Silencio. El helado silencio que segregan los metales muertos, como un manto de óxido me está congelando el alma. Porque los tranvías tenemos alma, y a pesar de que mi cuerpo fue asesinado por decreto hace varios años y me han traído al Gran Cementerio de Máquinas, mi espíritu se resiste a morir.
Porque nuestra alma al morir el cuerpo no va a ningún sitio a ser premiada o castigada. No reencarna ni se transforma. Simplemente permanece prisionera del cadáver, acompaña al tranvía muerto en el lento proceso de destrucción. Porque la nuestra es un alma muy especial.
No está alentada por ningún soplo divino. Es una especie de conciencia que se fue estructurando paulatinamente en cada ciclo que mis ruedas cerraban sobre el riel callejero. Está compuesta por el eco de las voces de millones de pasajeros que oyeron mis entrañas. Por las caricias de manos incontables que tiraron del cordón de la campanilla. Por el calor infinito de tantos cuerpos apretujados en mis asientos de madera o en el pasillo estrecho. Impacientes como parásitos en un generoso intestino.
Yo era feliz. Sabía que esa era mi única obligación. La sola razón de mi existencia era servir a los hombres. Y me reconfortaba ser consciente de esa responsabilidad. Mi alma crecía y maduraba rodando y rodando sin descanso. Y un laberinto de calles pobladas o solitarias me vieron pasar alegre, prepotente. Haciendo rechinar mis ruedas poderosas y escupiendo una lluvia de chispas de colores del troley cimbrante. Mi marcha ruidosa y compadrona fue acercando el arrabal al centro, hasta casi fundirlos.
Pero en las pocas horas de descanso bajo las sombras protectoras de los decrépitos galpones en las terminales, me enteré que yo era el heredero de una especie dinástica. La vos quejumbrosa de los tranvías más viejos me fueron nutriendo de historias y leyendas en incontables noches mágicas, noches en que el discreto susurro de tornillos y engranajes solía interrumpirse por los torpes pasos de un sereno borracho que inútilmente se esforzaba por cumplir sus funciones.
Así supe que mis antepasados eran arrastrados por caballos. Cuando el mayoral con un cornetín anunciaba en los cruces de calles el paso del tranvía. Tiempos de una ciudad lenta. De sueños blandos y costumbres rígidas.
Pero Buenos Aires comenzó a crecer desmesuradamente. El empedrado desbordó en todas direcciones y sobre esa dura piel se dibujó el garabato acerado de los rieles en permanente expansión. Con el siglo viejo murió el último tranvía arrastrado por caballos, y dicen que una noche de otoño, desde los sombríos portones de Palermo, inició modestamente su marcha el primero de los eléctricos, el primero que según los asombrados vecinos, «andaba solo».
Así fue como aquel chispazo inicial puso en movimiento algo mezcla de institución y personajes: el tranvía porteño, el clásico, el mitológico
Mis antecesores inmediatos, los amarillos de la Anglo Argentina, los verdes de Lacroze y otros, rodaron incansablemente de la Boca o Barracas a Villa del Parque, del Centro a Soldati o Mataderos. Uniendo barrios, poblando las orillas, hundiéndose en la Provincia. Iniciando un reinado que duraría casi setenta años.
En poco tiempo la madeja de negros cables se transformó en una gigantesca tela de araña que abarcaba la ciudad entera.
Era el auge del tranvía eléctrico. La gente me miraba, los endebles automóviles me temían y el subterráneo reconocía mi liderazgo de hermano mayor. Los letreros luminosos de Corrientes ancha y Lavalle, saludaban respetuosamente mi paso, como el de un gladiador, guardián celoso de la identidad porteña.
Las glicinas y malvones vibraban en los patios de algún conventillo orillero cuando pasaba rugiendo por su puerta, y el tango era tan cotidiano y necesario como el oxígeno que sorbían mis pasajeros o la electricidad que animaba mi cuerpo.
Pero los años volaron y el colectivo, aquel tímido y enclenque caminante, creció y se multiplicó por la ciudad. Entonces los argumentos utilizados para eliminar el tranvía a caballo y el «mateo», fueron esgrimidos para reemplazarme por automotores. Los hombres entendidos en el tema, dijeron que el tranvía era lento, obsoleto, antieconómico. Y lo que fue un experimento primero, se transformó en trabajo metódico después. Una a una las líneas tranviarias fueron transformadas en empresas de autotransporte. Uno a uno los tranvías fuimos derivados a los destinos más insólitos: aulas de escuela, viviendas de emergencia o montañas de chatarra en la mayoría de los casos. Y hoy yo, un ex tranvía, un espectro de vehículo, me desintegro lentamente en este holocausto mecánico. Los cientos de metros de cable de mi sistema nervioso me fueron arrancados brutalmente por los codiciosos, igual que cada trozo de mi cuerpo que fuera negociable. Mis lustrosos asientos de madera, azotados por el sol y la lluvia se hincharon y se deshacen irremediablemente, como pan mojado. Ya no distingo los colores; apenas percibo el negro de la noche y el rojo oscuro e implacable del óxido, recordándome mi muerte próxima. Dejé de escuchar la voz de los hombres con sus ricos e infinitos matices, la algarabía de los gorriones en la tarde y el rezongo de incontables tranvías, que como una plegaria monstruosa se elevaba de los cuatro puntos de la ciudad.
Ante mí, se levanta un muro sucio y ruinoso. Del otro lado está la calle, ese vasto universo de sorpresas y posibilidades. Sobre ella escucho que se desplaza un sordo retumbar de máquinas. Rugidos furiosos y ululantes que estremecen hasta el aire, dejando un humo negro y ácido a su paso, mientras se alejan con la misma velocidad con que llegaron. Los hombres dicen que es el progreso.
Por Ángel Pizzorno
CHAU, TRANVÍA
De una nerviosa COLITA
y un serio COCHE MOTOR
fue que nació un servidor
en los Talleres CATITA
cuando salí de Zepita
por la pinta que tenía
al verme gritó… ¡TRANVÍA…!
orgullo de mi Estación
y me fui a Constitución
compadreando por la vía…!
Lo recuerdo mes de Abril
por el año veintidós
el FEDERICO a los saltos
vestía de perejil
en cambio yo, de marfil
luciendo faja marrón
me ajustaba el pantalón
como varón de alto rango…
¡si entre el LACROZE Y EL ANGLO
no había comparación…!
Mi vida se deslizaba
serenita por la vía
que en esos tiempos tenía
la gente que la cuidaba
que a las once preparaban
en la pala su asadito
de mis serios pasajeros
que soñaban ser obreros
por pellizcar un cachito…!
Fui línea cuarenta y tres
de la BOCA A PLAZA FLORES
y con la dos fue mi troley
curioseando hasta LINIERS;
con la nueve, anduve un mes
RETIRO A CONSTITICIÓN;
no hubo esquina, ni balcón,
calle, buzón ni cortada
que mi paso saludara
con sincera admiración…!
¡Era un tranvía… TRANVÍA…
con todas mis siete letras…!
¡Con mi campana coqueta
y ventanas que se abrían
los días en que llovía
con arena me frenaron.
¡Jamás me descarrilaron,
serio, eficiente, seguro,
con mi motorman de LUGO
y guarda de CATANZARO…!
¡Pero todo en esta Vida
no puede seguir de moda
se vino la «NUEVA OLA»
de las calles presumidas…!
¡Todas a igual que FLORIDA
querían su independencia,
molestaba mi presencia
y me hicieron a un costado
como pariente arruinado
que confiesa su indigencia…!
¡De aquel marfil y marrón
que fue mi orgullo de antaño
me pintó color estaño
una tal… CORPORACIÓN…!
cada vez, que me enfermaba
todo el mundo se olvidaba
de que serví a tanta gente
y fui… condenado a muerte
sin haberles hecho nada…!
¡Y en el PANTEÓN DEL OLVIDO
ME CONFINÓ BUENOS AIRES…!
¡Tal vez, me lloren las calles
que jamás he recorrido…!
¡Sólo el acero pulido
de mis vías desoladas
certifica en las barriadas
el recuerdo de un … TRANVÍA…!
¡QUE CADA NOCHE PONÍA…
EL TALÁN DE SU PASADA…!
del Sentir de Buenos Aires
Héctor Gagliardi – 1975