El hombre montado en su bicicleta equipada para efectuar la tarea recorría los barrios y parajes vecinos acompañado por “El carbón”. Así había apodado a ese perro callejero color azabache que había hallado en un camino de tierra con una pata herida.
El Último Servicio
“Una hora después caminaban juntos por la carretera” – Guy de Maupassant
Florencio no recordaba con precisión los nombres de las calles del pueblo, un poco porque nunca había sido un problema para su vida cotidiana en Los Saucitos, y otro poco porque, aunque la memoria le había empezado a fallar, todos sabían que vivía en el ranchito que estaba al lado del molino de la chacra de los Guastián y en caso de perderse, bastaba con indicarle el camino.
La gente lo conocía por la actividad que desarrollaba: afilador, es más, era muy apreciado, se consideraba que sería el último afilador de cuchillos que el pueblo tendría. Florencio había heredado el oficio de su padre y de su abuelo, pero no había tenido hijos, y los jóvenes del pueblo preferían emigrar a las ciudades vecinas o irse a trabajar al campo.
El hombre montado en su bicicleta equipada para efectuar la tarea recorría los barrios y parajes vecinos acompañado por “El carbón”. Así había apodado a ese perro callejero color azabache que había hallado en un camino de tierra con una pata herida. Había sido amor a primera vista, tal vez el cruce de miradas al final de la vida, o el viento que daba sequedad en la lengua, o quizá el espejo mismo de la soledad, como sea, lo había llevado a su casa, curado y convertido en su fiel ladero.
Era emocionante escuchar la forma de ladrar de “El carbón”, se podría decir de que era con voz cantarina, sobre todo en los intervalos en que Florencio tomaba aire para seguir con las melodías que hacía con la armónica.
Aquella mañana de febrero, Florencio se levantó con dolor de cabeza. Fue hasta el tanque australiano que traía agua del molino y dejó que el chorro generoso del caño lo mojara en el cuello y en la cara. Con eso le alcanzó para sentirse mejor. En la cocina bebió su mate cocido con galleta y se alistó para la salida. La imagen del camino de tierra agrietado por la ausencia de lluvias, no lo detuvo. Desde la chacra hasta el pueblo no había más de 5 kilómetros, se subió a la bicicleta y le silbó a “El carbón”.
En el trayecto pensó que el único elemento válido de identificación era su bicicleta, tan particular, plegable en su estructura, sobre la que la rueda trasera conseguía altura de manera que podía pedalear sin desplazarse y mediante un sistema de engranajes y cadenas hacer girar el torno o piedra esmeril. No había otra igual en Los Saucitos. Y siguió pensando en la fotografía que le había traído su sobrino en el último viaje. Una foto de la gran ciudad, con sus luces, calles anchas, negocios importantes, cines. Todo eso lo había desvelado. Era amante de las películas de Charles Chaplin, claro que sabía que ya no estarían en cartelera, pero no estaría nada mal ir al cine ese día.
Sabía muy bien que su fiel compañía lo esperaría en la vereda, si no lo dejaban entrar.
Divisó a lo lejos un monte de eucaliptus que daba al camino vecinal que conducía a la ruta.
Pedaleó más rápido que de costumbre. Al llegar, se adentró y apoyó la bicicleta en uno de los árboles. Cargó las pocas pertenencias en el hombro, la cantimplora con agua y “el carbón”. “Una hora después caminaban juntos por la carretera” y luego nadie más los vio, quizá había sido el último servicio que la memoria le había brindado.
Ana Caleyuri – Cuento Inédito –Junio 2024