Fuera de Serie
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True Detective
UN POLICIAL NIHILISTA – DISPONIBLE EN HBO MAX
True Detective

¿Se puede oler una serie?

El arte despierta todo tipo de emociones y sensaciones. Su tarea es disparar todas esas respuestas emocionales y sensoriales a través de la narrativa. True Detective, con su increíble primera temporada, consigue eso, sobrepasando las expectativas del espectador.

Entonces. ¿Se puede oler una serie? La respuesta, al menos para quien escribe, es un rotundo si. Tras ver los ocho episodios dirigidos por Cary Fukunaga y escritos con maestría por Nic Pizzolatto es imposible no oler el humo del tabaco, la cerveza, el sudor de los protagonistas, ese aroma seco y áspero de las tierras inhóspitas. Se puede olfatear la desesperación, también, de la cacería de los detectives. Podemos interceptar el nerviosismo con nuestro olfato, el de los protagonistas, el de las víctimas. True Detective, como los buenos manjares, no sólo entra por la vista.

La historia está fragmentada en dos líneas temporales. Una es en el presente de la serie, el año 2012, cuando los detectives Rustin “Rust” Cohle (Matthew McConaughey) y Martin Hart (Woody Harrelson) se someten a un riguroso interrogatorio en donde deben revivir una serie de asesinatos en serie, con aparentes características rituales, que involucraban el mundo de la prostitución y los cultos religiosos, en el estado de Luisiana. El motivo que los lleva a recapitular este particular episodio de su carrera policíaca es el resurgimiento de los mismos asesinatos que se dieron en 1995.

Los entonces compañeros no compartían los métodos del otro pero complementaban a la perfección. Aquel caso terminó consagrando sus ya extensas carreras, pero al igual que las personas que fueron víctimas de los asesinatos, ellos quedaron dañados, en especial Rust, quien acarreaba demonios de antaño. Cada caso parecía poner un ladrillo en la muralla que el hombre iba construyendo. Sabemos que su hija falleció en un accidente de autos, que le provocó un colapso mental que lo llevó a un hospital psiquiátrico. Cuando terminó su tratamiento terminó aplicando para ser detective de homicidios y sus jefes lo emparejaron con Hart, quien tenía un matrimonio aparentemente feliz, no cargaba con ninguna adicción.

Hart parecía ser el reflejo de lo que Rust había sido como persona en algún momento. Rust observa y juzga las elecciones de vida de Hart, impulsado por un sentido de la moral que parece rozar con el fanatismo religioso del culto que persiguen.

Los roces entre ellos son inevitables. Mientras que Hart intenta ser una persona abierta y cooperativa, Rust es introspectivo, se refugia en su cuaderno, en el tabaco, en el alcohol, en los recuerdos. También sufre alucinaciones visuales que, de alguna forma, lo ayudan en la persecución del asesino.

Sospechan que la muerte de la trabajadora sexual es la punta de un iceberg macabro, que se relaciona directamente con la desaparición de docenas de jóvenes mujeres en Louisiana.

En el presente, mientras las muertes se siguen sucediendo, los detectives responden preguntas por separado. Un incidente en algún momento del 2002 terminó quebrando el vínculo. Hart ya no está casado, pero goza de mejor reputación que su ex compañero, a quien en primera instancia tienen como un sospechoso secundario de los nuevos asesinatos.

El miedo religioso empieza a copar ambas líneas temporales de investigación. La cacería del asesino recrudece en intensidad, tanto en 1995 como en el 2012. El tiempo es un lujo que el departamento de policía no posee, y las sospechas de actos de brujería y seres “mitológicos” acechando a la comunidad crecen, por inverosímiles que parezcan.

Louisiana se convierte en una especie de paraje surgido de un libro del género realismo mágico intercalado por una novela de terror psicológico. Los demonios terrenales siempre están un paso adelante del dúo detectivesco. Los demonios internos parece estar tres pasos adelantados.

La pareja corre una carrera contra reloj que se vuelve, con el correr de los episodios, mucho más enrevesada. Rust y Hart saben que, aunque atrapen al principal responsable, ese caso terminará causando un daño potencialmente irreversible en ambos hombres.

Todo pasa por una cuestión de equilibrio, de costo/beneficio. Deciden dar todo, poner el pecho a las balas, con la esperanza de detener a otro asesino en serie, de esos que abundan en Estados Unidos. Sin embargo, con la historia saltando permanentemente desde los crímenes originales hasta los crímenes del presente, el nihilismo se acentúa. ¿De que sirve dejar el alma en un caso si siempre volverán a aparecer los monstruos capaces de ultrajar a sus víctimas? ¿Sirve detener a uno cuando la maldad es una serpiente cuya cabeza se multiplica cada vez que la cercenan?

True Detective, la primera temporada, es una obra de arte pesimista, nihilista, pesada en el mejor de los sentidos. Es un festival para los sentidos que aborda un género tan popular como el policial e intenta deconstruir a los héroes, que en muchos pasajes de la narrativa parecen compartir más similitudes con los “malos” que persiguen. Si algo nos deja la historia es que las dicotomías muchas veces rigen el mundo. No existe un acto puramente “bueno” sin un acto “malvado” que lo dispare. Los protagonistas persiguen un objetivo noble, pero sus intenciones a veces se difuminan, cruzan la línea de lo correcto. Sus métodos no siempre son los mejores. El fin, a veces, parece justificar a los medios. Pero, sobre todo, los casos a resolver no representan una escalada en el estatus profesional de los detectives. No hay gloria en la aparente victoria. Sólo quedan heridas que parecen imposibles de cicatrizar.

La primera temporada cuenta una historia auto contenida, empieza y termina en el lapso de los ocho capítulos. El guionista y director fueron los principales responsables creativos, una rareza dentro de la industria televisiva que se caracteriza por diversificar la tarea entre varios guionistas y cineastas para maximizar los tiempos de producción. Acá Pizzolatto y Fukunaga dan el presente en cada episodio, lo que genera una coherencia narrativa cercana al cine de autor y no a una serie comercial hecha para una gran cadena televisiva como HBO.

Si True Detective se hubiera estrenado en cines, los dos protagonistas se habrían llevado cualquier premio a “mejor actor” existente en la industria. Ellos dos cargan casi por completo con el peso narrativo y dramático de la historia. La química entre  McConaughey y Harrelson es innegable, a pesar que por muchos momentos los personajes no parecen congeniar. Son polos magnéticos opuestos atrayéndose y repeliéndose permanentemente en la pantalla. El resultado es un duelo actoral en el que el espectador es el gran ganador.

True Detective, como toda buena historia detectivesca, tiene varios giros argumentales en la trama que no conviene arruinar, pese a que se estrenó hace ocho años. Quienes no las hayan visto tienen la  invaluable oportunidad de acceder a una serie con un nivel de excelencia rarísimo. No es un producto edulcorado, HBO es famoso por permitir contenido adulto de alto impacto, y acá el nivel de impacto es inconmensurable. Pese a las casi ocho horas de metraje, la historia es tan atrapante, tan adictiva, que es inevitable cruzar los dedos para que, por arte de magia, aparezcan más capítulos. Queremos que el misterio continúe porque mientras el asesino siga suelto, Hart y Rust irán en pos de este.

La serie tuvo dos temporadas más, todas con elencos y directores diferentes, que si bien no gozaron de la aprobación unánime por parte de los críticos como la primera, probaron ser éxitos entre los espectadores.

True Detective, en su primera temporada, es un producto televisivo impecable, sin fisura alguna. Es un festival para los sentidos, una banquete de comida gourmet entre tanta comida chatarra que aparece a menudo en los menús inabarcables de los servicios de streaming.

Las tres temporadas se encuentran disponibles en HBO MAX.

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