Al Pie de la Letra
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Jaula Demente/ de …mente
Cuento de Ana Caliyuri del Libro “Historias Tatuadas” - Niña Pez Ediciones
Jaula Demente/ de …mente

Las piedras apiladas una sobre otra, con sus vetas verdes y filos irregulares, esperando el destino que le daría Tomás, el jardinero.

Un hombre demasiado minucioso como para permitirse una desprolijidad o un error. Su cuerpo menudo, en cierta forma era de ayuda para andar entre las flores y los canteros.

Ese día, Tomás se levantó engripado y aunque fue a cumplir sus tareas habituales, el cuerpo le andaba lento, la mente aletargada y las manos torpes. Transcurrió la primera parte de la mañana preparando la tierra. Hacía demasiado calor o era él que se sentía afiebrado.

Se detuvo frente a una canilla aledaña a dos muñecos de yeso que le daban una presencia mágica al jardín. Puso las manos bajo el chorro de agua y luego haciendo un cuenco con ellas, tomó un poco y se refrescó la cara. Inclinó su cuerpo para cerrar la canilla cruzándose con la mirada de ese par de enanos de jardín que parecían controlarlo todo. Se puso nervioso. En realidad, le habían dicho en varias oportunidades que Ansi y Holly eran dos hobbits. Algo diferente a ser dos enanos, pero que a los hobbits se los consideraba de la familia y que bla bla bla acerca de sus bondades y misterios.

Tomás pensó que las miradas de Ansi y Holly se asemejaban a las de los humanos, o en algún caso, según le había comentado Gerardo Sander, el dueño de casa, los ojos de esos muñecos de yeso se movían o eso simulaban, por efecto de luces y sombras y perspectivas y otras menudencias, dando la misma sensación que produce la Mona Lisa, el cuadro de da Vinci.

Por la causa que fuera, los hobbits miraban a Tomás desplazarse por el camino mientras acomodaba cada piedra laja hasta conformar un gran corazón. Un inmenso corazón, así lo había pedido Sander, y aunque no ocuparía más de cuatro metros cuadrados, las flores cultivadas a su alrededor le darían el carácter de inmensidad: pensamientos color violeta matizados con blanco, rojo, amarillo y azul.

Desde la antigüedad se decía que ese tipo de flores denotan recuerdos y nostalgia, por alguna razón Sander las había elegido. Razones de la sinrazón, quizá.

Cuando llegó el mediodía, Tomás hervía de fiebre. Los movimientos de su cuerpo semejaban a los de un autómata: los brazos lentos al alzar las piedras, la mirada fija en el hoyo veintitrés donde plantaría el pensamiento violáceo, sumado al sudor que corría por su rostro demacrado, alertaron al dueño de casa que lo observaba cómodamente sentado en la mecedora de la galería, a no más de dos metros.

Tomás se puso nervioso, tuvo la impresión de que lo miraban desde todas direcciones: si se ponía al centro, a la izquierda o a la derecha, era lo mismo. Los hobbits similares a los de Tolkien, y Gerardo Sander, el dueño de casa, confabulados, no paraban de observarlo.

La enana Holly ocultaba su humanidad tras una forma de yeso, eso creía el jardinero. Pintada su vestimenta con camisa verde, pantalón rojo y botas marrones, le hizo recordar a los payasos del Circo de los hermanos Hidalgo. Un ligero temblor se apropió de su cuerpo. Rememoró aquel día en que su padre lo llevó a ver una función vespertina y el payaso enano se acercó a centímetros de su asiento. Con su bocaza pintada de rojo, abierta como un pozo ciego, sacó una carcajada impostada que permitió verle hasta la campanilla, luego haciendo piruetas en nombre de la risa, con dos saltos mortales terminó sentado en el asiento contiguo. Lo miró a los ojos, quizá esperando el aplauso, pero a Tomás le dio miedo y comenzó a llorar. Su padre, enfadado, lo sacó para afuera de las orejas, al tiempo que le decía: “Los hombres no lloran, estúpido”.

A partir de ese día, la mente de Tomás se tornó la peor de las jaulas. No podía salir de ese pensamiento repetitivo y hostil: “Estúpido… estúpido… no llores”, y aunque supongo que existen leyes de consideración hacia los niños y también por los que padecen fiebre y otros embrujos, nada alcanzó en cincuenta y cuatro años de vida como para que Tomás mostrara sus propios sentimientos con lágrimas. No fue por falta de ganas de llorar, sino por la jaula mental creada por su padre, que lo mantenía a raya.

Sacudió su cabeza para huir de ese pensamiento y comenzó a hacer pequeños hoyos para plantar las flores. Se sintió mareado, pero siguió firme haciendo su trabajo. La situación se puso difícil cuando agachado y confuso por el estado febril, escuchó: “Tomás, los hombres no lloran…”. Fue entonces cuando el parque se volvió humo. La garganta oprimida por la sombra del pensamiento le impidió llorar y aunque los ojos se tornaron acuosos, prefirió pensar que era la maldita alergia ocasionada por los brotes del álamo plateado.

Se puso en cuclillas para estar más cerca de la tierra. En un instante alzó la vista y vio los ojos penetrantes y burlones de Holly. Le recordaron la mirada de su padre. La muñeca de yeso le trajo malos recuerdos y por desgracia, la bendita pala tan a mano, tan cerca de sus impulsos, tan perfectamente puesta a sus pies, fue el detonante. Con un sólo movimiento la lanzó con precisión a la altura de su cuello. La cabeza del hobbit de jardín fue a parar a los pies de Gerardo Sander.

Tomás supo que no volvería a pisar esa casa. Juntó sus cosas y con el paso cansino y la mirada gacha, se fue.

Sander no podía salir de su estupor, y aunque en los días subsiguientes intentó hablar con él, Tomás nunca lo atendió.

Holly, convertida en polvo, fue a parar a la basura. El caso fue que, pasadas dos semanas, las flores de pensamientos aparecieron mustias. Que Felipe, el nuevo jardinero, las regase, era en vano. Además, Sander no dejaba de pensar en la mirada triste de Ansi, la hobbit de yeso que custodiaba día y noche, en soledad, al gran parque. La compañera de Holly se estaba muriendo, así lo expresaba a quien se acercara a su jardín y aunque los vecinos pensaban que el hombre estaba loco, disimulaban.

«Los hobbits son de yeso y no tienen alma», decían en el barrio por lo bajo, pero Sander no estaba tan seguro de ello, sobre todo porque al séptimo día después de la muerte de Holly, se despertó sobresaltado por el llanto lastimero de una mujer. Hubiera jurado que el llanto provenía del jardín. Para ahorrarse el mal momento, prefirió quedarse inmóvil y no averiguar más nada. Todo habría seguido su curso, pero aparecieron las quejas de los vecinos acerca de la “llorona” que, noche tras noche, los despertaba. Intentar asimilar que un muñeco de yeso llora, no es para cualquiera.

Finalmente, Sander, una noche se aventuró a tomar una iniciativa. Arrastró la mecedora hasta donde estaba Ansi y se sentó. Los ojos de ella se posaron en los de él. Cambió varias veces de posición y la mirada de Ansi lo seguía por todos lados, como si quisiera decirle algo. Pensó que quizás Ansi sentía soledad y querría ver a Holly, o tal vez la aquejaba alguna otra necesidad. Cosas de otros mundos que no vale la pena profundizar, o sí. Pero que existen, existen. A la mañana siguiente, Sander se dirigió hacia la tienda de Ciro el rey de los tatuajes. Llevaba en sus manos la foto de Holly, o mejor dicho, la foto del jardín donde había posado la pareja de hobbits, tiempo atrás, y con la mentira en su boca, señalando el rostro de Holly, afirmó:

—Buenas tardes, vengo a tatuarme en el brazo derecho la cabeza de este hobbit, sé que me traerá fortuna.

Luego de varias horas en manos del tatuador, retornó a su casa con la ilusión de que esa noche el vecindario pudiera dormir gracias al plan que había ideado.

Ni bien salió la Luna fue en busca de Ansi y apoyó su brazo, más precisamente, acercó el tatuaje de Holly al rostro de ella y le dijo por lo bajo:

—No llores más…

La chica, o mejor dicho la muñeca de yeso o la enana hobbit, fue obediente.

A primera vista, todo pareció volver a la normalidad, excepto por un simple detalle. Gerardo Sander debió acostumbrarse hasta el fin de sus días a vivir con la incongruencia de un velado misterio. Cada vez que encendía la luz de su velador a las tres de la madrugada, su brazo derecho estaba limpio, sin tatuaje. Efectuaba esa comprobación y se daba vuelta en la cama para seguir durmiendo, a sabiendas, de que cada mañana al despertar, Holly estaría sonriente en su brazo, como siempre.

No se oyó nunca más el llanto de una mujer en la noche, pero con el tiempo, apareció un gemido de hombre imposible de borrar. Dicen que Holly visitaba de tanto en vez al jardinero, Tomás. Razones tenía, aunque parece que nunca pudo arrancarle una lágrima. Pero esas son cosas de la mente que más vale no develar, sobre todo si hay gente cerca que aún no puede abrir su jaula.

Ana Caliyuri – Tandil – Provincia de Buenos Aires anacaliyuri@gmail.com
Del libro “Historias Tatuadas”  – Niña Pez Ediciones- 2019

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