Creencias, Mitos y Leyendas
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La Mula Ánima
Difundida en el Norte y Centro del país, que sería derivación de la de la Viuda
La Mula Ánima

Se le conoce también con el nombre de Alma Mula, Mulánima, Mala Mula, Mujer Mula y Mula Sin Cabeza. Leyenda difundida en el Norte y Centro del país, que para Fortuny sería derivación de la de la Viuda. Es una mujer transformada en mula por haber tenido relaciones amorosas con un cura, o cometido incesto. Se la describe como una mula de color negro o marrón castaño y largas orejas que corre de noche por los campos, echando fuego por la nariz y la boza, y destellos por los ojos. La acompaña el crujir de su freno de oro,  y de tanto en tanto lanza un triste rebuzno. Arrastra también pesadas cadenas, como otros seres condenados.

Para Ricardo Rojas es un ser invisible y alado, que vuela en la punta sonora del viento.

No suele ser muy discreta, ya que hasta atraviesa poblaciones importantes de noche, a la carrera y con toda su parafernalia. Deben quedar todavía en Atamisqui, Provincia de Santiago del Estero, personas que la vieron por las calles, rebuznando en el viento. Ante su cercanía, los perros ladran como enloquecidos. Corre a las ovejas. Al parecer, se alimenta solo de carne, cazando animales y también niños.

Se cuenta que el caudillo santiagueño Felipe Ibarra mandó una vez toda una comisión a perseguir a una  mula rosilla que tenía amedrentada a una población. La batida fue exitosa pues se logró capturarla en el monte. La llevaron a la iglesia de Quimilioj, donde la ataron a un árbol y molieron  golpes. Como consecuencia de esto, la condenada recuperó su forma original y fue a concluir sus días en La Banda.

Según versiones recogidas por Terrera, le gusta merodear en las siestas calurosas y pesadas del verano las galerías de las estancias antiguas y los patios de los ranchos. Quien ose mirarla perderá la vida, o será víctima de una desgracia. Su rebuzno, casi humano por el dolor y la angustia que llega a transmitir, estremece a los que lo escuchan. Esto probaría que sus hábitos no son exclusivamente nocturnos, a menos que se trate de una modificación intencional de la leyenda destinada solo a limitar las correrías de los niños en la siesta, induciéndolos a dormir.

Rafael Obligado le dedicó un romance, referido a la novia de un soldado que tuvo que partir a Chile en la guerra de la independencia. Aunque la joven había palabra de casamiento, en la larga espera se enredó con un cura “para curarse de ausencias”, y claro, Dios la maldijo, echando su ama a penar por desiertas quebradas.

El castigo es normalmente post-mortem, pero suele darse también esta transformación en vida. Para salvar el alma de esta condenada hay que aguardarla en un sitio estratégico con un cuchillo, y cuando pase cortarle la oreja o tuzarle las crines. Otros, mas cáusticos, hablan de un hachazo en la oreja o en la frente. Su sangre, al correr, operará como elemento redentor, rompiendo su encantamiento. Según Cáceres Freyre, quien recogió esta leyenda en La Rioja, solo dos tajos en cruz pueden deshacer el encanto. Si se trata de una persona viva, ostentará al día siguiente una cicatriz en el lugar en que recibió la herida.

Señala Terrera que al cortarle la oreja o las crines se convierte en una bella y codiciada mujer. Si el gaucho se detiene a mirarla quedará prendado, y por ella abandonará familia, trabajo y amigos para seguirla en sus andanzas, y morirá al poco tiempo, consumido por la pasión. Este encantamiento por la mirada puede darse aunque El Alma Mula no abandone su apariencia animal.
Adolfo Colombres – Seres Sobrenaturales de la Cultura Popular Argentina – Ediciones del Sol – 1984 – Ilustraciones de Ricardo Deambrosi

Pánico por la Aparición de la Mula Alma
Una mula demoniaca apareció en Jujuy después de una extraña noche tormentosa. Alberto, de nueve años, anunció pocas horas antes su llegada. Aullidos lastimeros de su perro y un espantoso olor a azufre hablaron de su paso hace treinta años. La Mula Alma dejó de ser leyenda y se convirtió en realidad. Fascinante relato de un estudioso que advirtió su presencia.

Conozco a mis paisanos noroestinos desde hace más de tres décadas. He convivido con ellos largas temporadas. He convivido con ellos largas temporadas. He compartido sus esperanzas, sus temores y frustraciones. Hemos esperado ansiosos el regreso de la pastorcita en una tarde de tormenta.

Hemos copleado juntos durante el Carnaval y hemos velado juntos a uno de los vecinos en una larga noche de invierno, que yacía, con su ropa de todos los días, sobre una mesa, flanqueado por cuatro velas y un candelero con un cabo encendido a la altura de su cara, vuelta hacia el oriente. Un mundo distinto el nuestro.

¿Qué me sacudió hace treinta años en el corazón del noroeste argentino? Corrían los primeros días de enero de 1950 cuando recorrí por primera vez la Quebrada de Humacuaca, desde San Salvador de Jujuy hasta la villa de Tilcara primero, y Huacalera, después. Viajé en tren hasta la capital provinciana y más tarde en jeep hasta Tilcara. Fui trasladado de Buenos Aires a la Quebrada y me instalé allí, en un rancho colgado de la falda de un cerro en la banda meridional de la Quebrada de la Huerta, una quebrada  tributaria de la humuaqueña, que desemboco en ella frente Huacalera.

Allí me establecí durante tres semanas. Llevaba conmigo una bolsa con mi equipo u algunas provisiones. Un catre, un farol a querosén y linterna. Quedo instalado conmigo Alberto un changuito de 9 años.

En la orilla opuesta del riacho de la Huerta se alzaban imponentes las ruinas de un viejo poblado indígena: El Antigal de la Huerta, que yo debía reconocer y excavar para elaborar mi tesis universitaria. Hablamos apalabrado ya a los peones que comenzarían a trabajar conmigo tres días después de mi llegada. El padre de Alberto me proveía de almuerzo y cena, y contaba con la compañía del chango que me serviría como mensajero y guía. El mundo detrás de los cerros comenzaba a abrirse con su paisaje y su gente. El trasplante había sido sin entrenamiento y sin preparación previa. Quede en el rancho junto a Alberto y su perro.

Hacia el sexto día, en horas de la tarde, después de haber terminado la jornada de trabajo empezó a formarse un nublado espeso, que iluminado por los rayos del sol poniente adquiría minuto a minuto formas cambiantes que avanzaban lentamente desde el Este. Las nubes cambiaron rápidamente de color. Plomizas al principio, pasaron a un negro amenazador.

Viento primero, truenos y relámpagos después, se convirtió todo en una gran tormenta que nos alcanzó de inmediato. Cenamos Alberto y yo acompañados por su perro, en el interior del rancho. “Seguramente va a crecer el rio esta noche, señor”, comento el chango cuando apague el farol para dormir. No habíamos dormido tres horas cuando se despertó un ruido atronador y un vibrar el suelo, paredes y catre, que me produjeron tremendo sobresalto. Tomé la linterna, iluminé todo el cuarto y vi la cara sonriente de Alberto que observaba mi verdadero susto. “Bajó el rio, señor. Hoy le dije lo que iba a pasar”… “Aja”, respondí u con aire de suficiencia agregue: “Sigamos durmiendo. Yo alumbré para ver si te habías asustado…” Apagué la linterna, pero tardé largo tiempo en recuperar el sueño.

Por la mañana fueron llegando los peones que participaban en la excavación a mi cargo. El comentario obligado fue la creciente del rio de La Huerta, que esa vez había alcanzado una dimensión poco corriente ocasionando daños diversos, desde taponamiento y destrucción de acequias hasta derrumbes en distintos lugares del camino de acceso a las chacras. Pero, fundamentalmente, había cobrado una vida humana. Uno de los pobladores, sorprendido por la tormenta, había caído de su mula y fue arrastrado por la correntada, terminando con un fuerte golpe contra unas peñas. Su cadáver había sido encontrado muy temprano por uno de peones, quien relató con lujo de detalles el hecho. Se comentaron otros casos conocidos, se arriesgaron explicaciones y se adujo también que el muerto podría haber estado machado, argumento que se descartó por quienes lo conocían. Pero hete aquí lo más inquietante. Uno del grupo recordó que cuando el muerto había construido su rancho no había respetado ninguna de las viejas prácticas vinculadas con la Pacha: tácitamente todos pensaron en un castigo. Alberto escuchaba con atención y con los ojos muy abiertos, sin pronunciar palabra.

Reiniciamos la excavación y más tarde, durante el almuerzo, conversé con Alberto acerca de lo sucedido. Hablo de las principales practicas no cumplidas por el difunto, pero el tono de vos de Alberto y su ceño fruncido no habitual me hicieron pensar que algo le preocupaba y mucho. Se lo hice saber y la respuesta fue concreta: “Esta noche va a andar la Mula Alma, señor. Así para siempre cuando alguien muere de muerte violenta…” Después menciono que, gracias a Dios, los perros saben cuándo está cerca porque ladran y aúllan aun antes de que sea viste. Al reiniciar las tareas de la tarde ya no volvimos a recordar el asunto.

Apenas terminamos las actividades del día regresamos al rancho porque tenía que ordenar una tanda de hallazgos para embalarlos. Me ayudo Alberto, que todavía no superaba su temor a tocar esas “cosas de antiguos”, y aún menos si se trataba de huesos humanos. Y allí, a un lado de mi catre, yacían dos esqueletos completos. Pero su vecindad ya no lo ponía tan nervioso como los primeros días, cuando los miraba desde su improvisado lecho en el piso de tierra.

Cuando terminamos el trabajo, cenamos y nos aprestamos a dormir. No habíamos traspasado el primer sueño cuando desperté sobresaltado por los ladridos y aullidos del pero, que lloraba desesperadamente. En mi apuro por manotear la linterna que tenía debajo de la almohada, la hice rodar por el suelo y tardé unos instantes en recuperarla e iluminar el lugar: allí estaba, sentado sobre sus mantas, con el rostro desencajado, pálido, dando diente con diente, temblando y con los ojos llenos de lágrimas, mi compañero de cuarto. Me acerqué y me hinché a su lado, pase mis brazos sobre sus hombros y lo arrimé sobre mi pecho al tiempo que hice callar al perro. Al cabo de unos instantes comenzó a calmarse. Sus temblores disminuyeron  y volvió a su estado normal. Encendí el farol. Hice que se acostara y me arrimé a su lado hasta que volvió a dormirse. Me senté en el borde del catre y encendí un cigarrillo. Pasee mi mirada  por los restos arqueológicos ordenados en el suelo, por el cuerpo de Alberto ya  dormido profundamente, por el perro estirado en el piso, con sus ojos abiertos que se detenían fijamente en mí, y la detuve en la puerta, que no abrí hasta que fue pleno día. Y volví a vivir los momentos transcurridos desde que me despertaron los aullidos del perro. No olvidaré jamás los segundos que pasaron hasta que prendí la linterna, porque el Alma Mula estaba allí. Oía sus bufidos. Olía el azufre. Sus cascos golpeaban en el suelo y su cabeza empujaba la puerta. No la veía pero sabía que estaba allí.

Del mismo modo que lo supo el perro, que aullaba con el palo erizado, en dirección a la puerta, según lo vi al hacerse la luz con la linterna. Se desde entonces que el Alma Mula existe, aunque no la haya visto jamás. Tal como Alberto sabia de su existencia. El no verla garantizaba mi supervivencia. Por eso sé también que el día que la vea terminará mi vida, porque pasaré a convivir en el mundo en que se nueve al Alma Mula.

¿Pero quién en el Alma Mula? El origen de esta creencia se remonta a los tiempos iniciales del catolicismo durante la Conquista y los primeros tiempos de la Colonia. Las versiones se vinculan concretamente con el castigo divino que sufrían los sacerdotes que no cumplían sus deberes o apostaban. La más conocida identificaba a la Mula Alma con “la barragana del cura”, que aparecía por las noches en figura de mula, con atributos de origen satánico, llamas y olor a azufre.

El tema de la Mula Alma, Mulanima o Alma Mula tuvo una difusión bastante amplia en el Noroeste argentino. En tiempos de mi relato ya no era demasiado recodado sino en boca de ancianos y salvo en ciertos lugares jujeños que recorrí, donde tenía plena actualidad. Esta metamorfosis de la especie humana en especie animal con características demoniacas no se aclara simplemente. El tiempo de la aparición de esta transformación puede admitirse que caiga dentro del periodo colonial inicial, cuando algún sacerdote cedió a la tentación y rompió su voto de castidad. El castigo correspondiente quedaba, como es lógico, en manos de la Iglesia, pero con discreción puesto que la publicidad afectaba a la institución toda. Sin embargo se hacía necesario aplicar ejemplar castigo a la culpable, presentándola además como investida con caracteres demoniacos y condenada a eterno suplicio, de tal modo que sirviera de ejemplo aleccionador a los nuevos cristianos y vieran en ella una manifestación infernal. Su origen europeo trasciende a ojos vista, y además huele a azufre, hedor característico de Satanás. La mula era en ese entonces uno de los animales más conocidos, con el cual los indígenas convertidos y las primeras generaciones de criollos estaban bien familiarizados. Esta versión del castigo de la pérfida mujer que sucede a un sacerdote cupo perfectamente en el sistema de creencias existe en ese mundo diferente que latía detrás de los cerros. Fue asimilado como un castigo en la nueva religión, no en la vieja.

En el pensamiento noroestino la aparición del Alma Mula significaba una ruptura entre la naturaleza y el hombre, asociada como estaba con castigo y muerte violenta, que amenazaba la propia existencia de quien era testigo de su aparición. Este moriría a su vez, o bien quedaría mudo o enfermo de susto para toda la vida. La motivación con la que había nacido la leyenda en el ámbito del catolicismo colonial adquirió otro significado y otra dimensión en el pensamiento local de origen prehispánico. Ahí residía el temor sagrado de Alberto cuando hablamos largamente acerca del Alma Mula.
La Nuestra – Marzo 1982 – Ciro Rene Lafón

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