a medio crecer; espejitos que no eran de colores pero eran, y las miradas que no se entrecruzaban pero estaban casi expectantes, como si intuyeran el stereo del vacío. Algo en común, costaba emparentarlos, pero el común, había. Al taxista no le importaban las relaciones sentimentales; a ella sí. A él, no le decía demasiado el pantalón ceñido, ni las curvas femeninas con ripio o sin éste; a ella sí, le gustaba que el varón, cualquier varón, tuviese un cierto pronunciado culito. Al macho que lo incluía e inundaba no le importaba en absoluto esa imagen de su rostro, pensativa o conflictuada que gesticulaba en movimientos negatorios de situaciones que completamente desconocía. A ella no le interesaba para nada que, ese chofer de taxis que podía especular con ser dueño del mismo o un simple peón, anduviese de aquí para allá llevando personas y muy probablemente –porque la generalidad así lo mostraba- proponiéndole temas recontra banales como el tiempo, o el famoso “Qué mal que estaba todo”…

A él… otra vez en la incumbencia de vidas sufridas o no, el aceite concluyente en la resultante reflexiva de la importancia anímica del otro, su básica simpleza impediría mínimamente percatarse de algo digno de rescatar y decir contenedor para con el otro.

Ella no podía soportar estar con alguien tan superficial, tan limitado en sus dichos que no tuviesen nada que ver el querer ni menos que menos inclusivos de la palabra “Amor” en su real y significativo sentido de correspondencia.

Ella le dijo que no fuera a la dirección que le había dicho; que sólo siguiera por la avenida hasta que finalmente se acabase la posibilidad y luego que siguiera hacia cualquier lado, al que él se le ocurriese que fuese el más indicado, que ella estaría de acuerdo y que, llegado el momento –cualquier momento- él dijese algo.

Él no dijo nada y siguió; el reloj cambiaba números pero a ninguno de los dos le importó. Finalmente el auto paró en un paraje desolado, en medio de unos cuántos árboles deshojados de otoño; el motor se apagó y él se pasó al asiento de atrás con la pasajera. Ella le abrió la puerta previamente y antes sacó la traba que lo impedía; él dejó de mirarla por el espejito del medio y sus labios rústicos arañaron el rush agrietado de ella y su color rojo a cada instante se hizo más chirlo, más incoloro al fragor del friccionante y desesperado beso.

Él sabía; ella también. Nada de lo que pudiesen hacer allí, en ese momento, un diminuto espacio atemporal de conjunción mutua, instalaría un ápice recordatorio y sustancial de lo que hicieron. La felicidad viajó en taxi y duró el tiempo del cigarrillo y tal vez el agregado de ese rojo carmesí sobre el labio rugoso.

Por Pablo Diringuer

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