Tango y Milonga
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Cátulo Castillo: San Cátulo
“Ya sé, no me digás, tenés razón/ la vida es una herida absurda”
Cátulo Castillo: San Cátulo

“Ciudadano Distinguido de Buenos Aires”
Catulo es el barrio y el abigarrado mundo que nos da la calle. Permanece por elección a ese policromo horizonte de casas chatas, empedrado infinito y paredones junto a los cuales transitaron alguna vez con paso cansino los viejos organitos.

Catulo es el patio y el cedrón que llaman desde el recuerdo; las veredas y malevos que ya no son, y aquel balcón que escondía el amor. Con él, vivimos San Juan y Boedo. El país que caminó con sus entrañables compañeros de juventud, Manzi y Julián Centeya, en una antigua distancia de “cercos y glicinas, de la vida en orsai y el tiempo loco”. Es la evocación de un grato paisaje que enhebra cafetines, esquinas y potreros, brindando un escenario de excepción a los seres en orfandad y rebeldía, esos que hacen el alma de cada ciudad llámese o no Buenos Aires.

A las amargas y tristes novelas del grupo de Boedo (Barletta, Mariani, Castelnuovo, Yunque, etcétera) Catulo opone, con sus melancólicos tangos, un grafismo conmovedor y poético a través del cual, los miserables bodegones en penumbra de aquella novelista, saltan de lo gris y mezquino hasta una sublime dimensión onírica. La canina “es un poco de la vida donde estabas escondida en el hueco de mi mano, de mi mano…” y el patio del conventillo tiene “frescor de sombra bajo el alero”. El amor – como en realidad acontece- olvida el contorno. El hábitat no es la dicha por el confort sino por el espíritu. Desde la cordialidad del patio y la parra, el apeñuzcamiento en estrechos departamentos. Catulo expone una óptica que tiene tantas ramificaciones como la neurosis.

A través de su magia poética a añoranzas sin repudio, sin odio y sin rencor contra todos los niveles de la vida. Catulo pudo haber tomado el camino en serio de las “letras” que representan a Boedo en las ediciones de Gleizer  y Claridad, pero obró por la música popular, por el vilipendiado tengo canción. ¿Por qué Catulo, dueño del éxito a los 17 años con “Organito de la Tarde”, demora en iniciarse como letrista? ¿Por qué no intenta en ese momento la carrera literaria como novelista o poeta a nivel de Academia?

Recordando la profundidad de los versos de “La Última Curda” la pregunta es justa:

“Ya sé, no me digás, tenés razón
la vida es una herida absurda
y es todo, todo, tan fugaz, que es una curda nada más
mi confesión.

Contame tu condena, decime tu fracaso
no ves la pena que me ha herido?
Y háblame simplemente de aquel amor ausente
tras un retazo del olvido…”

Alguna vez escuchamos la respuesta de sus propios labios. No fue en principio letrista por respeto a la condición de escritor de su padre, el sin par González Castillo, y de sus viejos amigos de la librería de Munner: Nicolás Olivari y Enrique González Tuñón, quienes le mostraron su admiración con elogiosos comentarios en las páginas de “Critica”.

Ese insólito pudor en torno a la creación marca su primer paso en el “no herir”, en el afán de comunicar la torrentosa ternura que le desborda y que nos hizo quererlo desde siempre. Pero tal retracción nos impide indagar en la medida de su talento como poeta o novelista en paralelo con las dostowieskanas huestes de Boedo.

Susana Rinaldi – Catulo Castillo

Nuestra idea es que jamás quiso entrar en la contienda por propia voluntad. La única gloria que debió interesarle, y que tiene, es la representatividad de si mismo y del paisaje hecho suyo, allá en la infancia de Loria y San Juan, mezclándose con laburantes, guapos, lunfardos, chorros, canfinfleros y otras yerbas igualmente pintorescas. Su inteligencia le señaló- y alguna vez lo confesó- que el destino mayor era abrazar ese carácter minoritario en cuanto a pretensiones intelectuales, porque dentro de los paredones del arrabal, de ese trazo de “tinta roja en el gris de ayer”, palpitaba el barrio, el conventillo, la gente amada: un bric  a brac tumultuoso y parezco ilustrado por los prontuarios habitués de El Carpintero, El Biarritz y La Balear, cafetines anegados de humo en los cuales un extraño malevaje- alguna vez me lo conto Centeya- distinguía los alineados perfiles de Eufemio Pizarro, el Loco Papa y “la Chancha”, exponentes el “nada bueno, todo malo” caídos en sangrientos  finish sobre el mismo lodo del que habían emergido a zarpazos.

Uno advierte, evocado los pintorescos personajes, concurrentes a la academia de Monipodio, o las trajinadas aventuras del Lazarillo de Tormes y el Buscón, de Quevedo, que aquellos “rantes” y su equilibrio para gambetear el hambre, para sobrevivir, conformaron el friso vital que lo fascinó y a través del cual Cátulo se sintió, sin serlo, un reo más del suburbio. Actor o espectador, aunque atracara inmediatamente como profesor de Historia de la Música en el Conservatorio Municipal, fue, con felicidad, uno más de la andrajosa comparsa.

Sabía que el bajo pueblo es lo genuino y que en la novelística le asiste siempre la posteridad. Es un axioma que perdura por siglos en la constante renovación de ediciones que hace actuales las obras de la Picaresca Española y las aventuras análogas de Fielding, Rabelais, Defoe, López de Rueda, Chaucer, Bocaccio, Mateo Alemán, el Aretino y cien más que se remonta hasta más allá de los truhanescos personajes y arlecchinos llegan a Buenos Aires con Goldoni, Gozzi, Salvatore Di Giácomo, y las zarzuelas españolas. De allí pasan al sainete porteño donde tanos y gallegos, separados por los antagonismos a que los arrastra su afán de conquista Buenos Aires, estaba, sin embargo, unidos como el Lepanto contra el compadrito, al fin de cuantas hijo también de la inmigración.

De ahí que cuando Catulo es designado Presidente de la Comisión Nacional de Cultura, en conocimiento del alcance y la profundidad antropológica de esa palabra: cultura, hace que una obra de Alerto Vacarezza ocupen a manera de símbolo, el escenario de nuestro Primer Coliseo.

Queremos destacar, especialmente, ese recuerdo debido a los dolores de cabeza que le acarreo el cacareo de los infaltables “eruditos a la violeta” recordados por Cadalso. Catulo innova, sí, pero no en la medida, no en la geografía que se mueve la intelligenzia argentina. Catulo vuelve la espalda al resplandor intelectual, que se hubiese acordado programar Adamov o Ionesco y, sonriente, vital, seguro de sí mismo como siempre, vuelve su rostro al barrio, cuna de todo lo que avanza, ilumina y perdura.

Desde entonces (y hasta su muerte) inconmovible en su talento, inamovible en su ternura (ah, ¡Cuánto envidié sus 68 perros!), indestructible en su auténtico fervor por nuestra ciudad. Catulo ha ganado nota a nota, letra a letra, tesorero como nadie, en sumar sentimientos sobre sentimiento, el derecho a ser nombrado ciudadano distinguido de Buenos Aires.
Jorge Montes – Album del Tango – Septiembre 1986

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