Al Pie de la Letra
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Fogwill: Los Pichiciegos
Desde entonces, entre ellos, empezaron a llamarse “los pichis”…
Fogwill: Los Pichiciegos

Rodolfo Enrique Fowill
Esta quinta edición de Los Pichiciegos es fiel a los borradores que, mimeografiados en el Hospital Albert Einstein de Sao Paulo, circularon entre críticos y editores antes de la rendición argentina de junio de 1982. La primera publicación se distribuyó después de la asunción del gobierno civil y fue elogiada por su “realismo y pacifismo” pese a que el autor hizo imprimir la advertencia de que se trataba de un experimento de ficción, compuesto antes de los primeros testimonios de los combatientes y que no era una novela contra la guerra y la literatura, sino contra las modalidades dominantes de concebir la guerra y la literatura.

La obra debió esperar doce años para que la crítica reconociera su propuesta: en el curso de su ensayo sobre la verdad e historia en el cine, publicado en 1984, la profesora Beatriz Sarlo anuncia su relectura de Los pichiciegos observando que “la novela no quiere demostrar nada y sus personajes no están en condiciones ideológicas ni discursivas para reflexionar. Los pichis carecen absolutamente de futuro, caminan hacia la muerte y, en consecuencia, solo pueden razonar en términos de estrategias de supervivencia” y concluye su extenso análisis afirmando que “la novela de Fogwill produce esta verdad de la guerra en Malvinas”. Pero, al escribirla, estaba lejos del autor cualquier preocupación sobre el acontecimiento. Como decía por entonces- digo-, estaba escribiendo solo acerca de mí, de la revolución, la contrarrevolución, el amor, el comercio, la democracia que sobrevendría.

Los Pichiciegos – Fogwill – (Fragmento)
“Los pichis: fue una mañana de bombardeo. Estaban en la entrada y en la primera chimenea y nadie se animaba a bajar al almacén, porque la tierra trepidaba con cada bomba o cohete que caía contra la pista, a más de diez kilómetros de allí. El bombardeo seguido asusta: hay ruido y vibraciones de ruido que corren por la piedra, bajo la tierra, y hasta de lejos hacen vibrar a cualquiera y asustan. Algunos se vuelven locos. Fumaban, quietos. El Ingeniero calculó:

– Si se derrumba la chimenea, el que está abajo, en el almacén, se hace sándwich entre las piedras…

Entonces nadie quería bajar. Tenían hambre. Con toda la comida amontonada abajo, igual se lo aguantaban.

Fumaban quietos. Seguían las explosiones, las vibraciones. A veces se oía una explosión y no vibraba. Otras veces vibraba y nada más, sin escucharse ruido. ¡Qué hambre!

¡Qué hambre! –dijo uno.
– ¡Con qué ganas me comería un pichiciego! –dijo el santiagueño.

Y a todos les produjo risa porque nadie sabía que era un pichiciego. 
– ¿Qué…? ¿Nunca comieron un pichiciego? –averiguaba el santiagueño. Allí –preguntaba a todos-, ¿no comen pichiciegos?

Había porteños, formoseños, bahienses, sanjuaninos: nadie había oído hablar del pichiciego. El santiagueño les contó:

-El pichi es un bicho que vive debajo de la tierra. Hace cuevas. Tiene cáscara dura –una caparazón- y no ve. Anda de noche. Vos lo agarras, lo das vuelta, y nunca sabe enderezarse, se queda pataleando panza arriba. ¡Es rico, más rico que la vizcacha! 
– ¿Cómo de grande?
– Así –dijo el santiagueño, pero nadie veía. Debió explicar: como una vizcacha, hay más chicos, hay más grandes. ¡Crecen con la edad! La carne es rica, más rica que la vizcacha, es blanca. Como el pavo de blanca.
– Es la mulita –cantó alguien.
– El peludo –dijo otro, un bahiense.
– El Peludo le decían a Yrigoyen –dijo Viterbo, que tenía padre radical.
– ¿Quién fue Yrigoyen? –preguntó otro.

Pocos sabían quién había sido Yrigoyen. Uno iba a explicar algo pero volvieron a pedirle al santiagueño que contara cómo era el pichi, porque los divertía esa manera de decir, y él les contaba cómo había que matarlo, cómo lo pelaban y le sacaban la caparazón dura y cómo se lo comían. Contaba las comidas y quería describir cómo era el gusto del pichi, por qué era mulita en un lugar y peludo en otro. Cuestión de nombres, se dijo”.

¿Saben cómo se cazan los peludos en La Pampa? –preguntó alguien.

Nadie sabía. Fumaban quietos. Muchos seguían sin hablar, por respeto a las vibraciones, a las explosiones; tenían miedo.

– ¡A tiros ha de ser! –contestó uno.
– No –dijo el otro; era un bahiense –, se lo caza con perros: va el perro, lo olfatea, lo persigue y el animal hace una cueva en cualquier lado, para disimular la suya, donde esconde las crías, y en esa cueva falsa se entierra y queda con el culito afuera. Entonces lo agarrás de la cola y lo quitás…
– ¿Y los perros?
– Ladran: respetan al dueño. Pero tenés que enseñarlos primero, si no te lo deshacen a tarascones. Después podés dejarlo panza arriba y cuando juntaste varios los carneás, clavándoles cuchillos de punta en las partes blandas del cogote. Las mujeres saben pelarlo. A veces… –iba a contar pero una vibración fuerte hizo caer más piedras por el tobogán, que era la entrada, y uno dijo “socorro” y alguien “mamá”, a lo que comentó Viterbo que no jodieran, que no se dieran más manija, que si no muchos se iban a volver locos y que siguiera el bahiense la historia.
– A los perros les gustaría matarlo. De dañinos, más que por comerlo. Pero a veces –decía– el peludo se atranca en la cueva. Saca uñas y se clava a la tierra y como tiene forma medio ovalada no lo podés sacar ni que lo enlacés y lo hagas tironear con el camión. ¿Y sabés…? –preguntaba a la oscuridad, a nadie, a todos–. ¿Sabés cómo se hace para sacarlo?
– Con una pala, cavás y lo sacás… –era la voz del Ingeniero.
– ¡No! ¡Más fácil!: le agarrás la cola como si fuera una manija con los dedos, y le metés el dedo gordo en el culo. Entonces el animal se ablanda, encoge la uña, y lo sacás así de fácil.
– ¡Así se hace con el pichi! –confirmó el santiagueño, contento.
– ¡Y tienen cuevas hondas, hondísimas, de hasta mil metros, dicen…! –comentó el tucumano que casi nunca hablaba.

Nadie creyó. Seguían los bombardeos. Fumaban quietos y escuchaban. Pocos querían hablar. Él dijo con voz medio de risa, medio de nervios:

– ¡Mirá si vienen los británicos y te meten los dedos en el culo, Turco!

Algunos rieron, y otros, más preocupados por las bombas y por las vibraciones, seguían quietos, fumando, o sentados contra las paredes de arcilla blanda y la cabeza entre las piernas. De a ratos les llegaba el zumbar de los aviones y el tableteo de la artillería del puerto. Era pleno día sobre el cerro. Tenían hambre, abajo, en el oscuro.

Desde entonces, entre ellos, empezaron a llamarse “los pichis”…

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