Empecé a frecuentar a Horacio González cuando arrancó Carta Abierta, espacio del que junto a otros amigos y compañeros, como Jaime Sorín, fuimos fundadores, si se me disculpa la autorreferencia.
Lo conocía por sus escritos, artículos periodísticos pero, hasta entonces, nunca lo había tenido tan cerca como aquella tarde en el primer piso de la Librería Gandhi.
Las alocuciones de Horacio empezaban como un murmullo ininteligible, indescifrable para una mayoría distraída: el anuncio de un sopor irreductible. De repente, sin variar el tono ni elevar la voz, nos sacudía con un concepto, con una –casi imperativa- a invitación pensar. Y el clima cambiaba, se instalaba el debate, la discusión, el fervor militante, el arte, la literatura, la filosofía. Y esa atmósfera imperaba hasta el final del encuentro.
Con esa misma placidez con que disfrazaba sus profundidades, le ponía freno a las vanidades, jactancias y egos potentes de algunas vacas sagradas de la intelectualidad autóctona, cuando en las reuniones de Carta Abierta los sábados en la Biblioteca Nacional, se desmarcaban del debate principal. Lo hacía con extrema dulzura y una sonrisa permanente en sus labios.
Horacio guardaba la candidez de un niño feliz, que reía de sus propias acechanzas. Trasmitía una placentera invitación a militar el pensamiento. Y ese pensamiento era el peronismo. Siempre.
En 2009, después de la derrota electoral, se hizo la reunión de Carta en el Parque Lezama. Horacio, estaba muy activo, mientras otros hablaban él no participaba y se reía, y se reía cómplice, todo el tiempo, tapándose la boca con la mano. Todos intuíamos que algo estaba por pasar pero ni imaginábamos que ese torbellino de compañeros y compañeras, que irrumpió desde Defensa por Brasil, envolvía la figura desgarbada de Néstor Kirchner, que hacía su primera aparición pública después de las elecciones. Sólo Horacio y unos pocos lo sabían.
Durante los diez años que Horacio González dirigió la Biblioteca Nacional, tejió una estrecha relación con las organizaciones gremiales. Desde Upcn destacan de él su compromiso permanente con las necesidades de los trabajadores: no eludía ni postergaba, trataba de encontrar la solución. Un funcionario político que sobresalió por su conciencia, compromiso social y que no fue indiferente a ningún reclamo.
Fue el único director de la Biblioteca Nacional aclamado, en 2015 al finalizar su mandato, por cientos de trabajadores que lo despidieron con aplausos en la explanada al grito de “No se va, Horacio, no se va”.
Cuando Estado Joven se mudó de Radio Palermo a Cooperativa lo tuvimos como nuestro primer invitado.
Rodrigo De Echeandía recuerda su “metodología” generosa de aceptar todas las opiniones: siempre rescataba algo de cada opinión, algún valor. En estos tiempos en que algunos conceptos aparecen bastardeados, vacíos de significado o empleados de manera engañosa, Horacio González se muestra como un real demócrata, por esa condición de escuchar y valorar todos los puntos de vista, aun los más adversos. El respeto como forma de vida en una actitud siempre contemplativa hacia el otro.
Leía todo lo que le acercaban y, con generosidad y enorme humildad, devolvía su opinión y hasta se prestaba a debatir por teléfono, en algún pasillo o en la oficina. Irradiaba afecto al dedicarle tiempo y calidez humana a esas lecturas.
La última vez que estuve con él fue en el cumpleaños de la compañera Leticia Manauta: guardo un cálido recuerdo de aquel encuentro, todos parecíamos sentirnos felices compartiendo esa mesa enorme. Él había salido de otro episodio de salud. Liliana, su compañera, le elegía con gran amor lo que podía comer y Horacio nos dedicaba su conversación un rato a cada uno, mientras sostenía su copa de vino en esa larga noche que nadie quería ver terminar.